Creo que es algo normal en nuestro crecimiento y comprensión del mundo: mientras más envejecemos, más pesimistas nos volvemos. Parece que la razón, en su forma más cruda, en lugar de darnos esperanza, termina por destruirla. Esta fue una lección que aprendí durante un viaje a Acapulco con mi escuela, y es la historia que quiero contar hoy.
El viaje ocurrió en 2012. Yo atravesaba una etapa profundamente melancólica que me impedía ser sociable. Tenía pocos amigos y no albergaba sueños propios. Así fue como entré a la universidad, adoptando un estilo de vida nocturno. Me despertaba tarde, abandoné mis únicos pasatiempos —leer y correr—, y me concentré simplemente en sobrevivir, de la manera más solitaria posible.
En ese tiempo, la escuela necesitaba reunir dinero para comprar vestuario para los alumnos del taller de danza regional, que era lo único que, según yo, funcionaba bien en la institución. Para lograrlo, decidieron organizar un viaje escolar, con la idea de generar ganancias a través del hospedaje y el costo del transporte. Muchos de mis compañeros estaban emocionados y compraron sus boletos casi de inmediato. Para ellos, era la oportunidad perfecta de viajar a la playa con amigos y relajarse un poco. Para mí, era una oportunidad para finalmente conocer a otras personas.
Pagué el boleto sin ninguna expectativa clara. Lo que sucediera me daba igual. El día del viaje llegó antes de lo esperado, y yo aún no me sentía preparado para compartir un autobús con 55 desconocidos. Mis padres me llevaron a la escuela de madrugada, listos para el inicio del trayecto. Mientras los demás se mostraban entusiasmados y preparados, yo me sentía fuera de lugar, abrumado por una vergüenza profunda.
El camión arrancó y, a los pocos minutos, algunos estudiantes ya habían comenzado a beber. Eran las 7 de la mañana, y varios de ellos estaban ebrios. Intenté dormir, pero fue imposible. Sentía cada bache, cada tope, cada curva del camino. En un momento de cansancio, imaginé que el camión caía por un acantilado, precipitándonos al vacío, hacia un abismo sin fondo. Por un instante, la idea de morir y desaparecer no me parecía tan aterradora. Pero, por supuesto, eso no ocurrió.
Llegamos a Acapulco, y el lugar se reveló ante nosotros como un paraíso. La playa, apenas visible desde la distancia, brillaba bajo el sol del mediodía. Las olas resplandecían, rompiendo suavemente con su espuma blanca sobre la arena. El calor era intenso pero soportable. Bajamos del camión y nos dirigimos a nuestro hotel, un modesto alojamiento de tres estrellas justo frente al mar. Nos distribuyeron en habitaciones, y me tocó compartir dos camas matrimoniales con tres compañeros. Parecían tipos agradables, así que me limité a sonreír y hablar lo justo. Formamos lo que parecía un cuarteto perfecto: cada uno con su rol bien definido. El mío, como siempre, era el del chico tímido. No me molestaba, prefería seguir ese papel para no desentonar.
Nos tomó un buen rato decidir salir del hotel para conocer la costa. Finalmente, salimos caminando por la zona hotelera, en busca de algún antro al que entrar. Caminamos bastante, de un lado a otro, pasando frente a bares y discotecas. Sin embargo, después de tanto andar, regresamos al punto de partida: la entrada del hotel. Nos miramos, incrédulos, incapaces de decidir a dónde ir.
Justo en ese momento, apareció el profesor de danza saliendo del hotel. Llevaba una camisa desabotonada con dibujos de palmeras e islas, y su cabello estaba rígido por el gel. Encendió un cigarro, y al vernos, lanzó una mirada de reojo. “¿Van a salir?”, preguntó. Creo que uno de mis compañeros respondió con un tímido “Sí”, aunque las palabras parecieron quedarse suspendidas en el aire. Todos guardamos silencio mientras el maestro daba una larga calada a su cigarro, se quitaba las gafas de sol y nos miraba a los cuatro, como si estuviera a punto de decir algo importante.
