Cuando Felipe Wong llegó a la cantina ninguno de nosotros seis estaba realmente borracho. Quizás Darío lo parecía, pero ese brillo caliente de sus ojos y ese derroche de movimientos y ese contrapunteado monólogo de mimos y maldiciones que murmuraba al oído de los dados no era sino evidencia de la exaltación que el juego prendía en él habitualmente.
Después de mascullar un saludo –que nadie se molestó en contestar- Felipe arrastró una silla y se acomodó en un extremo de la mesa, al margen del gabinete. A pesar de su natural hieratismo –después de todo era hijo de padre chino-, en un parpadeo del juego pude notar que venía hondamente contrariado. Y nadie lo invitó a participar en la jugada porque sabíamos –al menos así supusimos hasta esa noche, víspera del funesto día- que Felipe era invulnerable a la tentación de los juegos de azar. En una ocasión había comentado: sólo los zánganos tienen necesidad de jugar las copas al cubilete.
Darío había perdido ya la primera ronda de copas, y era un inminente candidato a perder la segunda. Su mano, impregnada de óleo, agitó con violencia el vaso de cuero; los cinco dados rebotaron adentro con un cloqueo asordinado. De pronto su mano se frenó, y con un movimiento letárgico posó el pequeño tonel en el centro de la mesa de granito, sin arrojar los dados. Todos, excepto Felipe, saltamos en protesta, risas, imprecaciones. Uno de los muchachos exclamó entre dientes: ¡Ya empezó el teatro! Enfatizando su actitud desdeñosa, Darío se levantó para despojarse del saco, deshizo el nudo de la corbata y frotó sus manos de falsificador, inclinando su sonrisa sibarita hacia Felipe, quien no levantó la mirada de la servilleta de papel en donde anotaba una serie de cantidades con pulcros números de ingeniero.
-No hay más que una emoción comparable a la del juego: cuando cierras la puerta del cuarto y te quedas a solas con una mujer a quien acabas de conocer en una exposición... Pero eso no lo comprende la gente que tiene mercurio en las venas.
Y dio un amistoso empellón a Felipe sin conseguir distraerlo del crucigrama de sus cálculos.
Ahogado en la mano de Darío, el cubilete fue una ráfaga ocre abanicando con frenesí; luego el golpe seco contra la mesa, y casi al mismo tiempo la intrépida maroma que arrojó los dados sobre el granito gris: ¡tres reyes!, saludados por una salva de exclamaciones. Con el mismo cubilete Darío arrebató los dados inútiles. Se repantigó en el asiento exudando confianza, bebió un gran sorbo de su gin & tonic, encendió un cigarro alargando cada uno de sus gestos, y sin desviar su mirada maniquea del fósforo que había apagado con la primera bocanada de humo, disparó una de sus características bravatas.
-...Y si alguien duda que pueda yo hacer el caballo, que ponga en la mesa veinte papiros.
Yo no pude reprimir una expresión de casto asombro.
---¡Eres un pinche loco!
Darío me miró por encima del hombro.
-Si tienes ahí cien pesos, y los cojones en su lugar, te apuesto que en este momento está nevando en París, ¿va?
Menos mal que tratándose de Darío no resultaba indecoroso rehuir una apuesta. Sus proposiciones eran por lo común tan descabelladas, que tácitamente aceptábamos que él mismo no estaría muy dispuesto a consumarlas.
Uno de los muchachos deslizó dos billetes de diez pesos bajo el vaso de Darío... y los perdió. Darío había sacudido el cubilete varias veces; luego, con elegante destreza lo impulsó al aire haciéndole dar una vuelta completa con los dados inmóviles en su vientre rasposo, y lo retomó al vuelo para plantarlo bocabajo y deslizarlo por la cubierta hasta enfrente de mis narices. Con un gesto deferente me invitó a levantar el cuero: ¡un as otro rey!
Después de besar ruidosamente los dados, embolsó dos billetes, vació de un trago su vaso y palmeó con vigor de aleteo de gallo para llamar al camarero. Felipe había interrumpido sus cálculos; en silencio, con el ceño adusto, comprobaba las operaciones. Entonces Darío, en un esguince malabarista, le birló la servilleta de papel y la hizo una bola en su puño.
- ¡Deja de hacerte pendejo con tus numeritos! Si para contar las caras de un dado necesitas tu ábaco...
