Los fracasados se rodean de fracasados. Los fracasados cuentan con los dedos de una mano a sus amigos triunfadores, cuando los tienen. De pronto los miran con asombro, de pronto no se los explican. Y todo fracasado se ha preguntado si no le gustaría ser como ese amigo suyo triunfador. Porque, curiosamente, el fracasado, en su más acuciante intimidad, sabe que, de planteárselo, lograría lo que se propusiera. En lo suyo. Salvo que él prefiere irse de bruces en ese abismo, su abismo, ese que él mismo ha ido escarbando en torno suyo.
Los fracasados se rodean de fracasados porque entre sí se miran a los ojos, como para descubrirse a sí mismos, porque unos a otros se nutren de sus derrotas —que a veces admiten con sorna y a veces con dolor; nunca con amargura—, aunque no saben cómo darse aliento. Porque es como si se dieran aliento a sí mismos, y nadie puede darse respiración de boca a boca.
El fracasado es un rebelde hiperestésico —apuntaría Luis Antonio de Villena—, en todo se equivoca, en todo comete excesos. Lo jala la vida por el lado pedregoso. Y no es que le urja ponerse a prueba; más bien el fracasado quiere demostrar continuamente que es un fracasado porque él ha tomado ese camino. Le urge demostrar su competencia, demostrarla para que aún sea más relevante su fracaso. Pensemos en los artistas. En un artista. Lo que a otros les cuesta mucho esfuerzo lograr, él lo obtiene con sólo una línea, una frase musical, un trazo. Por supuesto que un fracasado jamás lee lo que se opina de su vida o de su obra, y no sólo porque en ese momento dejaría de ser un fracasado sino porque, de ser favorable lo que hablan de él, se hincharía de petulancia, y, él lo sabe, no hay nada más repulsivo que un artista adiposo de soberbia, y porque, de ser desfavorable aquel comentario sobre su obra —él lo sabe—, para qué leerlo. Si lo último que a él le interesa es superarse. Un verbo que sólo les interesa conjugar a los triunfadores, es decir a los mediocres.
En algún momento de su vida, el fracasado tiene que demostrarle al mundo que es fracasado por voluntad propia, y el único modo es con obra. No hay nada más detestable que un fracasado pusilánime, aquel que se lo pasa ufanándose de sus proyectos literarios, musicales, o lo que sea, y que jamás ha escrito una línea, que jamás ha compuesto una pieza, que jamás ha pintado un cuadro. Que culpa a las mafias, a la cerrazón de los medios culturales, a la injusticia, a que él no puede publicar, exponer, estrenar, porque carece de carisma. Ese tipo de fracasado es de dar risa. Es un hombre que culpa a la mujer de su disfunción eréctil.
Dan risa. Hay fracasados que llevan las cosas hasta el punto de que, están convencidos, provocarán la hilaridad ajena. Estos fracasados son respetados, casi venerados. Provocan el escarnio generalizado porque así lo han decidido, para hacer aún más sangrante la derrota. Se tiran desde lo alto en traje de payaso. Como si por eso el golpe doliera menos. Aunque en la caída arrastren risas.
Hay un instante de tal prodigio en la música que quien lo escucha se torna santo. Por un instante –ese instante— se torna vacío. Su espíritu lo abandona. No se colma, como si se alimentara de un gran poema. A eso aspira el fracasado. A vaciarse por completo. En aras de sí mismo.
marzo 6, 2012