La niñez, lejos de ser el espacio paradisiaco que muchos adultos creen o falsamente añoran, muchas veces es un lugar difícil, lleno de terrores y miedos, por lo que nos ocurre de niños nos acompaña toda la vida, como los lunares o las mutilaciones. Aunque muchas veces sea muy difícil aceptarlo por la presión social o familiar. Para los adultos, las cosas simplemente son diferentes que para los niños y los llenan de culpas que los llevan a llenarse de artificios para endulzar los traumas.
Yo tardé décadas en reconocerlo, pero para mí, primero y segundo de primaria fueron terroríficos. Yo era demasiado chico (de edad y constitución), ya sabía leer (y leía), no me gustaba el futbol... en fin, todos esos elementos que ahora catalogan a un estudiante como nerd, pero que en ese entonces hacían que uno fuera “raro”, si no es que “rarito”, con la consiguiente carga de abuso que en la actualidad tiende a romantizarse diciendo que “en nuestras épocas no nos quejábamos”, cuando mucho bien nos habría hecho hacerlo.
En el Colegio Franco Inglés, escuela privada para hombres donde permanecí doce años, tuve una profesora a la que por alguna razón idolatré por muchos años, pero era una verdadera bruja: la “miss” Margarita. Ella me dio clase en primero y segundo de primaria, y creo que no solo no me enseñó nada (recuerdo que decía que las ballenas necesitaban estar bajo el mar para respirar y eso era demasiado tonto a mis seis años, pero no me atrevía a contradecirla) y me hizo acreedor a los castigos más crueles que recuerde: labios sellados con cinta adhesiva durante el recreo, castigado a pan y agua a la hora de la comida (estaba medio interno) y tal vez lo peor, aseguró que yo era estúpido y no correspondía al sacrificio que hacían mis padres por mi educación.
En esas épocas donde conceptos como “educación de calidad” y “la letra con sangre entra” eran sinónimos, la crueldad de la miss Margarita pasaba casi inadvertida. Recuerdo miles de operaciones aritméticas con resultados erróneos, tareas aparentemente mal hechas, la exclamación: “Su hijo es un burro, si lo único que tiene que hacer es copiar”. Efectivamente, sólo tenía que copiar, pero absolutamente nadie, comenzando por la profesora a cuyo cargo estaba de lunes a viernes de las 8:30 a las 14 horas, pudo darse cuenta de que el problema no era distracción, sino que, simplemente, no alcanzaba a ver el pizarrón debido a la miopía y el astigmatismo.
“Males del siglo”, dice a veces mi papá cuando recordamos esta historia. Yo, a la fecha, lo dudo. Creo que la maestra disfrutaba de la maldad.