Todos esperábamos la sonrisa condescendiente de Felipe; pero sus párpados sin pliegues se contrajeron en torno a las rendijas iracundas de sus ojos.
- ¡No empieces a joder, por favor! Acaban de hacerme una chicana y no vengo para bromas.
Previendo un altercado ocioso, eché el brazo sobre los hombros de Felipe y lo insté con fraternal interés a que me confiara en qué había consistido la chicana. Con mansedumbre, sacó de su cartera un billete de lotería que tendió en la mesa.
-Mira... fui a ver a un cuate que me debía unos centavos, y el desgraciado me salió con que no tenía dinero; me pagó con este billete.
Seguramente Felipe se disponía a explicarme que no era una cuestión de dinero sino de conducta (todos sabíamos que él no necesitaba cien pesos, ni mucho menos), que lo irritante del caso consistía en haberlo forzado a jugar, a franquearle al azar la puerta de la esperanza. Pero la sonrisa de Darío -a quien no habíamos dejado de atisbar por el rabo del ojo- atajó la confidencia de Felipe. Igual que los demás quedamos en espera del inevitable alfilerazo. El canto de su mano alisaba sobre la mesa la servilleta tatuada con los pulcros números de ingeniero, sus dientes mordisqueaban la pequeña gárgola de su boquilla sin cigarro y dejaban colar breves rezongos aprobatorios.
-¡Claro, claro!... ¡Por supuesto! –Luego levantó su sonrisa mordaz-: como todos los espíritus timoratos, no eres capaz de arriesgar un solo cabello, pero sueñas con un millón de pesos caído del cielo... ¡Aquí esta, aquí está! –y su índice pistoneaba sobre el pedazo de papel- : un millón, menos el 15 por ciento del impuesto federal: 850,000 pesos... que colocados en cédulas hipotecarias, al 8 por ciento, produce una cristiana renta de 68,000 papiros anuales, o sea 5,500 al mes... No está mal para un ingeniero que ejerce sin título. Pero sería todavía mejor que invirtieras tu dinerito en algún lucrativo negocio de viuda, cómodo, sin riesgos, sin angustia; por ejemplo: instalar una magna empresa: Volteamos el cuello a su camisa vieja y zurcimos calcetines. Y de paso tendrías ocupada a la vieja bolsa de tu suegra.
La carcajada colectiva sacó de sus casillas a Felipe. (En realidad, fue la única ocasión que recuerdo haberlo visto desatado). De un zarpazo arrebató la servilleta y la rasgó en añicos. Aprovechando que en ese momento llegaba el camarero con una nueva tanda de copas, me tendió la mano con el propósito de retirarse. (Ojalá lo hubiera hecho; habría ganado un millón de pesos... y algo más). Pero Darío se había embarcado ya en su juego predilecto y no estaba dispuesto a dejarlo escapar. Antes de que Felipe pudiera rescatar su billete de lotería, la mano de Darío la escamoteó, haciéndolo ondear entre las risas alcohólicas.
-No te vayas mi querido mandarín. Tengo una generosa oferta para ti. Tómate un trago con nosotros; vamos a brindar por tu buena suerte y por mi muerte próxima. ¡Siéntate, hombre!, te va a encantar mi proposición...
Por desgracia, la prudencia de Felipe Wong afloró una vez más. Sólo yo me daba cuenta –y sin duda Darío también- del mal rato que estaba soportando. Sin embargo volvió a sentarse sin un asomo de malestar; estuvo mirando con tenaz impasibilidad cómo Darío acariciaba el billete, antes de doblarlo con devota unción y posarlo en el centro de la mesa.
-¡Lindo número! Trecemilseiscientosveintiuno, uno-tres-seis-dos-uno. Un trecemil que suma trece... Después de todo, la superstición en el juego es el último residuo de religión que nos queda a los profanos... : la esperanza de un milagro en cada vuelta de la fortuna.
Hubo una pausa. Tal vez todos sopesábamos las palabras de Darío. En Torno a nosotros pareció crecer momentáneamente el tintineo del vidrio, el fragor de las discusiones, el restallido de las fichas de dominó contra el mármol, el plañido tubular del cilindro callejero. Creo que en ese punto comenzó la borrachera de Darío. Tomó a Felipe por la nuca y pegó su frente a la del ingeniero.
