Cuando inicié mi vida escolar lo que más me agradaba era observar a mi maestra explicarnos a realizar collares con popotes y papeles de colores, además me gustaba el olor de las crayolas y en general el aspecto del salón de clases; fue entonces, cuando me imaginé trabajar en algún lugar así.
Cuando “valientemente” has decidido ser docente, sabes que enfrentarás una infinidad de obstáculos, porque no trabajas con máquinas como el ingeniero o con papeles como un contador, el trato diario y directo será con jóvenes de entre 12 y 15 años, en el caso de secundaria, centro educativo en el que aconteció la historia que a continuación describo:
Recién egresada de la Escuela Normal Superior de México, llevaba en mi pequeña mochila de snoopy -aún lo recuerdo- algunos libros, un borrador y marcadores, pero además ilusiones, expectativas, incertidumbre y felicidad de haber conseguido una plaza de 19 hrs. en la escuela secundaria.
El primer año fue complicado, me di cuenta que no podía ganarme el respeto de los y las adolescentes, empleando amenazas, castigos o gritos, mi tamaño miniatura, complexión delgada y voz suave no me lo permitirían, así que recurrí a mostrarles -el otro lado- un trabajo arduo y de compromiso, no solo con su aprendizaje, también con su desarrollo personal.
En el año 2015 me eligieron para ser tutora del grupo 3.D, lo que implicaba un reto mayor, pues históricamente en esa escuela ese grupo estaba formado por repetidores, estudiantes “no aceptados” en otras instituciones, y los que fueron cambiados de grupo por ocasionar conductas disruptivas de manera continua. Sentía temor… ya que en juntas de consejo técnico se les mencionaba continuamente por las indisciplinas y malos ratos que hacían pasar al equipo docente.
La primera vez que entre al salón de clases me miraban de manera inquisidora -incluso- mencionó una voz femenina... ¿usted será nuestra tutora? A lo que respondí… sí, pues va a llorar, nadie nos quiere, contestó en tono de burla… Sentí un profundo nudo en el estómago, ojalá hubiesen sido las clásicas mariposas, pero no, era pánico de no saber que hacer y de sentir que estaba acabada -sin antes- haber comenzado.
Poco a poco fui acercándome, sigilosa y suavemente, en cada sesión intentaba trabajar la cohesión grupal, sus emociones y que sintieran tomados en cuenta y valorados. Algunas de las actividades que desarrollamos fueron:
- El tiburón (cohesión de grupo).
- La escoba (bailar en parejas).
- El día más importante (Celebrar el cumpleaños de los y las estudiantes).
- La carambola (Cambiar de lugar constantemente).
- Lucy se… (Representaciones teatrales de estudios de caso, donde un alumno y alumna son los padres de familia y yo -tutora del grupo- su hija).
- Seguimiento académico (Mejorar sus evaluaciones finales).
No fue un camino sencillo… Hubo regaños, llamadas de atención por parte de las autoridades y también peleas en el grupo, pues no estaban habituados a esa nueva dinámica. Finalmente, el 8 de julio de ese mismo año llegó la tan ansiada clausura escolar, todos y todas con su uniforme, muy bien arreglados y los padres y madres de familia con una sonrisa enorme que iluminaba su rostro.
Cada uno de los grupos fue desfilando para recoger sus papeles, cuando llegó el turno de 3.D, al final gritaron una fuerte porra para su grupo, “pistola, cañón escopeta, pistola, cañón, escopeta a 3.D se le respeta” pero no solo eso, uno de los estudiantes que medía aproximadamente 1.70 m y robusto, me tomó entre sus brazos y me puso sobre su hombro, ¡sí, sobre su hombro! y me llevó a dar la vuelta por todo el patio, como si fuera la vuelta olímpica del campeón de futbol, con el resto del grupo detrás nuestro y la maestra que dirigía la ceremonia gritando… ¡Bajen a la maestra! ¡Van a tirar a la maestra!
Yo sentía que me tiraba, le gritaba, “bájame, me vas a tirar” y él solo se limitó a decir con un tono de voz grave… “no la tiro maestra, sólo agárrese fuerte”. Ese fue un momento sumamente memorable, no solo por el significado -para el grupo y para mí- sino porque para las autoridades representaba una falta de respeto; sin embargo, para mí era la muestra de un cambio significativo de la relación docente-alumno, que hasta el momento se había tornado hostil con ese grupo.
Hasta este momento puedo afirmar, ser docente implica paciencia, fuerza de voluntad, actitud positiva, creatividad y un enorme amor a la profesión, sin olvidar una pizca de sonrisas para contagiar a los estudiantes día con día.