Acapulco, el puerto eterno, el destino icónico, el paraíso que un chilango descubre casi de manera obligada en la infancia, se cuela en la memoria como un verano inagotable. Para muchos, este rincón del Pacífico fue, y sigue siendo, el primer contacto con el mar, con esa vastedad de agua salada y arena que se graba en la piel. La experiencia es tan brutal y a la vez tan simple, que resulta inolvidable. Así comenzó mi historia con el puerto, en un primer viaje familiar a los nueve años, ese instante en que el sol era una promesa y el mar una aventura. Pero donde hay sol, tarde o temprano llegan las nubes.
Sol y Nubes en la Bahía: Los Primeros Encuentros
En esa primera visita, el puerto mostró sus dos rostros: uno dorado y otro oscuro. En el día, el sol brillaba intenso, las olas eran un juego y el calor, algo casi festivo. Pero pronto, el mar, como si tuviera otro ánimo, se cobró su cuota. Recuerdo cómo mis padres tuvieron una experiencia brutal, de esas que un chilango, poco acostumbrado al océano, podría encontrarse en un abrir y cerrar de ojos. Y es que Acapulco puede ser amable, pero también puede ser implacable; así lo descubrimos cuando tuvimos que correr a una sala de urgencias, donde el puerto me mostró que aquí se viven tanto los paraísos como los infiernos.
A pesar de eso, Acapulco siguió siendo un lugar de refugio. Claro, no sin reservas: la zona turística, con sus playas abarrotadas y su Costera Miguel Alemán, siempre me incomodó. La costera repleta de hoteles, la basura que se apilaba como si fuera parte del paisaje y la multitud, como enjambre, dejaban un sabor extraño. Un rincón paradójico, atractivo y denso a la vez.
Un Regreso Cambiante: Entre la Belleza y el Caos
Volví a Acapulco años después, como quien enfrenta un recuerdo agridulce. Esta vez, el puerto era distinto. Al regresar, noté una transformación que iba más allá de la modernidad y el progreso turístico. Era la sombra de la guerra contra el narco que se había extendido por todo el país y que aquí se sentía especialmente fuerte. La costera, que alguna vez fue un sitio vibrante, tenía esa vibra de tiempos pasados. El “Acapulco Viejo”, con su centro y sus comercios antes célebres, ahora era un cascarón, con locales cerrados y algunos edificios deteriorados. Parecía una escena de guerra; las zonas más modernas, como la famosa Zona Diamante, tenían presencia militar y guardias armados en vehículos artillados. Acapulco, el de las revistas y las postales, había cambiado, y en ese cambio entendí lo profundo de sus claroscuros.
Nueva Luz: El Deporte y el Renacer de un Vínculo
Pese a los retos y al caos, en Acapulco encontré de nuevo el encanto en algo inesperado: el deporte. Participar en triatlones y maratones de aguas abiertas, donde nadar en el Pacífico era una mezcla de libertad y respeto absoluto, me dio una visión diferente. El mar y el puerto adquirieron otro tono cuando los atravesaba nadando o corriendo por sus calles y costas. Acapulco, en su contradicción, era tanto un espacio popular como un santuario de adrenalina y conexión física. Ese volver a recorrerlo, entre la bahía y el mar abierto, siendo picado por medusas, sintiendo el oleaje o desafiando la corriente, fue lo que me hizo sentir un vínculo renovado y profundo.
Vivir en el Puerto: Las Historias No Contadas y la Complejidad del Territorio
Un día me encontré viviendo en el puerto. Ya no era el turista esporádico ni el visitante en busca de sol; ahora conocía el otro Acapulco, el que no aparece en los folletos ni en las guías turísticas. La historia del puerto —la real— estaba en el Fuerte de San Diego, en los miradores solitarios, en las cuevas con pinturas rupestres. Aquí había pasado una larga historia de comercio y cultura que no se muestra de un vistazo. Aprendí a disfrutar de su gastronomía más humilde, de sus miradores y de su arquitectura de época, una que permanece casi oculta entre los edificios nuevos. Acapulco era otra cosa.
Pero vivir en el puerto también significaba enfrentarse con los problemas estructurales de la ciudad: la corrupción, la contaminación, los desastres naturales. Cuando llegaban tormentas y huracanes, el drama era siempre el mismo: los más desfavorecidos, los olvidados, se llevaban la peor parte. Incluso había divisiones entre los propios acapulqueños, un racismo arraigado entre los de piel morena, negra y blanca. Los locales veían a los chilangos con desconfianza, mientras que nosotros, visitantes o residentes temporales, también nos quejábamos del caos local.
Un Segundo Hogar: El Puerto y Sus Contrastes Eternos
Al final, Acapulco se transformó en algo más que un destino. Entre el caos de la Costera y la calma de sus miradores, entre los gritos de los vendedores y la calidez de la gente, Acapulco se convirtió en un lugar con una extraña apertura, donde cualquiera puede encontrar un hogar. Aquí los locales reciben a todo el mundo, como si los forasteros fueran parte esencial de su vida cotidiana.
Para mí, Acapulco será siempre una especie de paraíso incómodo, de cielo nublado y soles resplandecientes, una eterna dialéctica entre lo bello y lo siniestro.