-Míralo bien, San Felipe de Jesús...es un número predestinado; bien merecía el premio mayor...pero desventuradamente no saldrá premiado porque...porque fue a caer en unas manos negadas para la fortuna. Si ese cabalístico billete fuera mío, apostaría un millón de pesos a que salía premiado...Para violar a la diosa fortuna se necesita, además de un número predestinado, el hombre elegido. Y tú no eres ése... -Su dicción se embarullaba por momentos, en cambio su ingenio cobraba brillantez y agilidad-. Tú eres de los necios que creen merecer el premio mayor, y la primera vez que tienen un billete (por mero accidente) se ponen a garabatear cálculos ridículos para decidir cómo van a distribuir su millón de pesos. ¡Claro!, los necios no comprenden que para sacarse la lotería hay que ganar ese derecho. Es necesario dejar de comer, y pedir dinero prestado, y robar a un ciego para comprar un billete... Y es necesario padecer una interminable agonía durante todo el día, y durante toda la noche en vigilia, y durante todo el día siguiente, repitiendo un solo número a cada palpitación hasta que llega la hora del sorteo. Y es necesario maldecir y desgarrarse y morir de decepción cuando devoras la lista de premios con los ojos y con la ambición al rojo vivo... sólo para comprobar que no alcanzaste ni reintegro. Y esto cada semana, cada tercer día, durante diez, o veinte, o cien años... Entonces habrás ganado el derecho a sacarte un millón de pesos en la lotería...Comprende, ingenierillo de mierda, que hay un código secreto que rige la mecánica del juego, una ley misteriosa válida sólo para los espíritus que se han templado en la crisis fatal de la ruleta, que se han consumido en un segundo esperando un as, que han envejecido viendo esfumarse todo su pobre patrimonio en los belfos de un caballo... y que han admitido al fin, que lo único serio en la vida es el juego... ¡Pero tú... tú..
Darío bebió con tal avidez su gin & tonic, que estuvo a punto de tragar la corteza de limón. Un brutal acceso de tos congestionó su cara, y la lengüeta verde-amarillo salió disparada. No recuerdo si la asfixia provocó las lágrimas de Darío, o si ya asomaban antes del incidente. Lo que sí recuerdo, es que sus palabras habían transfigurado el semblante de Felipe. Fue, a decir verdad, la única vez que su actitud nos produjo cierto desconcierto. En cuanto a Darío se repuso, Felipe dejó caer sus palabras mesuradas con parsimonia oriental.
-Lo curioso es que a veces se saca la lotería alguien que juega por primera vez.
Y Darío respondió con la mirada aún lacrimosa fija en el trecemilseiscientosveintiuno.
-Es parte del código secreto del juego. Pero sería monstruoso que todos los días resultara favorecido un ente blanducho, obsecuente, ayuno de pasión... El juego, es decir, el riesgo, es una vocación de temperamentos viriles, un atributo de la terquedad, la rebeldía, el reto masculino. Por eso es difícil encontrar una mujer jugadora... Tal vez las lesbianas.
Pareció que se había acordado una tregua. Todos bebíamos y fumábamos en silencio como si presintiéramos el resuello de la tragedia que dos días después se tragaría a uno de los presentes. Hasta llegué a sentirme ridículo cuando recordé con sobresalto la frase de Darío: Vamos a brindar por tu buena suerte y por mi muerte próxima... Durante un buen rato me sustraje de la conversación, empecinado en desentrañar el sentido de sus palabras. De pronto vi ensombrecer la cara de Darío y su voz se revistió de sobriedad.
-...y para probarlo, apuesto mi vida contra tu suerte: ...si te sacas un millón de pesos, yo me suicido.
Todavía ahora no puedo explicarme por qué no estallamos en carcajadas. La propuesta era tan disparatada y al mismo tiempo tan cauta, que el individuo más pusilánime y menguado la hubiera aventurado sin derramar una sola gota de adrenalina. Apostar uno contra 40 mil, en un tono sombrío, sólo puede mover a risa... Sin embargo, todos arrugamos el ceño, intercambiamos miradas de azoro, dilatamos la respiración. Entonces Felipe se inclinó sobre la mesa, con todos los músculos en tensión, la mirada de guerrero mongol clavada en los ojos de Darío, la torturada tranquilidad del jugador -después de todo era hijo de padre chino-. Sus aletillas palpitaban y sus diez dedos se apoyaron rígidos en la mesa como si fuera a saltar sobre un ladrón. Luego tragó saliva.
