Proyecto para una revolución en Nueva York

Leo nuevamente la novela Proyecto para una Revolución en Nueva York, del francés Alain Robbe-Grillet. La escribió en 1970. Yo la leí por primera vez cuando cursaba el cuarto semestre de la carrera de Comunicación. En este libro el autor narra una profecía, que a la vez era una fantasía erótica y de soledad. El personaje de este cuento clásico es Nueva York, la ciudad emblemática estadounidense por excelencia. El escritor transformaba el espacio urbano neoyorkino en un laberinto que seguía la lógica de una película entrecortada a través de un nimbo de drogas y alcohol. La trama del libro citado era un ensueño sádico que actualmente tiene un alarmante parecido con lo que pasa en todo Estados Unidos. De lo anterior se desprende la absoluta necesidad de drogas por una parte de la sociedad estadounidense. Este libro al que me refiero se quedó muy corto en sus profecías.

Miedoso

Siempre he sido muy miedoso. No me avergüenza aceptarlo. Cuando trabajé en el Hospital Francés en ocasiones cubría el turno nocturno. Una noche sí y otra no. Una de mis tareas consistía en instalar los tanques de oxígeno para los enfermos que así lo requirieran. Cuando llegaba al nosocomio, lo primero que hacía era desear que no falleciera paciente alguno. No porque yo fuera muy piadoso sino por miedo. Cuando alguien fallecía tenía que llevarlo a un sitio conocido como “el descanso”. Este lugar estaba en la parte trasera del nosocomio. Cerca de allí estaban la residencia de los médicos y la lavandería. Por las noches la débil luz de un foco apenas iluminaba el lugar. Todo estaba en silencio. Llevaba al difunto con un miedo tremendo. Tenía que dejarlo en medio de un amplio salón y colocar algunos candelabros. Prendía la luz, con prisa centraba la camilla y salía corriendo, muchas veces sin apagar la luz. Una de esas noches, después de dejar al difunto en ese lugar, caminaba lo más aprisa que podía hacia la zona de hospitalización. De pronto se prendió una caldera. Me asusté de tal manera que corrí desesperadamente. Al llegar, una de las enfermeras me preguntó qué pasaba. Agregó que seguramente quienes estaban en las gavetas del forense tenían mejor color que yo. No me hizo gracia alguna su comentario. Mi hermano menor, que en ocasiones tenía que llevar los cadáveres al descanso, me decía que él por lo menos les rezaba un padrenuestro. Yo no siquiera un Ave María.

Micol

Acabo de ver nuevamente la película El Jardín de los Finzi-Contini, dirigida por Vittorio de Sica, ambientada en la época de Mussolini, y basada en un libro de uno de los escritores italianos más representativos del siglo XX, Giorgio Bassani, quien afirmó que su religión era la libertad. Uno de los personajes de la novela era Micol, representada en la película por la actriz francesa Dominique Sanda, uno de mis tantos amores platónicos de la juventud. Vi la cinta por vez primera en una de las programaciones iniciales de la llamada Muestra Internacional de Cine, cuyas películas se exhibían en el desaparecido cine Roble, a principios de los setenta, de gratos recuerdos. Durante esa época vi excelentes películas, sobre todo de los directores italianos: Scola, Passolini, Bertolucci, Fellini, Bellochio, Rossi, Pontecorvo, la Wertmüller (cuyo verdadero nombre era Assunta, como la Modotti), Monicelli, Antonioni y Visconti, entre otros, quienes dirigieron verdaderas joyas cinematográficas. Tiempos colmados de nostalgia que hoy, en la flor de mi vejez, vale la pena recordar.