Narciso Mendoza lee El maestro equivocado. La vida de Benjamín Rojas le parece cercana a inquietante. Difícilmente él se calificaría como un profesor posmoderno “jodido y regañado”; sino más bien como uno “cansado y sobreviviente”. La educación universitaria de principios del siglo XXI era mala en general, aunque aún tenía muchos de los elementos que la hicieron grande en el siglo XX, como su afán universal, su intención generadora de conocimientos, su entrega a mundos mejores. Ahora, el influjo del neoliberalismo, la versión renovada del capitalismo, salvaje y cruel, ha dejado universidades públicas afanadas en que sus clientes, perdón, sus alumnos, hagan “cositas”, sean “emprendedores”, se “adapten” al mercado laboral, universidades que formen mano de obra desclasada dispuesta a trabajar en condiciones propias de la Revolución Industrial, pero con la idea de que son pequeños burgueses y no los proletarios a quienes tanto temen y tanto asco producen a sus pulcras vidas compradas en abonos.
Narciso Mendoza que durante gran parte de su vida ha cargado con el estigma de llamarse como “el niño artillero”, reflexiona en lo difícil que es juzgar los tiempos pasados con categorías actuales, o los actuales con pasadas. Su apelativo, que le ha dado un sentido muy afinado del ridículo, también lo hizo adentrarse en la historia y enterarse que nada menos que uno de los libertadores y padres de la patria mexicana, el generalísimo don José María Morelos y Pavón, formó un batallón del ejército con niños de entre ocho y 16 años, a quien llamó “Los Emulantes”. Incluso los asesinos nazis solo reclutaron niños cuando los soviéticos estaban a las puertas de su capital para partirle el hocico a su ridículo y criminal “Reich de los mil años”. Piensa Mendoza que si las tropas mandadas por el hijo del cura de Carácuaro eran normales en una época de mortandad y semiesclavitud, el futuro para los niños actuales, educados en la televisión y encerrados en sus casas en épocas de pandemia seguramente es aterrador.
Narciso Mendoza, ya bien instalado en la tercera edad, con un montón de trabajos acumulándose en sus grupos de Classroom, con docenas de peticiones engordando sus carpetas de correo institucional y con sesiones interminables en Zoom con internet pésima, lee cómo El maestro equivocado vislumbraba que esta realidad podía ser uno de los futuros del modelo educativo, pero que en el fondo, Benjamín Rojas era un romántico que pensaba que la situación hace una veintena de años era ya tan mala que no tenía más opción que mejorar. Pero de repente, la realidad se le hace pesada y no ve futuro alguno; pensó que el nuevo presidente sería la respuesta, pero no ve más en él que a un viejito necio y conservador, aunque procura no decirlo en público para que no lo confundan con los fachos que ahora salen con su tontería de vivacristorrey y a quejarse de un supuesto camino al comunismo que, por lo visto, pasa antes por Manhattan.
Narciso Mendoza, posapocalíptico, ve la manera en que con el pretexto de la pandemia, agravada indudablemente por un sistema capitalista que ha abandonado la salud pública, por una economía que basa todos sus índices en la ganancia y la producción, con un calentamiento global que es producto de ese mismo capitalismo que en las universidades se vuelve norma y que hasta en las instituciones públicas se entroniza y Mendoza ve la forma en que más y más docentes y directivos insisten en que “hay que ver lo que necesita el mercado” y en “hay que evaluar la calidad de los docentes” y “medir la satisfacción del alumno, no olvidemos que es el cliente” que, dicho en universidad pública, para el profesor sexagenario es como que le buitres le comieran el hígado, porque al igual que Rojas, él es un romántico y cree que la educación pública sirve para revolucionar, para traer luz.
Narciso Mendoza toma un trago más de su vaso de a litro comprado cuando fue a ver “Parásitos” en la época feliz prepandemia. Está lleno de una mezcla de Red Cola y leche que a él le sabe como a malteada. “¡Carajo! —exclama ante el vacío, ante la ventana, ante el mundo— si la gente de servicios escolares y las coordinadoras insisten en llamarme asesor, de negarme el estatus de profesor que me he ganado en casi cuarenta años frente al salón de clase (o ahora, frente a la computadora, piensa la parte cínica de su cerebro) al menos podré seguir tomando las bebidas que se me ocurran”.