-...Y si no le doy al premio mayor, ¿tú qué ganas?
Darío no se movía.
-Eso decídelo tú.
Y Felipe no lo pensó ni un instante, como si hubiera estado esperando ese reto durante años.
-Bueno... Tú apuestas atenido a tu suerte, pero yo cuento sólo con mis ingresos: si yo pierdo te entregaré la mitad de mi sueldo durante diez años. Gano 5,000 al mes.
Darío se tomó algunos segundos para contestar. Los demás estábamos de una pieza, sin osar intervenir en el duelo, cerrados en torno al 13621. Al fin apretó las quijadas y tendió su mano firme a Felipe, sin fanfarronería, sin aspavientos, actuando en consonancia con su repentino laconismo.
-¡Hecho! En realidad, creo que muy pocas vidas valen más de 300,000 pesos... aunque sea en abonos.
Y apuró un gran sorbo de ginebra, y encendió un cigarro, y respiró con dolorida amplitud. Todos hicimos otro tanto. (Probablemente los demás también se preguntaban si Felipe había llegado a saber que un poco antes de conocer a Margarita alguien la vio salir de un motel colgada del brazo de Darío). Después de un embarazoso silencio -cuando yo me disponía a despeñar una compulsiva risotada que coronara la broma- Felipe le ofreció su pluma a Darío.
-¿Quieres que formalicemos el trato con todos ellos como testigos?
Y Darío.
-No es necesario; un jugador auténtico se mea en los pactos por escrito: para nosotros el juego es una cuestión de honor.
Y Felipe.
-Pues yo me meo en el honor de los jugadores auténticos. ¡Caterva de rufianes! No viven del juego, sino de la trampa.
Y Darío.
-No estás descubriendo el agua tibia, mi viejo: desde que tus paisanos inventaron el juego, siempre ha ganado la mejor trampa... ¡Ah!, pero el día que se descubre tu trampa te lleva el carajo; pierdes el juego... y casi siempre la vida.
La sentencia de Darío pareció fulminar a Felipe Wong. Yo estaba tan cerca de él que pude percibir el estremecimiento de todo su cuerpo y un inmediato relajamiento apenas denunciado por su lengua que asomó para humedecer los labios polvorientos por la súbita resequedad. Daba la impresión de una total ausencia, parecía un sordomudo en un corro de ciegos parlanchines. (No obstante, yo era el menos indicado para calificar de exagerada la reacción de Felipe puesto que era el único que conocía la historia de su padre). Darío había tomado el cubilete y batía los dados con negligencia. Esforzándose por simular una despreocupación y una frivolidad muy ajenas a su ánimo, dejó caer la mano izquierda sobre el brazo de Felipe, intentando un fallido guiño canallesco. Su inflexión era otra vez la del borracho.
-Ahora voy a escenificar para ti la consagración de la trampa... Por supuesto que no conoces un jueguito que se llama La Mentirosa, ¿verdad? Claro que no puedes conocerlo: es un juego sólo para mexicanos... y tú eres fifty-fifty; eres primitivo como un chino nacionalista y aguado como un mexicano de cualquier ideología. Siempre sucede lo mismo con los mestizos: heredan la peor parte de sus ambos ancestros... (¿Se puede decir sus ambos?)... Pues La Mentirosa es un juego que sólo los mexicanos entendemos y somos capaces de practicar... As a matter of fact, lo jugamos a todas horas y en todas partes. ¿Sabes por qué?, porque es un juego en el que las mentiras se aceptan como verdades para tener derecho de seguir mintiendo, y consecuentemente la posibilidad de ganar... Pero para ti eso es más complicado que tomar con palillos una sopa de nidos de golondrinas, ¿verdad? Ahora voy a darte una demostración gráfica, apta para ingenieros... Pero antes, ¡que sirvan las otras!
Llamé al mesero y ordené lo mismo. De reojo vi que Felipe se recuperaba poco a poco. Todos vaciamos nuestros vasos en espera de la representación de Darío. Sacudió el cuero, lo golpeó de culo contra la mesa, luego lo estrelló bocabajo sobre el mármol, sin descubrir los dados, y susurró en la cara de Felipe.
