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Jueves, Noviembre 21, 2024

Desde que era adolescente, en las vacaciones de verano organizaba grupos de estudio, juegos y actividades manuales con los vecinos más pequeños de mi calle, para beneplácito de las mamás, que se alegraban de que me ocupara gratuitamente de entretener de manera constructiva a sus hijos. Creo que era una clara señal de la vocación docente que me llevaría a estudiar la licenciatura en Pedagogía en la UNAM. Mis primeras experiencias frente a grupo las tuve en la universidad cuando cursaba un programa de ayudantía bajo la tutela de mi admirada profesora de Didáctica, Guadalupe Silva, pero en esas ocasiones estaba cobijada por su guía y no tenía conciencia de la enorme responsabilidad que implica sacar adelante un curso completo. 

A la mitad de los estudios de licenciatura, me ofrecieron impartir clases en un instituto de bachillerato de reciente creación que recibía alumnos que no habían podido ingresar a instituciones de educación media superior públicas y privadas por problemas de conducta o desempeño académico muy deficiente. En esa escuela se preparaban para presentar los exámenes de preparatoria abierta de la SEP. Creo que no medí la magnitud del desafío y acepté con entusiasmo la oferta. Cuando atravesé la puerta del aula el primer día de clases, los estudiantes siguieron conversando sin ponerme atención. Coloqué firmemente mis objetos de trabajo sobre el escritorio (libros, borrador, caja de gises), entonces todos me miraron con azoro y alguien preguntó “¿tú eres la maestra?” Ninguno podía creer que una muchacha prácticamente de la misma edad de ellos se iba a hacer cargo de la asignatura “Taller de lectura y redacción”.  Instintivamente asumí una actitud severa y estricta para explicarles la forma de trabajo y el programa del curso y conseguí que me respetaran desde ese momento. No tuve problemas para mantener la disciplina en el grupo y, a pesar de las supuestas condiciones adversas de esos alumnos, logré que acreditaran el examen de la materia y se aproximaran a obtener su certificado de bachillerato.  Trabajé con la convicción, que me anima hasta hoy, de que incluso el alumno más reacio puede aprender si se le infunde confianza en sus capacidades y se le ayuda a descubrirlas y perfeccionarlas.

Meses después ingresé como profesora en el Centro de Enseñanza de Idiomas de mi alma máter, la  ENEP Acatlán, hoy Facultad de Estudios Superiores, para impartir el curso de lectura en lengua italiana, con el cual muchos alumnos se preparaban para un examen que es parte de los requisitos de titulación de las licenciaturas.  El primer grupo que me asignaron estaba conformado por estudiantes que me superaban en edad. Casi todos ya habían egresado y tomaban el curso después de salir de sus empleos. Mostraron expresiones de escepticismo cuando me vieron poner mis cosas en el escritorio y pararme al frente del salón para iniciar la clase. Adopté la misma fachada seria que había usado con los alumnos de bachillerato y de nuevo funcionó para convencerlos de que podía ser su guía en el aprendizaje del italiano. En la UNAM yo me sentía en casa y pronto logré un rapport adecuado con el grupo, un ambiente de colaboración e interés hacia la materia de estudio.  Entre los participantes estaba un hombre joven, ya casado y con dos hijas pequeñas, que en una ocasión me comentó que asistir a mi clase era un espacio de relajación y disfrute después de su jornada laboral. En 1989, año en que obtuve mi título de Licenciada en Pedagogía y pasé una temporada en Italia para realizar un curso de perfeccionamiento como maestra de italiano, mis alumnos me organizaron una reunión para felicitarme y desearme buen viaje. Me dieron una tarjeta con lindos mensajes de aliento que aún conservo y releo de vez en cuando para refrescar mi vocación.  Comprobé que compartir con otros lo que sabía era un gran motivo de satisfacción y que eso podía convertirse en el sentido de mi vida. Desde entonces, todos los días agradezco poder desempeñar un trabajo que me hace tan feliz. 

Por supuesto que la labor docente no ha estado exenta de dificultades y sinsabores a lo largo de más de tres décadas. Con frecuencia los resultados de aprovechamiento no han sido los deseados, me he encontrado con estudiantes disruptivos, indisciplinados, retadores, conflictivos. He enfrentado deficiencias o inconvenientes relacionados con el modelo de funcionamiento institucional, como el burocratismo de la UNAM y el clientelismo de las universidades privadas.

