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Jueves, Noviembre 07, 2024
  1. Caracol, caracol, caracolito, saca tus cuernos al sol

Un niño fue a pasearse y cuando llego al campo, en un claro arroyito, vio pecesitos nadando; tambien dentro del agua, la rueda de un molino, y un puente de madera que da al patio vecino…”

Así comenzaba la letra de una de las canciones que con frecuencia cantábamos en el kindergarten y cuya melodía aún recuerdo. Pensar en ella o tararearla trae a mi mente ¿o a mi corazón? una gran sensación de paz y sencilla alegría. No cabe duda que la experiencia educativa primera de mi vida, como tal vez la de muchos más, estaba fuertemente impregnada de música y baile. “Cantos y juegos” se llamaba la actividad que realizábamos al menos tres veces de la semana y que era una de las que más se disfrutaban. Entrábamos en fila al salón asignado para eso, un simple jacalón con techo de lámina acanalada y decorado con figuras multicolores de cartón, en el que estaba dispuesto al fondo un piano. La entrada ya era al compás de alguna marcha o canción festiva, a cargo del Maestro Alfredo, el pianista de cabecera de nuestro Jardín de Niños, que a su vez llevaba el nombre de un pianista célebre, a quien parece que debía la donación de la vieja y maravillosa casona de Coyoacán en que se encontraba instalado: Ricardo Castro.

 

Pasábamos de una canción a otra -no podía faltar alguna de Cri-Cri, que también escuchábamos en casa- de una coreografía a otra, simpre con el fondo del piano, la voz conductora de nuestras maestras y algún otro instrumento de acompañamiento que nos tocaba ejecutar a los niños: panderos, cascabeles, campanitas, triángulos…. Al final, la salida, otra vez en fila, al acorde de aquella “Caracol, caracol, caracolito, saca tus cuernos al sol…” La música era quizá la más importante de las actividades lúdicas y de la interacción grupal de nuestras mañanas. Era como el alma de ese Jardín de Niños.

 

  1. En la vida todo tiene un ritmo rata-plan

La escuela primaria, menos lúdica y más formal, tenía menos música…aparentemente. Las actividades regulares dedicadas a la educación y a la sensibilización musical no eran en realidad una parte importante ni en la curricula ni en la práctica cotidiana de nuestra escuela. Si algún virtuoso de la música salía de esa generación de estudiantes no sería por la instrucción musical de aquella época. Pero la música aparecía de otras maneras y formaba parte importante de nuestra experiencia escolar y nuestra socialización en esos años.

 

Por ejemplo, en los llamados concursos de fonomímica (nunca más en otro contexto volví a oír el término), que era uno de los eventos más esperados del año por los alumnos, por muchos de los profesores y hasta por algunos padres y madres de familia, que se alistaban entre el público. Los legendarios toca-discos servían de fondo para la realización de silentes movimientos con la boca de los concursantes, imitando a los intérpretes originales. Los tres finalistas de cada grupo se subían al templete, ataviados con disfraz o simplemente con el deslavado uniforme escolar de las ocasiones especiales, mientras el resto de los alumnos llenaban las viejas butacas plegadizas y se dedicaba al disfrute de las piezas que ese año entraban al concurso, en “voz” de sus compañeros. Allí aparecían de nuevo las melodías de Cri-Cri y algunas otras destinadas a la infancia (no faltaba alguna de Las Ardillitas de Lalo Guerrero),) pero también las canciones de moda “para adultos” y alguna que otra sorpresa. Así conocí la Rapsodia Húngara No. 2 de Lizst, uno de mis primeros contactos con la música clásica, que fue puesta en escena por una “orquesta sinfónica” infantil con instrumentos de cartón; así tuve también mi primer contacto con el ingenio creativo de Les Luthiers.

 

Los concursos corales eran otra parte de la música en la primaria. En el sexto año se volvió todo un acontecimiento escolar la preparación de un numeroso coro de inquietos cantantes para presentar su versión del “Canto a la luz”, una canción de Alberto Lozano, cantautor que en esa época se había vuelto popular a través de los cortes televisivos del Canal 5, con guitarra en mano, melodías alegres y buenos textos. En nuestro contexto esa música quedó inmortalizada para la posteridad y fue el medio para la expresión musical de ese puñado de entusiasmados adolescentes.