-Aquí adentro hay tres ases... ¿Me crees? ¡Un momento! Si no crees que hay tres ases, lo dices, y levantas el cuero. Entonces, si hay menos de tres ases, mi mentira queda descubierta y salgo del juego. ¡Ah!, pero si aquí hay tres ases o más, eres tú quien se jode y se queda eliminado.
¿Entendido?... En cambio, si eres ladino y aceptas mi mentira, los dos seguimos jugando como buenos compadres.
-Sus labios iban de la sonrisa solapada a la contracción retadora-. Claro que lo más probable es que yo no tenga los tres ases que canté; pero en todo caso tú tienes derecho a mentir al que te sigue, y él tiene la obligación de creer tu mentira si quiere continuar en el fandango... y así sucesivamente. Ya ves: lo que conviene aquí, es creer las mentiras ajenas para permanecer dentro del juego. De otra manera, hay que tener muchos güevos para desenmascarar una mentira y exponerte a quedar fuera del banquete. Este es un jueguito muy socorrido en México... Claro que a la postre, las mentiras de todos han crecido tanto que terminan por ahogar a uno de ellos, y luego a otro, y a otro... Es el mecanismo de cualquier juego, ¿no es cierto?: al final todos son víctimas de un solo ganador... hasta que las víctimas se encabronan por tantas mentiras y... y estalla otra revolución. -Se volvió hacia Felipe, y durante un largo rato estuvo inmóvil, respirando por la boca, mirándolo a los ojos con esa mirada obsesiva, triste, fraternal, del borracho que ha sofocado sus inhibiciones, pero no su conciencia-. Naturalmente que nuestra apuesta nada tienen que ver con La Mentirosa, ¿estamos?...
Otra vez ofreció su mano franca a Felipe, y sobre el nudo huesoso de sus manos fueron cayendo una a una las nuestras para testimoniar el pacto.
Seguimos tomando durante un buen rato, pero una extraña desazón hacía tortuosa la charla.
Al salir de la Cantina La Opera todos volvimos a sentirnos borrachos. Incluso reímos de buena gana cuando uno de los muchachos apostó que era capaz de dibujar sus iniciales con el chorro de orines... Pero ya nadie quería saber nada de apuestas.
Y sucedió lo increíble, lo absurdo, lo pasmoso... lo que sucede con tanta frecuencia en la vida: ¡el número 13621 resultó premiado con un millón de pesos!
Esa noche, después de efectuado el sorteo, nos reunimos todos –excepto Felipe, claro está- en el estudio de Darío. Agotamos las invectivas, las conjeturas, las posibles soluciones, un litro de café y dos botellas de ron. Darío se veía desacostumbradamente pálido, apático, apachurrado, casi temeroso, con la cabeza caída en el respaldo del sillón. Unos minutos después de la una de la mañana, se quedó mirando la lámpara y dijo sin inmutarse: Está temblando...Suspendimos la conversación mientras la tierra trepidaba, las cuadernas del edificio crujían y las puertas oscilaban; todos los ojos incidían en la lámpara danzarina. En la cocina, un vaso se estrelló contra el piso. Al fin, nos miramos y sonreímos como tontos. Darío fue a cerrar la ventana para atenuar los gritos temblorosos de las mujeres. Mirando sus ojos reflejados en el vidrio, se dijo: Después de lo que ha pasado esta noche no me sorprendería que el mundo se acabara; me gustaría hacer una apuesta... si me quedara algo para apostar... Nadie tuvo ánimo para celebrar la broma. Todos estábamos en jaque, y no precisamente a consecuencia del intempestivo temblor, incidente tan familiar para nosotros. Entonces se apagó la luz... Y dos minutos más tarde apareció Darío, la cara cubierta por una máscara blanca de dientes uniformes y un entorchado cirio rojo en la mano. Dio varias vueltas por la habitación, goteando parafina en nuestras cabezas, y desapareció cantando con voz impostada: “O Fortuna... velut luna... statu variabilis... semper crescis... aut decrecis...vita detestabilis...” Regresó para pedirnos le permitiéramos oír por última vez, con la luz apagada, el poema de Carl Orff. Antes de que terminara Carmina Burana, salí a hurtadillas, sin despedirme de nadie. Eran las dos de la mañana.
