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Jueves, Noviembre 07, 2024

 “El mundo cambia en un instante y nacemos en un día.

La vida da muchas vueltas y el tiempo pasa muy deprisa en ella.”

Gabriela Mistral

 

El presente texto surge como consecuencia de diversos factores: el primero de ellos por ser el aniversario número diez de la espléndida revista Pálido punto de luz, publicación que ya alcanza su primera década, a cuyos creadores guardo un enorme cariño y gran respeto, y a quienes felicito enormemente por sus logros, por su vida y por su ardua labor. Naturalmente, esa felicitación la extiendo a todo el equipo que hace posible su existencia. El segundo factor es, sin duda, la pandemia del COVID-19 que ha obligado a gran parte de la población mundial a recluirse durante prolongados periodos, yo incluido, razón por la que la introspección suele ser el pan de cada día de mi vida en estas circunstancias. El tercero es que, a raíz del encierro, el trabajo docente ha dado un giro insospechado y gigantesco que nadie en la vida pudiera haber imaginado. Y un cuarto motivo, pero no menos importante, es que en este fatídico 2020 cumplí, en el mes de febrero, siete años desempeñándome como profesor.

Resulta entonces que, la necesidad de hacer un balance de todo lo anterior, me parecía no menos que imperante. Desde mi punto de vista, no hay mejor manera de entender el presente que volteando a ver el pasado, ese elemento tan extraño que solamente existe en los recuerdos y que se matiza con la imaginación.

 

Cuando en el año 2013 me aventuré a decir que sí, que tomaría esas 16 horas de clase para cuatro grupos de segundo semestre de bachillerato en la materia de Taller de Lectura y Redacción, era un muchacho apenas salido de la universidad que no tenía la menor idea de lo que estaba haciendo. Y claro, a los 23 años de edad, qué me iba yo a imaginar la difícil tarea que estaba a punto de emprender, mis alumnos apenas eran seis o siete años menores que yo y mi cara ingenua y traga años, delataba mi carácter de novato en el salón de clases. La verdad es que las primeras dos semanas de mi trabajo como profesor han sido de las peores que puedo recordar en mi vida. Sufría terriblemente y no hallaba la manera de hacer que mis clases fueran algo parecido a las de los profesores que yo había admirado en mi vida. Después de esos días me miré en el espejo y me pregunté seriamente, no sin un poco de ego involucrado, si tomé la decisión correcta al elegir este trabajo. No tenía clara la respuesta en ese momento, pero lo que sí tenía muy claro era que no iba a permitir que el trabajo acabara conmigo y decidí cambiar un poco la manera de abordar el asunto. Después de una pequeña ayuda por parte de la directora y una buena terapia con la almohada y mi mamá, tomé las riendas del asunto y las cosas, para mi gran sorpresa, resultaron muy favorables.

Aún guardo el recuerdo de la primera clase que di después del duro proceso que acabo de mencionar, el tema era: “El circuito de la comunicación”; también tengo muy en mente la enorme satisfacción al finalizarla. La sensación que experimenté me hizo saber ese mismo día que el salón de clases y yo íbamos a estar unidos para siempre y que, a partir de ese momento, nunca habríamos de separarnos del todo.

En adelante he sido un profesor muy dedicado a la tarea docente, y creo que uno bueno, si se me permite el auto halago; sin embargo, no hay nada que considere más difícil en el mundo que dar clases. Hoy sigo pensándolo.

El trabajo que más me ha retado en todos los aspectos de mi vida ha sido, sin duda, la docencia, máxime a nivel bachillerato, cuando los seres humanos estamos interesados en mil y una cosas, pero no en los autores del romanticismo gótico del siglo XIX, salvo honrosas excepciones, por decir lo menos. El reto intelectual y emocional que experimento todos los días en el salón de clases no se le parece a nada que haya vivido antes o en los trabajos como periodista o locutor que he ejercido durante mi carrera.

Después de dos años y medio de estar en el primer plantel en el que trabajé, me mudé a una preparatoria mucho más grande, de esas que forman parte de una universidad privada muy conocida a nivel nacional y que cuentan en su plantilla a miles de alumnos a lo largo de nuestro enorme país. Cuando creía que ya me las sabía de todas todas, estaba completamente equivocado, esta escuela representó para mí otra enorme pared en la que me fui a estrellar de lleno. Lidiar con siete grupos de 45 alumnos cada uno, es un trabajo verdaderamente agotador. Cumplir con las exigencias de los planes de estudio oficiales y con el trato no siempre bueno de las autoridades, resultaba terriblemente duro. Mantener el famoso “control de grupo” y salir avante con el temario era muy desgastante y, sin embargo, fue una batalla de la que también salí bien librado y hasta con varios reconocimientos a la excelencia docente.

