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Jueves, Mayo 16, 2024

En 1989 empezó el calvario de Salman Rushdie. Ese año, el Ayatola Jomeini le declaró una fatwa. El motivo: lo acusó de estar en contra del islam, del Profeta y del Corán por escribir una novela llamada Los versos satánicos. A partir de entonces el escritor se vio forzado a vivir escondido. Para propósitos de seguridad, se pidió a Rushdie elegir un alias. Adoptó los nombres de sus dos escritores favoritos. Así nació Joseph Anton.

Poco después de la sentencia, una reportera de la BBC lo llamó para comentarle, entre otras cosas, que su vieja vida había terminado y que se iniciaba una nueva y más oscura existencia. Además, le preguntó cómo se sentía al saber que había sido sentenciado a muerte. Antes de contestar Rushdie pensó: “soy un hombre muerto”.

Como producto de esta amenaza de muerte nació su libro Joseph Anton. Memorias. Está escrito en tercera persona y es un recuento de los momentos más significativos de su vida errante a partir de la fatwa en su contra, mezclada con las etapas de su infancia y juventud; sin olvidar sus diversos matrimonios, sus amigos y los peligros que enfrentaron los editores y traductores de Los versos satánicos.

También expresa sus opiniones acerca de la odisea intelectual y personal de un escritor. Incluye una sorprendente gama de temas: la literatura de los maestros clásicos y de los contemporáneos de Rushdie; la política del colonialismo y las ironías de la cultura; el cine, los políticos, el Partido Laborista, el fundamentalismo religioso, el prejuicio racial y la belleza de la imaginación y de la libre expresión. Asimismo escribe sobre los problemas que tuvo para viajar en avión, ya que muchas aerolíneas rechazaban que Rushdie viajara en algunos de sus vuelos por temor a un ataque yihadista. Al mismo tiempo, su libro representa una de las más cruciales batallas de nuestro tiempo por la libertad de expresión.

El texto abarca la historia de los diversos cambios de domicilio para garantizar su seguridad; de la triste separación de su hijo Zafar para protegerlo de la violencia; el asesinato del traductor al japonés de Los versos satánicos y del ataque que sufrió el traductor del citado libro al noruego; de los problemas y las amenazas que sufrieron los editores del libro, a quienes les valió la condena de los extremistas religiosos.

Obviamente escribe sobre sus años en Cambridge, en donde “hizo las cosas usuales: creó amistades, perdió su virginidad, aprendió a jugar al misterioso juego de cerillas que aparece en L'année dernière à Marienbad, jugó una melancólica partida de croquet con E.M. Forster el día en que murió Evelyn Waugh”. Recuerda que dejó la universidad en junio de 1968. Que en abril de 1981 se publicó Hijos de la medianoche. Que le llevó casi 13 años empezarlo, ya que durante ese tiempo escribió inaguantables cantidades de basura.

Algo que quizá muchos ignoran es que, después de salir de la universidad, Rushdie trabajó como redactor de tiempo parcial en una agencia de publicidad, dejándole tiempo para terminar su libro Hijos de la medianoche. Una vez que el libro se publicó, “decidió que había llegado el momento de renunciar a su trabajo, por muy lucrativo que fuera. Tenía un hijo pequeño y el dinero sería escaso, pero necesitaba hacerlo. Le dijo a su esposa de ese momento que tenían que prepararse para ser pobres. El éxito comercial del libro, algo que ninguno de los dos había esperado, cuando llegó lo sintieron como una recompensa por su voluntad conjunta de saltar de la seguridad a la oscuridad financiera”.

En el libro, vuelve una y otra vez a Los versos satánicos. Al respecto señala, siempre en la voz de la tercera persona: “cuando un libro deja el escritorio del autor aquel cambia. Incluso antes de que alguien lo haya leído, antes de que ojos distintos a los de su creador hayan contemplado una sola frase, está irremediablemente alterado. Se ha convertido en un libro que se puede leer, que ya no pertenece a su autor. Ha adquirido, en cierto sentido, libre albedrío. Hará su viaje por el mundo y ya no hay nada que el autor pueda hacer al respecto”.