A pesar de que el trayecto no era corto, decidí ir a pie hasta mi casa. En semejante situación no me sería fácil conciliar el sueño, y tal vez el cansancio de la caminata... Mientras caminaba con paso deshilachado memoricé de prisa los puntos acordados en la reunión, y deliberadamente me empeñé en reconstruir aquella conversación con Felipe; entrecerraba los ojos en un esfuerzo por visualizar el ambiente que él había apenas insinuado en su charla esquemática, insípida, reticente. Sentía a mi lado su cara aplastada, color encino, un poco mustia- esa cara en donde los ingredientes indio y chino se mezclaban en una proporción tan equilibrada que no hubiera llamado la atención en medio de una tribu de danzantes zapotecas ni en el presidium de una asamblea del Kuo-Ming-Tang –y su boca arriñonada murmurando en la oscuridad iluminada a intervalos desde los arbotantes, los incidentes de la última noche que vio a su padre, la noche que fue marcado con el hierro candente del juego... Una estancia espaciosa que parecía demasiado reducida, en un edificio deshabitado del callejón de Dolores -el tétrico callejón de Dolores. Calendarios de muchachas chinas, periódicos tapizados de grafía china, mapas de China, retratos de personajes chinos con una robusta trenza colgando de la nuca. Una parrilla y la tetera humeante. El grupo de momias cetrinas fumaban sus larguísimas pipas hundidas en el agua, encendiendo cerilla tras cerilla, sin mover los párpados. Y los jugadores de basalto con sus ojillos rectilíneos fijos en las cartas o en los disciplinados ejercicios de fichas negras y blancas sobre el tablero de Go. Todo diluido en una turbia luz azulosa. El niño Felipe no sabía si era el miedo o la curiosidad lo que oprimía su pecho. No pudo moverse del sitio en donde lo había dejado la mano de su padre antes de sentarse a la mesa con el sombrero hasta las orejas, el cuello abotonado, el cigarro con una pulgada de ceniza colgando de sus labios. “Fue la última vez que vi a mi viejo, y es así como lo recuerdo siempre”. De repente los murmullos se volvieron voces airadas, casi gritos. Felipe no comprendía nada; pero los párpados de los fumadores se abrieron, los brazos amenazantes de todos los jugadores rodearon la mesa de póker.
Una sola palabra retumbaba por todo el ámbito: ¡Fan-Pin! ¡Fan-Pin!, y el hombre sorprendido en trampa reculó hasta un rincón acosado por la turba que encabezaba su padre.
“Nunca olvidaré la cara de aquel infeliz cuando mi viejo y los demás le cayeron encima”... Felipe no tuvo oportunidad de preguntar siquiera; con desusada brusquedad su padre lo volvió contra la pared, le vendó los ojos con un pañuelo, y levantándolo en vilo bajó la escalera. “No te muevas de aquí”. Se sintió arrojado sobre un montón de escombros, oyó cerrar la puerta desvencijada, luego un sordo tropel escaleras abajo... luego nada. El miedo, el frío, el cansancio y la humedad vencieron su obediencia. Después de varias horas, desanudó el pañuelo, lamió sus raspones, y con lágrimas en los párpados se encaminó al hogar materno. Al día siguiente vio la noticia en los diarios: La Cruz Roja levantó en el tétrico callejón de Dolores el cadáver de un chino atravesado por un verduguillo. Y oyó decir que su padre había emprendido un largo viaje de negocios. Hasta muchos años más tarde se enteró que su viejo había sido aguador en Tampico, carpintero en Veracruz, cocinero en México; pero, sobre todo, su padre había sido jugador implacable, que una mañana apareció “misteriosamente” muerto en la estación ferroviaria de Hong-Kong...
Llegué a mi casa con un fuerte dolor de cabeza y los pies hinchados; preparé una taza de aromático té verde -regalo de mi amigo Felipe- e intenté enfrascarme en una novela policíaca en espera del día que no hubiera querido vivir jamás.
Acababan de sonar las diez de la mañana cuando Felipe llamó a la puerta. Aun cuando no estaba completamente dormido, un latigazo de todos mis nervios me tiró del sofá. Me levanté todavía atarantado, alise mis cabellos, me froté los ojos y tuve que poner una mano sobre la otra para poder abrir la puerta. Su expresión era la de todos los días, si acaso avivada por un remedio de sonrisa que no alcanzaba a despegar sus labios tenuemente terrosos como si viniera de besar a una estatua de yeso. Todavía con mi mano en la suya, se acercó a mirar mis ojos.
-Tienes los ojos muy irritados... ¿no dormiste bien? -y luego, con el mismo tono desangelado-. Gané la apuesta.
