A la memoria de Álvaro Aguilar-Ayón, su conciencia y su espíritu.
“El mundo vive el momento más peligroso de su historia”, ha dicho el principal intelectual estadunidense, Noam Chomsky, y su afirmación no puede ser más temeraria. Hoy a la crisis climática global se deben sumar el peligro de una guerra nuclear, la invalidez de los mecanismos democráticos (a Estados Unidos y a Brasil, habitados por más de 500 millones, los gobiernan dos seres dementes elegidos por sus propios ciudadanos) y el Covid-19. La pandemia no sólo ha puesto patas arriba al mundo; también ha colocado de rodillas a la humanidad por entero. La especie humana se ha arrodillado frente a un fenómeno imparable que casi alcanza un millón de víctimas y que como hemos sostenido, y ha quedado demostrado, ha sido una reacción de la naturaleza ante el conjunto de irracionalidades de los sistemas industriales de producción de alimentos, fuente última de las zoonosis. Al menos hasta que aparezca la vacuna, los seres humanos tendremos que enfrentar el temor a lo desconocido, como les sucedió a nuestros antepasados con el rayo, con las erupciones o con los terremotos. Todo el aparato hipertecnológico del mundo moderno ha quedado rebasado por los impactos de un ser invisible. Las máquinas han sido de nuevo vencidas por un organismo. ¿Hay alguna lección que aprender? Hay muchas, pero una es la central, la madre de todas las lecciones.
La civilización (industrial, tecnocrática, capitalista y patriarcal) que hoy domina buena parte del planeta se ha erigido sobre una base equivocada. Si algún atributo marca la evolución humana, ese es el de la comunalidad, la organización colectiva fincada en la ayuda mutua, en la solidaridad. Este rasgo no sólo permitió la supervivencia de la especie humana durante 296 mil años, sino que se considera una derivación lógica de la línea evolutiva trazada por las especies de animales sociales, un tema minuciosamente analizado por la sociobiología. La comunalidad, definida por P. Kropotkin (1907) como instituciones de ayuda mutua, estuvo presente a lo largo de la organización tribal, la comuna aldeana, los gremios, la ciudad de la Edad Media y hoy se mantiene como un foco de resistencia en las comunidades de las culturas indígenas y en las cooperativas (rurales, urbanas e industriales). La civilización moderna opera, en cambio, bajo una racionalidad que es el extremo opuesto. Se considera a la competencia entre individuos como el dogma mayor, una falacia construida a partir de una interpretación equívoca de la teoría de la evolución de Darwin que permitió justificar el despliegue de la propiedad privada, la concentración de la riqueza y el capitalismo.
Esta dicotomía sobre el significado de la organización social está a su vez íntimamente relacionada con dos concepciones radicalmente opuestas sobre la naturaleza. La comunalidad se finca en una idea sagrada de la naturaleza como entidad viva, como fuente de vida y receptora de los muertos, como la Madre Tierra. El mundo moderno derribó esa imagen y mediante la ciencia construyó una idea de naturaleza como sistema mecánico inanimado; una máquina a ser escudriñada, controlada, dominada y finalmente explotada. “Tanto el pensamiento animista como el mecanicista son metafóricos, afirma R. Sheldrake en su famoso libro El renacimiento de la naturaleza… pero mientras que el pensamiento mítico y animista se basa en metáforas orgánicas tomadas de los procesos de la vida, el pensamiento mecanicista apela a metáforas extraídas de maquinarias fabricadas por el hombre.” La idea de la conquista de la naturaleza es inseparable de la imaginería sexual, como han mostrado los estudios feministas, pero también de dos comportamientos totalmente opuestos.
Mientras los seres humanos aceptaron con humildad la existencia de un ente superior, producto de una intuición colectiva y fruto de una conexión directa con la vida misma, facilitaron el diálogo, la reciprocidad, la compasión y en consecuencia la hermandad que permite lo común. Es decir, espiritualidad (que no religiosidad) y comunalidad son inseparables. Bajo la pretensión de la conquista de la naturaleza en cambio el ser se tornó soberbio, y en su versión actual ( El lobo de Wall Street) individualista, prepotente, materialista y hedonista. En seres hechos para competir y vencer a toda costa, más allá de leyes, reglas, principios y escrúpulos. En maestros en el arte de la simulación y la mentira. Si el mundo está de cabeza y al borde del caos, ello se debe al dominio que estos seres sin espíritu ejercen día con día en todos los campos. Los de la economía, la política, la diplomacia, el ejército, la ciencia, la religión y la creación intelectual. Sólo los seres con conciencia salvarán a la especie. Ya lo están haciendo.