Las nubes comenzaron a descolgarse de las montañas y en el sitio de la abuela los pollitos carrereaban detrás de la escandalosa gallina. Ramón, el nieto más pequeño de la casa, era el encargado de esparcir el maíz en el corral con un palo en la mano para espantar al bravo guajolote.
Después de la pelea con esa malhumorada ave, su diaria rutina: tomar la vieja cubeta, salir corriendo sujetando con su manita el enorme pantalón y llegar a la casa de doña Chepa, una señora que le entregaba los desperdicios de comida para los tres marranos que perfumaban casi toda la manzana con su terrible olor.
Regresar con los pantalones casi a las rodillas y embrocar el achigual a los hambrientos y escandalosos cerdos. Desayunar unas sopas de café con tortillas y de lujo cuando tocaba galletas de animalitos, podía jugar un rato. Después de sus labores obligadas, intentaría hacer la tarea, pero no tenía lápiz, mucho menos idea de las operaciones matemáticas. Meter en una bolsita de plástico sus útiles: un raquítico cuaderno lleno de taches, ceros y de rayones del abominable maestro.
Llegar tarde siempre a la escuela significaba el castigo de todos los días: los reglazos en las palmas de las manos o hincarse en el tapete de las corcholatas; pero era preferible a los gritos y humillaciones del profe, o pasar al frente de todos y ser la burla como ejemplo del burro del salón, luego sentarse hasta atrás por ser el más atrasado y, el colmo, sin recreo y limpiar los baños por no llevar la tarea. El mandadero de la escuela, sin derecho a las excursiones, por las pésimas calificaciones y sin regalo del día del niño por su repetida conducta.
Imposible hacer sus afanes escolares por la tarde, ya que al regresar, apenas terminaba su comida, un caldo de repollo con sabor a tuétano casi todos los días; comenzaba la labor de su vida fuera de la odiosa escuela: transportar, sin montar, en una pequeña bicicleta encopetada con un anafre, carbón, tortillas, salsas, cilantro, cebolla, huevos duros y carne hervida de cerdo para picar toda la tarde.
Encender el fuego, poner a hervir el agua, descascarar los huevos, llevar la basura y esperar al tío, el encargado de hacer los tacos para vender. Aguantaría las enormes ganas de comer al menos un delicioso taco al vapor. Lavaría los trastes, limpiaría las mesas y haría los mandados propios del negocio.
Casi al final, sufrir los dolores de su podrida dentadura y regresar a media noche, casi sonámbulo ya sin nada de hambre. De cama: dos sillas y de colchón una salea de borrego curtido de tantos orines por el frío. Cerrar los ojos y soñar con Cielo, la niña más aplicada del salón, la de los lunares como galaxias en la espalda, verla casi flotando con la bandera tricolor entre su manitas y su falda plisada, eso, eso era lo mejor, soñar, soñar con Cielo, Cielo, Cielo...