No me resultó difícil fingir una desmesurada sorpresa (ya que mi nerviosismo era irreprimible y legítimo). Lo Invité a sentarse mientras me cepillaba los dientes y terminaba de vestirme. Recuerdo que tuve necesidad de hacer hasta cuatro veces el nudo de la corbata.
En el café (los bísquetes me sabían a franela) me explicó -varias veces porque yo no ataba ni desataba- que había rentado una caja de seguridad en un banco, bajo un nombre falso, para depositar el billete número 13621. Ni siquiera su esposa sabía que a partir de esa mañana quedaba incorporada a la legión de millonarios que padece nuestro país... “Hasta que resuelva este enojoso asunto de la apuesta”. Cuando regresé de hablar por teléfono, encontré a Felipe excitado, risueño y hasta comunicativo. Después de algunos escarceos me pidió que le ayudara a encontrar la forma de comunicarle la pena de Darío, sin desdoro de su honor de auténtico jugador, pero que al mismo tiempo implicara un sacrificio proporcional a su soberbia.
Tal vez movido por un subyacente resentimiento en contra de Darío, le pregunté a boca de jarro.
-¿Tú crees que él te hubiera conmutado la pena?
Felipe se puso serio nuevamente.
-El precio era muy distinto... Sería estúpido de parte de él, y un crimen de parte mía, hacer efectiva una apuesta tan monstruosa.
Apuré de mala gana el café, y salimos en busca del Fiat del ingeniero Felipe Wong.
Casi no hablamos durante el breve trayecto. Estacionó su carro a la puerta del edificio. Desde abajo vimos la ventana del departamento de Darío. Felipe guiño los ojos y se rascó la cabeza bromeando.
-¿No es muy temprano para que este zángano tenga abierta su ventana?
Probablemente a consecuencia de la desvelada, yo sentía que las piernas me temblaban y mis manos se humedecían de sudor mientras subíamos las escaleras hasta el tercer piso. En cuanto alcanzamos el pasillo nos asaltó el peculiar olor de las flores de muerto. Felipe se paró en seco y su mano me mordió el brazo. Lo vi sofocado, pálido, los ojos casi grandes, ansiosos. Yo sólo acerté a encogerme de hombros hipócritamente. Sin cruzar palabra caminamos hasta el departamento de Darío; la puerta estaba entornada. Por última vez sentí la mirada suplicante de Felipe, y su mano irresoluta fue empujando la puerta... La escena era realmente impresionante: los pocos muebles y el caballete amontonados contra la pared, las coronas de flores marchitas, los amigos enlutados, cabizbajos, contristados, los cuatro lúgubres cirios... y al centro, el féretro negro enmarcando las manos trenzadas y la cara verdosa, insoportablemente inmóvil, los ojos ahogados en una mancha violácea y la boca despectiva sin color.
De soslayo podía observar a Felipe. Con una disculpa atorada en la garganta, vi demudarse su cara, vi agarrotarse sus puños, vi levantarse sus brazos y abrirse su enorme boca para lanzar un grito salvaje... En esa fracción de segundo vislumbré el verdadero desastre y sentí un atroz remordimiento. Pero ni yo ni nadie podía evitarlo ya... ¡Si la risa hubiera traicionado a uno de ellos!... Lo vimos atravesar la estancia en una carrera desenfrenada, con las manos crispadas en la cara... Seguramente vivió un instante de indescriptible angustia cuando oyó, en el preciso momento en que se arrojaba, el ruido del féretro y las velas al rodar por el suelo y el bramido visceral de Darío, que de un salto alcanzó la ventana para ver a Felipe Wong estrellarse contra el pavimento.
El cuento de La mentirosa fue escrito por Luis Moncada Ivar ( Ciudad de México , 1925) que estudio medicina, leyes y literatura, sin llegar a concluir ninguna . Participo en el concurso Casa de las Américas ( Cuba) con el libro de cuentos Perros Noctívagos en el que está este cuento. Colaboró en varios periódicos y revistas ( ¡Novedades, Siempre!, Revista de revistas). Se suicido el 5 de marzo de 1967. Dejó inéditos la novela Lázaro y el libro de cuentos Homenaje a Franz Kafka. Dejó una carta que se publicó en algunos diarios en donde decía que se suicidaba porque era domingo y estaba feliz.