Hablar desde la propia experiencia docente supone, en la mayoría de los casos, relatar experiencias significativas, aunque ciertamente, dichas experiencias no siempre sean exitosas. El trayecto de un maestro o maestra está cargado de fortalezas y satisfacciones, pero muchas veces también de incertidumbres, errores o momentos difíciles, propiciados por la inexperiencia, el arribo a otro nivel, disciplina, grado o institución escolar. Cada paso, cada cambio, cada inicio suponen, en ocasiones, enfrentar realidades diferentes que no siempre se aprenden en las escuelas que nos formaron, sino sobre la marcha, y esos eventuales desatinos suelen convertirse en grandes momentos y oportunidades de aprendizaje.
En 1973 enfrenté mi primera experiencia como maestro. Cursaba el segundo año de la carrera de profesor de primaria en la Escuela Nacional de Maestros, hoy Benemérita. Fui a dar un solo tema de lectura en la primaria “Capitán Emilio Carranza” ubicada en la colonia Roma. Hice mi plan de clase y me auxilié en mi primo Abel, ducho en el dibujo, para que me hiciera una ilustración sobre la lectura “Hércules y el león” del libro de cuarto grado.
Me bajé del metro Insurgentes y caminé nervioso hacia la escuela. “¿Qué diablos hago aquí? Mejor me regreso y deserto de la carrera”, me planteaba. No sabía si, incluso iba a tener la fortaleza emocional para poder hablar. Llegué temprano a la cita y una vez en el grupo, la maestra me presentó ante los niños y niñas, como el ‘practicante’ que les iba a dar una clase. Lo primero que hice fue saludarlos y hablarles de qué era lo que íbamos a hacer ese día. Acto seguido, pegué la lámina con la ilustración de Hércules y el león. Más tardé en colocarla que ellos en empezar a reír y comentar si el gladiador y el felino estaban bailando. En efecto, el dibujo los mostraba peleando de pie y pudiera sugerir la imagen que los chavales rápido construyeron en su mente. Me puse rojo de la vergüenza, traté de mantener la calma y seguí con la clase que, creo, llevé a buen puerto. La maestra me dijo que estaba bien y me comentó que al revisar mi planificación veía que tenía buena ortografía pero que mi talón de Aquiles eran los acentos, por lo que me pidió que para la semana siguiente diera el tema de palabras graves, agudas y esdrújulas. Vaya que me sirvió: nunca se me olvidó. La maestra tenía un rostro duro, pero en el fondo fue comprensiva y ayudó a aquel joven de dieciséis años a seguir adelante.
Otra anécdota: cuando llegué como maestro a la secundaria 5 “Maestro Lauro Aguirre”, ubicada entre la colonia Morelos y la 20 de noviembre, entré al 3º A y al presentarme con el grupo, al momento de poner en el pizarrón la letra A (de Alfredo) y empezar simultáneamente a decir mi nombre, se escuchó una voz que venía de la parte de atrás del salón: “¡Abraham Lincoln!”. El grupo estalló en una sonora carcajada y solo atiné a voltear y asentir con la cabeza mientras sonreía y terminaba de decir mi nombre y escribirlo en el pizarrón: si ese iba a ser mi apodo, perfecto. Conociendo su finura para los motes y mi propia experiencia para ponerlos, resultaba un buen apodo. Así me conocieron varias generaciones de estudiantes en esa secundaria. Lo malo ¿o lo bueno?, de traer barba sin bigote. Lo que sí que, al menos en historia no estaban tan mal. Fue, realmente, la única secundaria donde dejé algo de mí porque trabajé en ella cerca de siete años. Las otras dos solo dos años, y año y medio porque, en ambos casos, brinqué a otras experiencias profesionales en la administración pública o para dar clases a nivel superior.
Cuando trabajé en la Universidad Pedagógica Nacional, me asignaron grupos del área de “Sociedad Mexicana”. Diversos cursos di referentes a ello. Pero resulta que un buen día el director de la Unidad 096, me mandó llamar para preguntarme si me sentía apto para dar los cursos de “Historia de las Ideas”. Dudé por unos segundos pero le dije que sí. Empecé a leer, primeramente, las antologías de la UPN y llegué a los grupos. Realmente era complicado porque eran maestros de primaria y secundaria mis estudiantes y algunos de ellos de historia. Mis habilidades dialógicas más que mis capacidades teóricas me sacaban avante cuando los temas eran de historia, aun particularmente con dos estudiantes mujeres que, de pronto, ingresaban en terrenos tan específicos que me hacían sudar la gota gorda. Compré y leí libros sobre la revolución francesa, la rusa, etc., que eran de los temas que menos conocía. Aprendí más de lo que pude enseñar, pero trabajar en seminario, permitía una retroalimentación muy interesante que me hizo crecer como maestro y como persona.
Pero Historia de las Ideas, trataba, por supuesto, un recorrido sobre el pensamiento filosófico. Ahí las cosas estaban más en ‘chino’. Tanto así, que decidí ingresar a la UNAM a estudiar Filosofía. Esto fue sensacional, pues en mis clases de la UPN incorporaba lo aprendido en la UNAM y en esta me sentía como pez en el agua, particularmente en los cursos sobre filosofía griega. Aquí el aprendizaje, la novatada, me ayudó no solo a resolver un problema concreto de mi desarrollo académico, sino me permitió encontrarme en un terreno maravilloso del pensamiento. Nunca supe lo grandiosa que era la filosofía ni lo hubiera sabido si en aquella ocasión no le hubiera dicho que sí a la propuesta del director. Como la canción de Rubén Blades: “La vida te da sorpresas”. Y no solo eso sino las oportunidades se pueden convertir en accidentes importantes. La filosofía transformó mi forma de pensar y aunque para muchos sea una formación poco rentable, me ha permitido fortalecer mi visión y acción en diversos terrenos profesionales y en la vida misma.
En la Escuela Normal Superior he tenido diversas experiencias. ¿Novatadas? Eso que lo digan mis estudiantes. Creo que lo que acumulé en el camino previo a llegar a esta institución, me permitieron tener más seguridad, conocimiento y, aunque a veces, reniegue de las cargas administrativas o de ciertas visiones técnico - pedagógicas alejadas, desde mi perspectiva, del verdadero telos educativo, lo cierto es que intento ponerme al día, sobre todo en cuestiones digitales, pero en el fondo soy aquel profesor que llegó a su primera experiencia con un grupo de primaria: he tenido muchos accidentes, he crecido y caído, pero mi esencia es la misma: soy profesor, feliz con lo que me ha tocado desempeñar. Gracias a Aristóteles pude comprender esta sencilla lección.