En este sentido, más adelante agrega, “Los versos satánicos se habían ido de casa. Su metamorfosis, su transformación por su compromiso con el mundo más allá del escritorio del autor, sería normalmente extrema. Escribir un libro es hacer un contrato fáustico a la inversa. Para ganar la inmortalidad, o al menos arruinar, tu vida real.” Por desgracia, debido al extremismo religioso, esto fue lo que sucedió. Transformó su vida cotidiana y la de sus seres queridos.

Uno de los temas centrales que aborda es la libertad, Y “para ser libre -escribe- había que hacer la presunción de libertad. Y una presunción adicional: que la obra de uno sería tratada como si hubiera sido creada con integridad. Y también era necesario saber que los países en donde los escritores no hacían esas presunciones, inevitablemente se deslizarían, o ya habían llegado, al autoritarismo y a la tiranía. Los escritores en las partes no libres del mundo no estaban simplemente proscritos, también vilipendiados”.

En otra parte de su extenso libro, Rushdie se refiere al éxito de sus enemigos, quienes usan las modernas tecnologías de la información para difundir ideas retrógradas: “Lo moderno se había vuelto contra sí mismo a favor de lo medieval, al servicio de una visión del mundo que desagradaba a la modernidad misma: modernidad racional, razonable, innovadora, secular, escéptica, desafiante, creativa, la antítesis de la fe mística, estática, intolerante y embrutecedora.”

También en Joseph Anton Rushdie expresa comentarios sobre sus lecturas. Por ejemplo, la lectura de El obsceno pájaro de la noche, del escritor chileno José Donoso, libro que trata acerca de la demolición del yo. “En su vulnerable estado mental, probablemente no fue una buena elección. El título se tomó de una carta escrita por Henry James a sus hijos Henry y William, que sirvió como epígrafe de la novela: Todo hombre que ha llegado incluso a la adolescencia intelectual comienza a sospechar que la vida no es una farsa; no es ni siquiera una comedia refinada; sino que, por el contrario, florece y fructifica desde las profundidades trágicas de la escasez esencial en la que están hundidas las raíces de su sujeto. La herencia natural de todo aquel que es capaz de vivir la vida espiritual es un bosque indómito donde aúlla el lobo y parlotea el obsceno pájaro de la noche.

El libro de Rushdie incluye algunas cartas, cuyos destinatarios son, entre otros Dios y la religión. Obviamente nunca se enviaron, pero sirvieron para que el autor de Harum y el mar de las historias expresara sus opiniones sobre la libertad: “El corazón es lo que es y no sabe de puntos cardinales. La necesidad de libertad, como la inevitabilidad de la muerte, es universal. Puede no preexistir, siendo una consecuencia de nuestra humanidad esencial, pero no es negociable”.

El volumen que se reseña contiene algunas anécdotas. Por ejemplo, que, en Berlín, el diario Tageszeitung realizó una campaña titulada “Cartas a Salman Rushdie”. Esas cartas se reimprimirían en dos docenas de periódicos en Europa y el continente americano. Y que en esta tarea contribuirían Peter Carey, Günter Grass, Nadine Gordimer, Mario Vargas Llosa, Norman Mailer, José Saramago y Wlliam Styron, entre otros grandes escritores. El caso es que cuando Carmel Bedford llamó a Margaret Atwood para pedirle que escribiera una carta, al respecto Atwood dijo, “Oh, Dios mío, ¿qué podría decir?” A lo cual Carmel con férrea audacia irlandesa, respondió “usa tu imaginación”.

