Ahí entre las apps de tu teléfono llevas, sin saberlo, la sangre, el sudor y las lágrimas de los mineros del Congo. Y lo mismo llevas en el coche eléctrico o en el reloj o en cualquier artefacto que funcione con batería recargable. Litio, níquel, manganeso y, sobre todo, cobalto, son los ingredientes de las baterías recargables y todos vienen, en grandes proporciones, de las minas del Congo.
El 80 por ciento del suministro mundial de cobalto refinado viene de esas minas que son la viva imagen del infierno: un oscuro agujero hacia el centro de la Tierra por donde entran y salen todo el tiempo miles de trabajadores harapientos de pico y pala que abarrotan las montañas del entorno.
Hace años los chinos vieron que el futuro pasaba por las baterías recargables y, tan seguros estaban de su visión, que compraron las minas del Congo y reclutaron, a cambio de un salario miserable, a esos miles de congoleses que abarrotan esas montañas de las que fueron talados todos los árboles, para estructurar el oscuro agujero que se ramifica en una serie dantesca de túneles. A este peladero hay que añadir las emisiones tóxicas de las minas que contaminan la tierra, el agua, el aire y la sangre y el sudor de los mineros que llevas en tu iPhone y en tu Tesla.
Ahora son los chinos, pero a finales del siglo XIX era el rey belga Leopoldo II el que explotaba la riqueza del Congo, de ahí sacaba, para venderlo a todo el mundo, caucho, marfil, diamantes y los miles de esclavos que, en un infierno parecido al de la mina de cobalto, se hacinaban en los barcos negreros que iban hacia América.
Ese congolés que llevas en el teléfono es, por supuesto, negro. Y el automóvil eléctrico, el emblema de la transición de los combustibles fósiles a la energía sostenible, no poluciona el cielo de los países industrializados, pero ya envenenó Katanga, al sureste del Congo. Quizá la energía sostenible se llama así porque está sostenida por los miserables de la Tierra
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