César Labastida Esqueda está triste por la situación en el estado de Guerrero, en México, particularmente por el Puerto de Acapulco. La fuerza de dos huracanes, Otis (2023) y John (2024), en menos de un año no sólo hicieron evidente la vulnerabilidad del lugar de descanso más emblemática del país, dejando constancia de la consabida desigualdad, pobreza y violencia, sino que, además, ha puesto al puerto, antes paradisíaco, ante la disyuntiva de continuar y nuevamente florecer o por desgracia, desaparecer.
César ve una foto, del centenar que tiene en álbumes que dejaron sus padres, donde se encuentra con su familia en la playa de la Condesa, en Acapulco. Allí, César es un niño con un traje de baño poco flexible, que mira a la cámara; atrás brilla el azul intenso de media mañana en la bahía, y el sol no da tregua, pero embellece el paisaje; él y sus tres hermanos sonríen a su padre que antes de dar click a la Kodak de siempre, les dice que se junten, mientras la arena invade sus pies y los comienza a quemar.
Acapulco era para César, como para muchos habitantes de la Ciudad de México (entonces Distrito Federal) las esperadas vacaciones. Los padres, tíos o abuelos ahorraban por meses para darse la licencia y lujo de ir a la playa. Y esa casi siempre fue alguna de las costas de ese paradisíaco lugar.
César piensa ahora en aquellas cosas que significó para su vida el puerto de Acapulco:
— La sorpresa de ver volar por los cielos a un clavadista en medio de una cumbre rodeada de rocas y caer limpiamente al mar.
—La noche interminable de los años setenta en discotecas, congales, antros y lugares de espectáculos.
—Correr por la costera al atardecer con cientos de personas que practicaban deporte.
—Cruzar en una pequeña embarcación con fondo de cristal, de Caleta a la isla de la Roqueta.
—Las quemadas en la espalda, pecho y piernas, curadas con polvos y cremas.
—El agua de horchata en las cenas mexicanas.
—La huerta y su ambiente paradójico: cosmopolita y barriobajero.
—El desayuno con huevos en todas sus formas, recitados por los meseros: “rancheros, a la mexicana, con jamón, al gusto…”
—Los sopes de Puerto Marqués.
—Los deportes en la playa.
—Continuar nadando, toda la tarde en la alberca del hotel, después de haber ido a la playa.
—Los turistas de todo el planeta deslumbrados por el puerto y hablando su lengua.
—Las borracheras y sus consecuencias en barras libres del Yate fiesta.
—El amanecer en el Cama-arena.
—Los hoteles del magisterio con alberca y comidas incluidas cuando existía el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación.
—Las colecciones de conchitas.
—Los retenes militares para llegar al puerto y la malteada en la Vaca negra cerca de Iguala.
—Los “ligues” en cientos de discotecas que llegaron a existir.
—Las puestas de sol en Pie de la Cuesta.
—La visita a las lagunas cercanas.
—Subir a las muy pobladas montañas.
—El atraco en el Fuerte San Diego.
—Las casas y leyendas de Cantinflas, Luis Miguel o Johnny Weissmüller.
—La visita a un sastre que realizaba trajes combinados para hombre
—Los viajes con amigos.
—“El Acapulcazo”, que alguien proponía en el remate de una fiesta, ebria de alegría.
—Los vendedores de mangos o artesanías en la playa.
—Las lunas de miel, en el que el mar no no se veía.
—La sonrisa franca de los acapulqueños.
—Las amistades efímeras en las albercas.
—Los tiempos compartidos de otras épocas.
—Los “Todo Incluido” que llegaron después y prometían pachanga interminable.
—La cáscara de futbol en la playa o en césped mojado.
—Escuchar a Bienvenido Granda, en su última etapa en un bar.
César Labastida mira detenidamente cada una de las instantáneas del álbum familiar donde se custodian miles de recuerdos de aquel Puerto en Guerrero y con los ojos humedecidos por espuma de mar, convoca a la nostalgia.