De todos los paraísos que he perdido en noventa años, el Acapulco de los años 40 y 50 me parece el más doloroso.
A tal grado me enamoré del puerto de las maravillas, que ocupa todavía un sitio privilegiado en mi memoria, al lado de la Ciudad de México y de la bahía de Monterey, California, y sus alrededores.
Estos paraísos perviven en mi corazón. Acapulco tiene en él una de sus tumbas.