Durante varios años, además de la trabajar en la FES Acatlán, impartí clases de redacción y análisis de textos en el Campus Estado de México del TEC de Monterrey.  Los estudiantes se estaban formando para ser administradores de negocios e ingenieros, por lo que la asignatura les parecía inútil. Mi mayor reto fue despertar la motivación por los temas de estudio, para lo cual puse en práctica muchas estrategias de trabajo. Conseguí que una parte de los alumnos cambiara su percepción sobre la materia e incluso dos de ellos ganaron premios por cuentos que escribieron con mi orientación. El mérito fue sólo suyo, por supuesto, pero me encantó poder acompañarlos en el proceso de descubrir la belleza de la literatura.  Durante mi primer semestre como docente en el TEC de Monterrey, llevada por un afán nacionalista, solía usar huipiles bordados y huaraches; cierta vez, al terminar la clase, un alumno se me acercó y me preguntó socarronamente: “¿por qué los profesores de letras y humanidades se visten tan raro?”. Entendí que la imagen que proyectamos importa en la manera como nos relacionamos con los alumnos, así que decidí adaptar mi apariencia a las expectativas de cada perfil de estudiantes, pero sin perder autenticidad.

Tuve oportunidad de dar clases en la Universidad Anáhuac a estudiantes de Diseño Gráfico e Industrial, quienes también consideraban poco útil llevar materias relacionadas con la escritura. Su medio de expresión era la imagen y la producción de objetos, no las palabras, por lo que daban prioridad a las asignaturas prácticas, los talleres donde podían hacer cosas. Muchos de ellos, pertenecientes a familias muy ricas y poderosas, se comportaban de manera soberbia y prepotente con los profesores, a los que consideraban sus empleados. En una ocasión, una alumna empezó a elaborar, sin ningún disimulo, un trabajo práctico del taller de tipografía durante mi clase, en lugar de atender a las explicaciones que yo estaba dando. Cuando le llamé la atención por ello, me respondió retadoramente: “la verdad, tu clase me vale”. Se hizo un silencio denso en el grupo. Con toda tranquilidad le dije: “Entiendo que la materia no te interese, pero forma parte del plan de estudios, vale igual que todas las asignaturas y, si no la acreditas, no podrás graduarte, así que tú decides si te sigue valiendo”. Sus amigas la miraron con desaprobación y de muy mala gana, la muchacha guardó el trabajo que estaba haciendo y a partir de ese día, mantuvo la compostura en clase.  Siempre he defendido la importancia de respetar a los alumnos, pero considero igualmente necesario exigir un trato digno para nuestra labor.

El mayor reto en mi carrera docente ha sido la actualización y formación de otros profesores. No siento que puedo dar lecciones a los colegas, incluso si son inexpertos. Cuando he estado a cargo de ese tipo de cursos, he intentado promover un espacio de diálogo y reflexión donde se intercambien conocimientos y experiencias. Finalmente, el propósito de cualquier educador es promover aprendizaje, compartir y construir saberes. No importa cuánto tiempo llevemos en la enseñanza, siempre podemos seguir creciendo, enriqueciendo nuestra labor. El confinamiento por la pandemia nos obligó  a repensar la manera como podemos seguir cumpliendo la misión de formar a las nuevas generaciones en la creación de un mundo mejor, más justo, solidario, respetuoso de la naturaleza, donde prive la tolerancia y la empatía hacia la diversidad, en el que todos podamos convivir de manera armónica y pacífica.  Abrigo la convicción de que los maestros nunca podrán ser sustituidos, a pesar de los avances tecnológicos. Ya sea en un aula, a través de una pantalla o por medio de los materiales instruccionales interactivos, la relación pedagógica con el docente es necesaria para inculcar valores en los alumnos, para incentivar el amor por el saber y el deseo de superación constante. La educación se trata, en esencia, de formar buenas personas. Toca a los padres y a los docentes asumir la responsabilidad de convertirse en sus modelos, sus ejemplos de vida.

Sacapuntas

Alfredo Villegas Ortega

El timbre de las 8

Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández

La Clase

Tema del mes

Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán
Mónica Flor Sánchez Pérez
Lucía Elizabeth Hernández Gutiérrez
Nicanor Reyes Carrillo
Javier Reyes Ruiz
Víctor Colín
Alfredo Gabriel Páramo
G. Arturo Limón D

Usos múltiples

Germán Martínez Aceves
Gabriel Humberto García Ayala

Mentes Peligrosas

Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández

Orientación educativa

Sentido Común

Hernán Sorhuet Gelós
Hernán Sorhuet Gelós

Deserciones

Mirador del Norte

Tarea

Luis Moncada Ivar
Joan Manuel Serrat
Enrique González Rojo
Melody A. Guillén
“pálido.deluz”, año 10, número 141, "Número 141. Novatadas escolares: primeras experiencias docentes. (Junio, 2022)", es una publicación mensual digital editada por Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández,calle Nextitla 32, Col. Popotla, Delegación Miguel Hidalgo, Ciudad de México, C.P. 11420, Tel. (55) 5341-1097, https://palido.deluz.com.mx/ Editor responsable Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández. ISSN 2594-0597. Responsables de la última actualización de éste número Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández, calle Nextitla 32, Col. Popotla, Delegación Miguel Hidalgo, CDMX, C.P. 11420, fecha de la última modificación agosto 2020
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