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Jueves, Noviembre 07, 2024

Aunque han transcurrido 34 años del terrible siniestro en la planta nuclear de Chernóbil, está muy vigente la estela de devastación, muerte y enfermedades que ocasionó.

Ucrania y Bielorrusia son los más perjudicados y deben continuar lidiando con la peor herencia que les dejo la Unión Soviética.

Desde luego integra el listado de los más grandes desastres ambientales de la historia.

Los materiales radiactivos y tóxicos expulsados por la explosión del reactor Nº 4 fueron 500 veces mayores que los provocados por la explosión de la bomba atómica lanzada en Hiroshima en 1945; detectados en unos quince países europeos.

Dado el tiempo transcurrido se podría pensar que esta tragedia es parte del pasado, pero no es así. Miles de personas, especialmente ucranianos padecen los efectos por exposición directa a distintos niveles de radiación; y otros tantos como consecuencia de malformaciones hereditarias.

En 2016 se inauguró el nuevo y gigantesco sarcófago de más de 30 mil toneladas de peso que pretende aislar los restos de la planta que continúan emitiendo radiación –y lo harán por mucho tiempo. Su costo fue de más de 1.500 millones de dólares. El plan es que para 2023 se consigan destruir las viejas estructuras y materiales contaminados confinados en el sarcófago.

Toda esta locura desatada aquél fatídico 26 de abril se le atribuye al “error humano” ocurrido durante un rutinario día de funcionamiento de la planta.

Supongamos que se construyera una planta atómica en nuestro país o si consideramos las plantas argentinas Atucha I y II (en funcionamiento a solo 80 km de Nueva Palmira), en el hipotético caso de que sufrieran el peor accidente nuclear, podrían afectar la salud de las personas y el ambiente en un radio de hasta 500 kilómetros alrededor del reactor siniestrado. Si se tratara de Atucha la radiación podría llegar fácilmente a territorio uruguayo. Pero si se tratara de una usina atómica uruguaya, casi sin importar su localización en nuestro territorio lo contaminaría en su totalidad.

Cuando se posee plantas atómicas la probabilidad de un accidente es solo parte del problema. Sin necesidad de que ocurran, la opción nuclear para la producción de energía eléctrica incluye un grave problema de muy difícil solución: el almacenamiento seguro y definitivo de los residuos radiactivos generados por su funcionamiento.

Cuando una nación decide recurrir a esta tecnología sabe que ella trae “bajo el brazo” el “paquete de los desechos”; es un camino sin retorno, y una pesadilla heredada a las futuras generaciones. Cuando dejan de operar la o las centrales atómicas de un país, sus depósitos altamente radiactivos seguirán siendo vulnerables y peligrosos por milenios.

Lo que queda claro es que las reiteradas promesas de la gran seguridad técnica que implica el uso de esta tecnología no son de recibo, cuando se intenta planificar los destinos de nuestras sociedades a largo plazo.

Basta que suceda lo que “nunca iba a ocurrir” –como en Chernóbil y Fukushima- para comprobar la mala decisión que fue correr el riesgo, aunque este se presentara como mínimo.

Los errores enseñan bastante más que los aciertos.    

  

 Columna publicada en el diario El País de Montevideo el 19/8/2020

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