A las 11 de la mañana del 16 de septiembre una comitiva sale de Dolores, la forman, según los optimistas, 600 hombres, y la acaudillan el cura del pueblo, llamado originalmente por sus exalumnos de la universidad de Valladolid, El Zorro, y los capitanes de las tropas territoriales Ignacio Allende, que tiene la nariz rota, Juan Aldama, Mariano Abasolo y Joaquín Arias, que iba en condición de chaquetero y espía de los realistas, que de todo hay en la tierra del señor. Llevan 16 prisioneros.
¿De dónde han salido 600 combatientes que van a iniciar una guerra? Para alzar ese número el cura debe haberse echado horas antes el subversivo discurso en castilla, pero para sumar a indios armados, con suerte con palos, piedras o cuchillos, debe haberles hablado en lengua. Pero esto las crónicas no lo cuentan, ni las realistas ni las insurgentes.
¿Cómo están armados los demás? El proveedor de la revolución, Epigmenio González, ha sido capturado en Querétaro y se perdieron los palos para las lanzas y la pólvora que le hicieron unos coheteros. Algunos rancheros traen escopetas y machetes.
Dos horas más tarde, al llegar a la Hacienda de la Erre, se les suman los hermanos Gutiérrez. ¿Cuántos son entonces? El rumor de que se han alzado va por delante. ¿Quiénes se hacen eco de él?
Ahí comen. ¿De dónde sale la comida? Sabemos que era carne asada. ¿De quién eran las reses? El ejército avanzará por el bajío expoliando a los ricos.
Hay registro de la frase de Hidalgo al dejar la hacienda: “Adelante, señores, Ya se ha puesto el cascabel al gato. Falta saber quiénes sobramos”. El cura tiene un lenguaje florido, la noche anterior ha dicho: “la cosa está jugada, vamos a coger gachupines”.
Al atardecer del 16 llegan a Atotonilco, marchan rápido, la mayoría a pie, unos pocos a caballo, los muy menos en burro o mula, como si de la velocidad y la sorpresa dependiera el destino. El cura entró a paso certero sabiendo lo que estaba buscando en la sacristía, como quien dice a tiro fijo. «De acuerdo a preconcebidos propósitos» tomó un óleo de «regulares dimensiones» de la virgen de Guadalupe, hizo que lo desprendieran del marco y lo pusieran en una cruceta de palo y saliendo lo ondeó ante la gente. Tumulto y júbilo. El ejército insurgente ya tenía bandera, una virgen morena, la virgen de los indios. Siendo un lienzo de madera, pesaba bastante y en la vanguardia de la insurgencia tenían que irse turnando sus cargadores.
Siguen siendo 600, pocos aún. Mientras la plebe iba entrando en San Miguel gritando mueras a los europeos, el cura Balleza que había aparecido a mitad de la calle con doscientos hombres se identificó como insurgente y sacerdote. Un oficial español lo interpeló diciéndole:
—Qué padre ni qué mierda, si usted fuera padre, no anduviera en estas picardías, vuélvase o le vuelo la tapa de los sesos.
No duró mucho la resistencia de los gachupines. Por cierto, que de cincuenta curas que había en San Miguel, cuarenta apoyaron la insurrección y varios se sumaron al nuevo ejército. ¿Quiénes son estos curas de pueblo ilustrados, independentistas, que hacen suya la causa de los pobres? También se incorpora el regimiento de dragones de la reina, que mandaba Allende. Pasarán dos días en San Miguel, y los jefes tratarán de frenar el saqueo de las propiedades de los ricos, con poco éxito.
Al amanecer del 19 de septiembre salen de San Miguel. Ya son seis mil los insurgentes, se han multiplicado por diez. La banda de los dragones de San Miguel va tocando marchas; luego en un apretado caos los soldados que habían desertado para sumarse a la insurrección en Guanajuato, Celaya y San Miguel, mezclados con grupos de rancheros a caballo y luego la plebe, indígenas con taparrabos o con tilma, con palos, piedras, hondas y muy pocas lanzas, algunos tambores que no paraban de resonar, haciendo que la marcha se oyera a decenas de kilómetros, y mujeres y niños que han abandonado las haciendas.
