Había una vez una mujer sola en un territorio peligroso. Menuda y delgada, cada
noche debía enfrentarse a una temible amenaza. Pero, en los cuentos, los pequeños, los débiles, los frágiles poseen siempre un talismán salvador.
Ella conocía un sortilegio infalible: era capaz de levantar a su alrededor un muro de aire para defenderse. Los sillares de esa muralla invisible eran las palabras. Cuando una historia brotaba de sus labios, la gente se detenía a escuchar, con la mirada fija, como en trance, olvidando sus quehaceres, sus angustias y su ira.
Sus fábulas eran, para todos, un refugio frenteal acecho del peligro. Es fácil reconocer en ella a la persuasiva Sherezade, pero también a la protagonista de una leyenda nacida en la tradición oral francesa, «La madre de los cuentos», donde una joven aprendía el arte de narrar escuchando el susurro del viento entre los árboles. Al regresar a casa con el bagaje de las historias aprendidas de los álamos, de las hayas y de los robles, el embrujo de su voz lograba enmudecer la vara con que, día tras día, la golpeaban. La mitología griega nos habló de Odiseo, el zarandeado y luchador héroe homérico, que recurría a astutos relatos para salvar la vida. También de los versos y los cantos mágicos de Orfeo, que encandilaban a los animales y vencieron a la muerte.
En la ceremonia del Premio Cervantes, Ana María Matute afirmó: «La literatura ha sido, y es, el faro salvador de muchas de mis tormentas». En esta confidencia vibran los ecos de una larga andadura de nuestras letras. Ya el Cantar de mio Cid alude a una niña que salvó a su pueblo con la belleza de sus palabras; siglos después, Manuel Machado dedicaría un poema a esa chiquilla tejedora de discursos:
Una voz de plata
y de cristal responde.
. Hay una niña
muy débil y blanca
en el umbral.
Patronio se negaba a dar consejos al conde Lucanor, pero le contaba sabias fábulas para alumbrar su camino. Lázaro de Tormes, nuestro lazarillo, advierte al comienzo de su historia: «Yo oro ni plata no te lo puedo dar».
Pero, añade, mis cuentos son «avisos para vivir». En el Quijote, la pastora Marcela defiende su libertad por medio de una vibrante narración. Nuestros clásicos nos confían una y otra vez el mismo mensaje con distintas voces: los relatos nos ayudan a sobrevivir. Las palabras son un hechizo cargado de futuro.
Somos una especie frágil, particularmente frágil: ni muy fuerte, ni demasiado rápida ni especialmente resistente al hambre, la sed, el calor o el frío. No estamos adaptados al vuelo o la vida bajo el agua. Nacemos completamente indefensos y nuestra infancia es más prolongada que la de ningún otro animal. Hasta un virus minúsculo nos pone en peligro. Sin embargo, la brisa de una cualidad asombrosa nos ha impulsado hacia un desarrollo inesperado, hacia un imprevisible progreso. Esa facultad es nuestra imaginación, que, aliada con el lenguaje, nos permite
soñar lo inconcebible, colaborar y fortalecernos unas a otros. Somos la única
especie que explica el mundo con historias, que las desea, las añora y las usa para sanar.
Nuestra auténtica fortaleza es creativa. Gracias a la imaginación, hemos inventado el mito de Ícaro y los aviones, el Nautilus y Los submarinos, los viajes estelares de Luciano y el Apolo XI. Si los humanos no hubiéramos fabulado con tierras soñadas como El Dorado o con seres mitológicos como las sirenas, no habríamos podido explorar territorios desconocidos ni llegar a la luna, alumbrar la teoría de la relatividad, el automóvil o el ordenador. Lo imposible debe ser soñado primero, para algún día hacerlo realidad.