En los últimos meses nos hemos aficionado todos a la literatura científica. Nos sentimos a veces casi médicos, epidemiólogos concretamente, sabemos de virus, contagios, tratamientos, recursos de prevención, hemos leído docenas de artículos con estadísticas, conjeturas sobre la evolución de la epidemia. Como es un asunto grave, todos nos remitimos a los expertos, pero cada quien tiene a los suyos, y los expertos dicen, según cuáles, todo y todo lo contrario, de modo que sirven para aplaudir o para criticar lo que se quiera.
Sucede lo mismo en todas partes, en Estados Unidos o en Alemania, igual que en México. Los partidarios de un confinamiento más largo, más estricto, tienen sus autoridades: datos, modelos, estudios. Pero también los defensores de lo que se ha llamado la inmunidad de manada. Y los tendrán sin duda los que prefieren el desinfectante, como los tienen quienes niegan la existencia de la epidemia (en el origen de las protestas contra las medidas de prevención está la organización Médicos por la Verdad, fundada por Heiko Schöning, que solo en Alemania tiene más de 500 miembros: médicos).
El caso es que unos y otros se acusan de haber politizado la ciencia. O de actuar por motivos políticos, y no científicos. Y es verdad en todos los casos, y no tiene tanta importancia porque no tiene remedio.
La ciencia tiene un lugar privilegiado, una autoridad difícil de discutir. Por eso los gobiernos, todos, en situaciones como esta se remiten a los expertos, y aseguran que sus decisiones tienen un sólido fundamento científico. Y los críticos hacen lo mismo. El problema está en que esa autoridad corresponde más bien a una idea de la ciencia: exacta, indudable, definitiva, que tiene poco que ver con la práctica de la investigación científica. Lo que sucede hoy es que hemos entrado todos a saco en el taller, en el trastero, en busca de cualquier papel que dijera lo que necesitábamos leer; y hemos encontrado la ciencia a medio hacer: desordenada, errática, vacilante, pero sobre todo masiva —para mediados de julio, la biblioteca nacional de medicina de los EU contaba más de 30 mil artículos sobre el covid-19, todos de este año (la mitad, publicados como borrador).
La epidemia podría servir, puestos a ser optimistas, para que aprendiésemos a leer mejor los textos científicos. La dificultad no está en el lenguaje (aunque es verdad que escribir mal suele tomarse como indicador de calidad científica), sino en el sistema de filtros, prejuicios y sobreentendidos que organizan la publicación, y en los acuerdos implícitos que sostienen todo consenso. Si se seleccionase mediante un algoritmo de popularidad, uno terminaría leyendo sobre los Illuminati. Pero las revistas “de referencia” tienen sus propios sesgos, sus debilidades, sus puntos ciegos, y descontemos que dos terceras partes de los artículos científicos ofrecen una base empírica que no es posible replicar. Motivos por los que John Ioannidis dice que es difícil que la ciencia se corrija a sí misma. Desde luego, es lo mejor que tenemos, siempre y cuando no la tomemos por lo que no es, y no le pidamos lo que no puede dar.