Ensoñaciones
Chemo por accidente
Gabriel Humberto García Ayala
Sigo enclaustrado, a pesar de que ya me inocularon con la primera vacuna. Los recuerdos de mi adolescencia continúan apareciendo en los momentos de ocio, cuando dejo a un lado la lectura y la escritura:
Estuve a algunos días de volverme drogadicto o “chemo” por aspirar diariamente pegamento para zapatos. Para fortuna mía no me volví adicto al cemento, al activo, al chemo o a la mona, como se conoce popularmente a un pegamento de color amarillo. La memoria no me alcanza para recordar dónde estaba exactamente la fábrica de zapatos a la que llegué, creo que estaba ubicada en la colonia san Rafael, atrás del cine Cosmos. Lo que sí recuerdo fue que un tío, primo de mi madre, me llevó a laborar en ese lugar. Al entrar me sorprendieron el olor de las pieles recién curtidas y una gran cantidad de hormas de madera, de diferentes tamaños, que yo imaginé como pies sin vida, ausentes del resto del cuerpo. En mi primer día de trabajo mi familiar me presentó como su oficial, lo que yo intuí que era algo así como su ayudante y aprendiz.
Para empezar, pusieron enfrente de mí un enorme bulto de pieles en diversas formas, que después supe que eran los forros, las plantillas, las lengüetas y las cañas, y un enorme bote de pegamento. Mi tarea consistía en embadurnar con el dedo índice las orillas de cada una de las partes de piel de los zapatos. Así, sin protección alguna, ni para el pegamento ni para el enorme ruido que producían las máquinas para coser. Pasaba las horas sumido en profundas reflexiones, algunas francamente disparatadas, por ejemplo, si algún día pudiera calzar esos bonitos zapatos ya terminados, que combinaría con ropa bien cortada; que me pagarían un buen sueldo para llevar a mi novia al cine o invitarle un helado, y sobre todo para comprar libros. Durante una de las jornadas de trabajo recordé cuando mi padre me llevó al mercado Cartagena, ubicado en Tacubaya, cerca del desaparecido cine Carrusel. En ese mercado me compró un par de zapatos. Como por esa época ya tenía novia, estaba feliz con mis brillantes zapatos nuevos. A diario los pulía. Por esa razón, en una ocasión que me los calcé para salir a pasear con mi novia, un vecino al verlos tan relucientes los pisó diciendo “el remojo”. A mí no me causó gracia alguna mientras el resto de la panda reía burlonamente. Tuve que aguantarme el coraje. Con el tiempo, después de varias semanas de usarlos, empezaron a desclavarse, a tal grado que las puntas quedaron totalmente hacía arriba, parecían la boca abierta de una barracuda. Aunque con el tiempo comprendí que tal vez esas ensoñaciones y esos recuerdos fueron producto del solvente que aspiraba durante varias horas al día.