 

  1. Imagine all the people living life in peace

La escuela secundaria nos abría un nuevo horizonte y la música iba a ser parte importante de ese descubrimiento, aunque no por la vía de la formación musical formal. También en esa fase los cursos de educación musical fueron siempre escasos e irregulares; nunca supimos de Vivaldi más de lo que decía de su vida la estampita de las papelerías; no se cumplió con el requisito de aprender solfeo ni con el consabido dominio de un instrumento musical, típicamente la flauta de pan, que veíamos que llevaban en sus mochilas todos los estudiantes de las secundarias vecinas. No, la música fue entonces más bien el acompañamiento que hacía de unos inquietos adolescentes, personas capaces de sentarse plácidamente al acorde de su música favorita, socializar de una manera diferente, expresar sus intensos sentimientos juveniles y canalizar sus embelesamientos amorosos.

 

La vida escolar tenía su propia música. Además de los ensayos para los concursos corales y de fonomímica, y de las tablas gimnásticas con fondo musical repetidas hasta el hartazo, era común escuchar las marchas de la banda de guerra de la escuela, que estaba en entrenamiento permanente, de modo que cuando yo decidí incorporarme a formar parte de dicha banda, atraído por el ritmo de sus tambores y la sonoridad de sus trompetas, ya me sabía de memoria la mitad de las notas y las tenía listas para los festivales, desfiles y ceremonias. Vitalidad, eso era sobre todo lo que aquélla sonora música de pocos tonos -tan asociada comúnmente con la disciplina marcial y las expresiones patrióticas- lograba transmitirme. Y agitar las baquetas del tambor para escuchar su rítmico sonido era una especie de terapia hipnotizante y festiva.

 

En esa etapa, sin embargo, la música llegaba a la escuela sobre todo de fuera: en las voluminosas reproductoras de cassettes que algunos llevaban para presumir la grabación de la canción de moda tomada de alguna estación de radio, con todo y “profesionales” efectos de sonido (léase interrupciones de voz y comerciales truncos); en los acetatos de rock o de música disco que se intercambiaban con los cuates con la advertencia de “no te los vayas a quedar porque son de mi hermano”, o en los tarareos que ensayaba algún exalumno que se aparecía en las actividades deportivas de los sábados, con todo y guitarra, y con actitud de conquistador. La muerte de John Lennon, en los últimos meses de mis estudios de secundaria, desencadenó una nueva ola de beatlemanía en los jóvenes de esa época, que motivó un intenso acercamiento a la música de los Beatles, con todo un mundo por descubrir para quienes no lo habíamos hecho antes: “She loves you, yeah, yeah, yeah…“, “All you need is love, love, love”, “Imagine all the people living life in peace…”, no parábamos de escuchar una y otra vez esas canciones, en el radio o con discos LP, de acuerdo a lo que nuestro presupuesto nos permitía.

 

Habrían de seguir los conciertos de Queen y de otros grupos de música pop y rock en inglés, que volvían a presentarse en estadios y auditorios mexicanos, después de la sequía post-Avándaro de los años setenta. Las conversaciones juveniles de esa época se nutrían de esa cultura musical, fundamentalmente anglosajona.

 

 

  1. ¿Quién te cantará…?

La llegada a la escuela preparatoria tenía deparada una fuerte presencia musical para mí, como para muchos jóvenes de ayer y hoy. Por una parte, los tres años del bachillerato estarían llenos de fiestas en las que la música y el baile jugaban un papel central. ¿Cómo no iba a ser así?

 

Pero la socialización preparatoriana estaba cargada de más música. Los encuentros de amigos antes de entrar a clases, en los ratos libres y a la hora de la salida, eran rigurosamente acompañados de la música que ávidamente descubríamos los jóvenes de aquel entonces. Se escuchaban, tarareaba y aprendían de memoria las letras de las canciones de José José (las recién salidas y, por extensión, la discografía completa), que inspiraban nuestro romanticismo y eran el acompañamiento perfecto para ligues, noviazgos y desencuentros amorosos. Se reproducían los cassettes de música continua para el baile con las canciones de moda, con Billy Joel, Elton John y los Bee Gees a la cabeza. Los más versátiles disc-jockeys incorporaban en las fiestas a Rubén Blades con Pedro Navajas y alguna canción de El Tri. Una vez al año tenía lugar un concurso de la canción, con participación de alumnos y alumnas que se arriesgaban a presentar música de su propia creación. Era todo un acontecimiento socio-cultural y alborotaba la tribuna.