Vengan conmigo, voy a ir con los maestros un antro que ya conocemos”, dijo el profesor. Sin pensarlo mucho, decidimos seguirlo. Caminamos todos juntos, y en el trayecto se nos unieron más compañeros, hasta formar un grupo compacto de unas 15 personas o más. Al llegar al antro, nos pidieron que mostráramos nuestras credenciales. Tras verificarlas, nos dejaron entrar. El lugar estaba apenas iluminado, con una pista de baile en el centro. A esa hora, el sitio estaba casi vacío, mientras la música estruendosa vibraba junto a las luces de colores que colgaban del techo.
Pedimos cervezas y empezamos a beber. Yo me sentía como un capullo recién nacido, vulnerable y fuera de lugar. Todos parecían tan adultos, mientras yo me veía a mí mismo como un pollito indefenso. Así que hice lo que creí necesario: bebí. Bebí sin parar, intentando parecer mayor o, al menos, lograr que los demás parecieran menores a mis ojos. Cerveza, vodka, whisky… todo lo combiné. Solo quería embriagarme, desinhibirme, sentirme libre. Quería vivir.
El antro, que antes estaba vacío, comenzó a llenarse. Pronto, decenas de cuerpos sudorosos se mecían al ritmo de la música, en una especie de frenesí colectivo. La pista se transformó en un caos de movimientos bajo una luz espectral. Del techo comenzó a caer espuma, cubriendo a todos, empapándonos hasta los huesos. Esto encendió aún más los ánimos, y el calor en la sala se volvió sofocante. A mi lado, alguien tambaleó, tropezó y cayó pesadamente sobre un sillón antes de vomitar. Un hedor repugnante invadió el ambiente, pero nadie pareció prestarle atención.
Decidí que era el momento de armarme de valor y bajar a la pista. Ahí estaba la verdadera fiesta. Algunos bailaban en pareja, otros en grupos. Por primera vez en mi vida, deseé pertenecer a uno de esos grupos, dejar de lado las inhibiciones y perderme en el momento. Me olvidé de las reglas, de lo correcto e incorrecto, y me dejé llevar.
De repente, sentí que alguien me empujaba por la espalda. Al darme vuelta, vi al profesor de danza, despeinado y empapado de sudor. En una mano sostenía un vaso vacío, mientras con la otra apretaba con firmeza el trasero de una de mis amigas. Se besaban con intensidad, sus cuerpos enredados en un abrazo desesperado. Sus lenguas jugaban entre sí, sus ojos estaban cerrados, y una de las manos de ella estaba peligrosamente cerca de su entrepierna.
Salí del lugar tropezando con todo a mi paso. En mi mente no podía dejar de ver esas lenguas luchando, enredándose. Imaginaba cómo subían a su cuarto y tenían sexo. De alguna manera, la idea me asqueaba: él era casado, ella tenía 19 años. Era demasiado para mí. Tal vez fui demasiado duro con ellos, tal vez el problema no era suyo, sino mío. Quizás era como un anciano anticuado, deseando ser como ellos, pero sin el valor para hacerlo.
Al día siguiente, todos despertaron tarde. Nos reunimos con los maestros y tuvimos un taller sobre sexualidad. Qué ironía. Después del taller, decidí caminar solo hasta la playa y me senté en una silla. No pasaron ni diez minutos cuando una mujer se acercó para cobrarme 50 pesos por usarla. Le pagué, sintiéndome como un completo idiota. Me veía a mí mismo como el pollito inofensivo más estúpido y pateado del mundo.
La tarde fue cayendo lentamente sobre el mar, y las luces comenzaron a encenderse a lo lejos. Volví a mi habitación y la encontré vacía. Todos los demás estaban en el mismo lugar que la noche anterior, entregándose los unos a los otros. Borrando esa fina línea que separa a dos personas. Cerré los ojos y me dejé llevar por el olvido, pero no soñé esa noche. Al día siguiente, me desperté muy temprano.
Regresamos a nuestro pueblo. Dejé el taller de danza y olvidé los nombres de aquellos con quienes había viajado. Sin embargo, nunca pude olvidar esas lenguas gemelas.