Para no provocar conmiseración por la sentencia a muerte decretada en su contra, Rushdie se refiere a otros escritores que fueron perseguidos por expresar sus ideas, a quienes ha considerado como sus guías. “Él no era, después de todo, el primer escritor en estar en peligro, secuestrado o anatemizado por su arte”. De tal manera que pensaba en Dostoyevsky quien, frente al pelotón de fusilamiento y luego, tras la conmutación de su sentencia en el último minuto, tuvo que pasar cuatro años en un campo carcelario, y Genet recitando imparablemente su obra maestra violentamente homo-erótica Nuestra Señora de las Flores en la cárcel. El traductor francés de Le Versets Sataniques, no dispuesto a utilizar su propio nombre, se había llamado a sí mismo "A. Nasier" en honor del gran François Rabelais, que había publicado su primer libro, Pantagruel, bajo el seudónimo anagramático de “Alcofribas Nasier”. También Rabelais había sido condenado por la autoridad religiosa; la Iglesia católica no había podido soportar su abundancia satírica. Pero fue defendido por el rey Francisco I, alegando que su genio no podía ser reprimido. Eran los días en que los reyes podían defender a los artistas porque eran buenos en lo que hacían.

El ataque a él y a su libro, le hizo recordar que, en la Inglaterra del siglo XVII, Matthew Hopkins, el "buscador general de brujas", desarrolló una prueba para detectar la brujería. A la mujer acusada le ataban piedras a los pies o la sujetaban a una silla y luego la arrojaban a un río o a un lago. Si flotaba, era una bruja y merecía ser quemada; si se hundía y se ahogaba, era inocente. En este sentido, la acusación de brujería equivalía a menudo a un veredicto de "culpabilidad". Ahora era él quien estaba en el crisol, tratando de persuadir al mundo de que los criminales eran los buscadores de brujas, no él.

En una sección de su libro titulada Instantáneas de México narra que aquí pudo dar a conocer su libro y hablar sobre la libertad de expresión, y ver las reliquias de los sangrientos aztecas y la casa de Frida Kahlo y Diego Rivera en Coyoacán y el sitio en donde el asesino Mercader clavó el piolet en el cráneo de Trotsky, y pudo participar en la feria del libro de Guadalajara en compañía de Carlos Fuentes.

Menciona que todos los escritores y lectores saben que los seres humanos tienen identidades amplias, no estrechas, y fue la amplitud de la naturaleza humana lo que permitió a los lectores encontrar puntos en común y puntos de identificación con Madame Bovary, Leopold Blum y el coronel Aureliano Buendía.

Había muchas personas que no querían que se abriera el universo, -señala en otra parte del libro- que preferirían, de hecho, que se cerrara un poco, y por eso, cuando los artistas iban a la frontera y empujaban, a menudo encontraban fuerzas poderosas que los rechazaban. Y, sin embargo, hicieron lo que tenían que hacer, incluso a costa de su propia comodidad y, a veces, de sus vidas”.

Durante muchos años Rushdie quiso regresar a su amado país, pero se enfrentaba a la negativa de las autoridades. Así sucedió en el caso del islam. Este hito es la llamada Hégira, la migración del profeta Mahoma (571-632) y sus seguidores desde la ciudad de La Meca a Medina, ambos en la actual Arabia Saudita. Y el autor de El último suspiro del moro recuerda que “el poeta Ovidio fue enviado por César Augusto a un pequeño infierno en el Mar Negro llamado Tomis. Allí pasó el resto de sus días rogando que le permitieran regresar a Roma, pero nunca se le concedió el permiso. Así que la vida de Ovidio quedó arruinada, pero su poesía derrotó al Imperio Romano. El poeta Mandelstam murió en uno de los campos de trabajo de Stalin, pero su poesía sobrevivió a la Unión Soviética. El poeta Lorca fue asesinado por los matones falangistas del Generalísimo Franco de España, pero la poesía de Lorca sobrevivió al régimen tiránico de Franco. Sería necesaria una lucha mucho más larga antes de que se pudiera decir que la era de las amenazas y los temores ha llegado a su fin”.

En lo que Salman Rushdie pensaba que la fatwa se había cancelado, en uno de sus últimos párrafos escribe: “Más de trece años después de que la policía entrara en su vida, dieron media vuelta y salieron de ella. La brusquedad del comentario le hizo reír a carcajadas”.

Una carcajada que años después se convirtió en una mueca de dolor, incredulidad y desesperación.

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