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Jueves, Noviembre 07, 2024

 

El poeta es un fingidor/

 finge tan completamente/

que llega a fingir que es dolor/

 el dolor que de veras siente

F.P.

En un número anterior de esta revista, se publicaron sendas reseñas sobre el libro Réquiem, de Antonio Tabucchi, y la película del mismo título, basada en el texto citado, del director francés Alain Tanner. El personaje en ambas expresiones artísticas es el espíritu de Fernando Pessoa.

Tabucchi, admirador de la lengua portuguesa y en particular de Fernando Pessoa, escribió que el autor del Libro del desasosiego “sin duda es la heteronimia: hablar simplemente del artificio literario sería suficiencia. Fernando Pessoa, además de la vida privada hecha de oficina y pensión, de puntualidad y soledad, ha vivido también otra vida. Cuando vuelve a casa tras su jornada de horarios, quitándose las medio-mangas de escribiente, el empleado Pessoa se transforma. E inventa la vanguardia portuguesa”. Tabucchi escribió un breve relato titulado Sueño de Fernando Pessoa, poeta y fingidor, aparecido en el volumen Sogni di sogni.

 

He aquí el citado texto:

 

La noche del 7 de marzo de 1914, Fernando Pessoa, poeta y fingidor, soñó que despertaba. Tomó el café en la pequeña habitación que alquilaba, se afeitó y se vistió de manera elegante. Se puso su impermeable, porque llovía afuera. Cuando salió faltaban veinte minutos para las ocho, y a las 8 en punto estaba en la estación central, en la plataforma del tren con destino a Santarén. El tren partió puntualmente, a las 8:05. Fernando Pessoa entró en un compartimento en donde estaba sentada una señora que aparentaba unos cincuenta años, leía. Era su madre, pero no era su madre, y estaba inmersa en la lectura. También Fernando Pessoa se puso a leer. Ese día debía leer dos cartas que le habían llegado de Sudáfrica y que le hablaban de una infancia lejana.

Fui como hierba y no me arrancaron, dijo en cierto momento la señora que aparentaba cincuenta años. La frase le gustó a Fernando Pessoa y la anotó en un pequeño cuaderno. Mientras tanto, frente a ellos pasaba el paisaje plano del Ribatejo con arrozales y praderas.

Cuando llegaron a Santarém, Fernando Pessoa tomó un carruaje. ¿Sabe usted dónde se encuentra una casa sola, encalada?, preguntó al cochero. Éste era un hombrecito rechoncho, con una nariz rojiza por el alcohol. Por supuesto, dijo, es la casa del señor Caeiro[i], yo la conozco bien. Y azotó al caballo. El caballo comenzó a trotar sobre el camino principal bordeado de palmeras. En los campos se veían cabañas de paja con algún negro en la puerta.

Pero, ¿en dónde estamos?, preguntó Pessoa al cochero, ¿a dónde me lleva?

Estamos en Sudáfrica, respondió el cochero, y lo llevo a la casa del señor Caeiro.

Pessoa se sintió seguro y se apoyó en el respaldo del asiento. Ah, entonces estaba en Sudáfrica, era precisamente lo que quería. Cruzó las piernas con satisfacción y vio sus tobillos desnudos, dentro los pantalones a la marinera. Comprendió que era un niño y esto le provocó mucha alegría. Era hermoso ser un niño que viajaba por Sudáfrica. Sacó una cajetilla de cigarros y encendió uno con deleite. También ofreció uno al cochero quien lo aceptó con avidez.

Caía el crepúsculo cuando tuvieron a la vista una casa blanca que se levantaba sobre una colina salpicada de cipreses. Era una típica casa ribatejana, larga y baja, con las tejas e inclinadas. El carruaje tomó el camino de los cipreses, la grava hacía ruido bajo las ruedas, un perro ladró dentro de la cabaña.  

En la puerta de la casa estaba una viejecita con anteojos y una cofia blanca. Pessoa entendió de inmediato que se trataba de la tía abuela de Alberto Caeiro, y levantándose sobre la punta de los pies la besó en las mejillas.

No me fatigues demasiado a mi Alberto, dijo la viejecilla, su salud es muy frágil.

Se hizo a un lado y Pessoa entró en la casa. Era una amplia habitación, amueblada con simplicidad. Había una chimenea, un pequeño librero, una vitrina colmada de platos, un sofá y dos sillones. Alberto Caeiro estaba sentado en uno de ellos y tenía la cabeza inclinada hacia atrás. Era el director de la escuela Nicolás, su profesor de la preparatoria.

No sabía que Caeiro fuese él, dijo Fernando Pessoa, e hizo una pequeña reverencia. Alberto Caeiro, con un gesto de cansancio, le pidió que se acercara. Acérquese querido Pessoa, dijo, lo he llamado aquí porque quería que usted supiese la verdad.

Entre tanto, la tía abuela se acercó con una bandeja con té y pastelillos. Caeiro y Pessoa se sirvieron y  cogieron las tazas. Pessoa recordó que no debe levantarse el dedo meñique porque no es elegante.  Se ajustó el cuello de su traje a la marinera y encendió un cigarro. Usted es mi maestro, dijo.

Caeiro suspiró, después sonrió. Es una larga historia, dijo, pero es inútil que se la explique minuciosamente y en orden, usted es inteligente y también entenderá, aunque me salte algunos pasajes.  Solo sé esto, que yo soy usted.

Explíquese mejor, dijo Pessoa.

Soy la parte más profunda de usted, dijo Caeiro, su parte oscura. Por esto soy su maestro.

Un campanario, en el pueblo cercano, anunció la hora.

¿Y qué debo hacer?, preguntó Pessoa.

Usted debe seguir mi voz, dijo Caeiro, me escuchará en la vigilia y en el sueño, en ocasiones lo perturbaré, otras no querrán escucharme. Pero deberá hacerlo, deberá tener el valor de escuchar esta voz, si quiere ser un gran poeta.

Lo haré, dijo Pessoa, lo prometo.

Se levantó y se despidió. El carruaje lo esperaba a la puerta. Se había convertido de nuevo en adulto y le había crecido el bigote. ¿Dónde debo llevarlo?, preguntó el cochero. Lléveme al final del sueño, dijo Pessoa, hoy es el día triunfal de mi vida.

Era el 8 de marzo, y por la ventana de Pessoa se filtraba un tímido sol.

 

[i] N. T. Alberto Caeiro es uno de los heterónimos de Fernando Pessoa. Destacan además Álvaro de Campos (Arco de triunfo), Ricardo Reis (Odas) y Bernardo Soares (Libro del desasosiego).

 

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