Van hacia Chamacuero, luego San Juan de la Vega. Hacia la noche llegan a las afueras de Celaya. Curas imperialistas habían recorrido la ciudad con sable y pistolón llamando al pueblo a armarse sin que la plebe les hiciera el menor caso. Los gachupines de la ciudad y las cercanías que se habían concentrado allí repartieron armas a los dependientes de comercio. El ejército popular los barre. Hay una escaramuza en Puerto de Calderones; los insurgentes se apoderan de una remesa de pólvora que iba hacia las minas.
El cura libera presos, reparte monedas, quema papeles que registran deudas, llama a anegar las minas, saquear las trojes, recoger las cosechas de maíz y trigo, jalarse el ganado vacuno y los caballos, pero también los cerdos y los chivos.
El cura es duro, durísimo. Señala hacia el sur, hacia la ciudad de México, que la mayoría de sus alzados no conoce, y dice cosas como: “Su justicia no es nuestra justicia.”
El 18 de septiembre avanzan hacia Querétaro, pero cambian la ruta. ¿Será un hueso más duro de roer que Guanajuato, donde puede haber aliados? Van hacia esta ciudad. Llegan a San Francisco Chamacuero donde dormirán. Una de las familias de ricos del poblado le da al ejército la enorme cantidad de 40 mil pesos como préstamos al pago de la independencia (curiosamente les retornarán su dinero 80 años después).
El 20 de septiembre pasan por Apaseo, luego San Juan de la Vegas y Santa Rita, cerca de Celaya a donde llegan el 21. Las autoridades huyen. Se les suma el regimiento provincial con todo y otra banda de música. Se dan los primeros nombramientos: Hidalgo capitán general, Allende teniente general. De nuevo hay saqueos de casas comerciales que los mandos no pueden evitar. Dar de comer a un ejército que dicen que ahora cuenta con 22 mil personas no es cosa fácil. Se requisa dinero que escondieron los españoles en el convento de Santa Brígida.
El 23 de septiembre pasan por el Guaje, llegan a Salamanca ese día. Se les suman rancheros armados. Entre ellos uno llamado Albino García.
En el camino a Guanajuato, Allende trató de hacer una descubierta de caballería para prever malos encuentros, pero los indios que iban adelante con el estandarte guadalupano y su eterno tamborilero al lado, le dijeron que la bandera primero, luego los indios que la custodiaban, luego el cura y luego los caballos, que nada de andarse adelantando. Allende les explicó para qué servía hacer descubiertas, pero los portadores del estandarte que no deberían andar de buenos humores porque el lienzo pesaba mucho, le dijeron que se fuera al carajo. Allende intentando evitar confrontaciones consultó con Hidalgo, quien le sugirió que si quería hacer la descubierta diera un rodeo. Que para qué meterse en líos con el nuevo orden de las cosas.
El 27, en la hacienda de Jarapitío, se dice que ya son cerca de 50 mil. ¿Quiénes dicen? ¿Quién los cuenta? Y esa es la abigarrada suma de hombres, mujeres y niños, porque esto de la independencia y la abolición de las castas y mandar al olvido la esclavitud y la cárcel y las hambrunas y los miedos y las injusticias, es para muchos.
El 28 de septiembre llegan a Guanajuato pasan por la venta de la Purísima, el Estanco del pulque, luego a Marfil donde un cura gachupín les dispara desde la terraza de su casa y al llegar al rio de los Conejos lo encuentran seco, repleto de piedras de canto rodado, las mejores para arrojar, porque vuelan lejos y mejor con honda. Esas serán las armas fundamentales en el asalto a la Alóndiga donde se han fortalecido 600 realistas armados con fusiles. Esas piedras, según los testigos, muy pronto oscurecerán el cielo.
¿Por qué contar la historia de estos 12 días, aparentemente inocentes e irrelevantes en la historia de México, en los que no hay grandes batallas, no hay trascendentales discursos, no se registran importantes definiciones políticas? Porque explican bien porque muchos de nosotros preferimos hablar de Revolución de independencia y no de guerra de independencia cuando nos referimos a ella. Manque le pese a los timoratos.