 

Pero además, la estudiantina escolar, bastante activa y con buena aceptación entre los jóvenes clasemedieros de ese entonces, así como las noches coloniales de los sábados en el verano, formaban parte importante del paisaje preparatoriano. Quienes no participaban directamente en la estudiantina, tenían algún amigo, novia o pretendiente que sí lo hacía y se convertían en voluntarios acompañantes para su audición sabatina, y ya de paso, se quedaban a escuchar a otros grupos preparatorianos, zamparse unos sopes y “conocer gente”. Las estudiantinas alternaban en su repertorio las típicas canciones españolas de rondalla (“por el vino me quedé sin pelo, me dicen el despelón”), las clásicas del bolero y la música romántica latinoamericana (piezas de Alvaro Carrillo, Consuelo Velázquez o Agustín Lara, que dejaban de ser entonces “música aburrida de los papás”) y adaptaciones de la balada romántica de moda: “¿Quién te cantará con esa guitarra, quién la hará sonar cuando no esté yo, quién te hará el amor?” -entonaban las estudiantinas -“Yooooo” - contestaba el juvenil público.

 

  1. Te doy una canción si abro una puerta

La vida en la universidad era difícil imaginársela sin música. Una parte de la formación y también de la convivencia tenía forma de conciertos, “tocadas” y tarareos. Siempre estaba abierta la posibilidad de acudir a un concierto gratuito en el auditorio con alguna orquesta de cámara, un coro, una soprano, un trovador, una folcklorista, un grupo experimental o una banda de jazz. Nuestra cultura musical se diversificaba.

 

El acercamiento a los movimientos sociales, la retrospectiva a la Revolución Cubana, las brigadas informativas sobre la pizca del café en Nicaragua o la venta solidaria de productores rurales de Oaxaca venían con frecuencia acompañados de las piezas musicales de Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Víctor Jara, Oscar Chávez, Los Folkloristas o Joan Manuel Serrat, cuyas letras complementaron nuestra educación formal, galvanizaron nuestra sensibilidad y enriquecieron nuestro universo poético. “Te doy una canción si abro una puerta…” se escuchaba en las inmediaciones de la cafetería, y el fin de semana, en las reuniones de compañeros para estudiar, discutir o simplemente socializar, ya estábamos de nuevo cantando a Silvio. Las canciones de protesta social se alternaban con los cantautores-retro en inglés (Cat Stevens, Jim Croce, Bread….) y el rock de todos colores y sabores.

 

Pero también estaban los conciertos al aire libre en las instalaciones de la universidad, más improvisados, festivos y con un cierto aire de rebeldía. Esos conciertos, que a veces eran más bien “tocadas” espontáneas, nos prendían y nos ponían a cantar, gritar y bailar en los jardines al ritmo de Botellita de Jerez o de uno de los últimos conciertos que habría de dar Rockdrigo González antes de su trágica muerte por el temblor de 1985. Los músicos ejecutaban -y alborotaban- sobre el estrado desmontable, las paredes de los edificios universitarios retumbaban y las gargantas de los estudiantes sentados en el pastito se desgañitaban: “Alarma, alármala de tos; uno, dos, tres, patada y coz”.

 

Cuando dejamos la universidad, con notas en el trasfondo de un conjunto de mariachis que seguramente algún grupo de egresados habría traído para la ocasión, nos despedimos también de un tiempo y un espacio llenos de música para nosotros. Se acabó el estudio; pero que siga la música. Fanfarria.

Sacapuntas

Carlos Fernández Vega
Epigmenio Ibarra
Pedro Salmerón Sanginés
Michel Foucault

El timbre de las 8

Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández

La Clase

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Laura Gabriela Rodriguez Andalon
Héctor Aguilar Camín
Héctor Aguilar Camín
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Maruan Soto Antaki
Lev M. Velázquez Barriga
Luis Hernández Navarro
Mónica Flor Sánchez Pérez

Usos múltiples

Mentes Peligrosas

Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández
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Tarea

Mario Benedetti
Gabriel Humberto García Ayala
“pálido.deluz”, año 10, número 156, "Número 156. Discursos y poder: el debate inflado, infame y reiterativo sobre los Libros de Texto Gratuitos. (Septiembre, 2023)", es una publicación mensual digital editada por Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández, calle Nextitla 32, Col. Popotla, Delegación Miguel Hidalgo, Ciudad de México, C.P. 11420, Tel. (55) 5341-1097, https://palido.deluz.com.mx/ Editor responsable Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández. ISSN 2594-0597. Responsables de la última actualización de éste número Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández, calle Nextitla 32, Col. Popotla, Delegación Miguel Hidalgo, CDMX, C.P. 11420, fecha de la última modificación agosto 2020
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