Dejé por voluntad esta preparatoria-universidad tan grande, con muchas más cosas buenas que malas, y con una experiencia enorme. Creo que sería muy difícil que algo pudiera espantarme después de todas y cada una de las anécdotas positivas y negativas que viví ahí con los padres de familia, los alumnos, los compañeros y los directivos. Tampoco puedo negar que me fui algo decepcionado de su sistema a nivel administrativo y laboral, en donde el negocio impera sobre la educación, pero bueno ¿qué se le va a hacer? La noticia es que no sólo sobreviví, sino que me fui entre aplausos y muestras de cariño de mis alumnos, cosa que nadie en la vida podrá pagarme con dinero.

Empecé a ser profesor universitario en 2017. La palabra catedrático es de esas que suenan a que uno ya tiene abolengo. Después de haber hecho mi maestría de 2014 a 2016 y de iniciar un doctorado posterior, me sentía con la necesidad de pasar al siguiente nivel, dar clases en licenciatura. Entré a la educación superior pensando que mi vida ya estaría resuelta después de lo duro que había sido lo anterior, pero no fue así. Considero que nada se compara con la prepa, salvo, quizás, la secundaria (instancia en la que no he trabajado y que por ahora no está dentro de mis planes), sin embargo, la vida de un profesor universitario tampoco es miel sobre hojuelas y uno siempre se va a encontrar diversas dificultades en el camino; no obstante, el viaje ha sido muy bello. Recorrer los pasillos de una universidad como profesor y respirar el ambiente de un lugar en el que se supone las personas van porque lo desean y valoran el enorme privilegio de haber llegado hasta ahí, no es comparable con nada del mundo. Es un trabajo que amo y que no quisiera dejar jamás.

Con la pandemia tuvimos que migrar a un sistema muy extraño: ¿semi-presencial?, ¿mixto? O ¿cómo podemos llamarle a esto que estamos viviendo? Lo de utilizar plataformas digitales en la educación no es cosa nueva y tampoco del otro mundo, pero dar clases por videollamada sí que lo fue o, por lo menos, para mí. Entrar a las casas de los alumnos por medio de una cámara y que ellos ingresen a la mía de la misma manera fue una situación que no me esperaba vivir jamás, pero aquí estamos. El aprendizaje y la docencia por medio de diversas plataformas no ha sido nada fácil. Tuve que invertir muchísimas horas investigando, aprendiendo herramientas, recopilando información y adaptando las clases para que se ajustaran a esta manera de hacer las cosas.

Calificar, hacer exámenes, dejar tarea y verse mediante la pantalla, debo admitir, ha sido muy descorazonador. La máquina sigue representando un objeto helado que, estoy seguro, nunca podrá sustituir al contacto humano. Quizás esa sea una de las cosas buenas que me ha traído la pandemia, el recordarme que el mundo en realidad está afuera de la pantalla y no adentro: ¿Por qué la gente sigue deseando ir a conocer la Torre Eiffel cuando puede verla desde la comodidad de su hogar sin hacer el difícil y costoso viaje hasta el viejo continente? Creo que la respuesta a esa pregunta se relaciona con algo similar a lo que pasa con el espacio de la escuela o con ver en persona a amigos y familiares.

Qué bueno que existen las tecnologías que nos han permitido seguir enseñando, pero, por lo menos a mí me queda clarísimo que el salón de clases y las escuelas como las conocemos no han de desaparecer en mucho tiempo. Tal vez nunca lo hagan. Y en el mejor de los casos, el día que llegue el regreso al aula y tanto alumnos como profesores volvamos al espacio de la escuela, con una conciencia distinta y podamos valorar de otra manera eso que nos fue arrebatado por tanto tiempo. Dicen que uno no sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido; eso estamos viviendo ahora y, de lo perdido, lo recuperado. La realidad que viviremos cuando esto acabe no será igual y, espero, hará que regresemos distintos al mundo, con suerte, hasta mejores. Quién sabe. Hacer este recuento de mi propia experiencia como maestro, rodeado de una crisis mundial sin precedentes, me ha hecho valorar lo que tenía y generar una esperanza, quizá vaga, de que lo que está por venir será mejor.

Colocar nuestros pensamientos en palabras, es también ordenar el mundo con el fin de entenderlo, más en una situación que absolutamente nadie entiende del todo. Por ello considero importante el ejercicio. También leer las experiencias de los otros podría revelarnos cosas acerca de quiénes somos. Con dichos pensamientos aún resonando en mi cabeza y con la idea de que todo se arreglará, pongo punto final.

 

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El timbre de las 8

Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández

Mentes Peligrosas

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“pálido.deluz”, año 10, número 120, "Educación en la segunda década del siglo XXI", es una publicación mensual digital editada por Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández,calle Nextitla 32, Col. Popotla, Delegación Miguel Hidalgo, Ciudad de México, C.P. 11420, Tel. (55) 5341-1097, https://palido.deluz.com.mx/ Editor responsable Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández. ISSN 2594-0597. Responsables de la última actualización de éste número Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández, calle Nextitla 32, Col. Popotla, Delegación Miguel Hidalgo, CDMX, C.P. 11420, fecha de la última modificación agosto 2020
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