Para Leopoldo Lezama
El ensimismamiento obliga a quien lo ejerce.
Todos somos adictos a ensimismarnos –que no significa encimarse unos encima de otros. Aunque bien visto podría ser que la imagen no sea tan disparatada.
Como sea, el ensimismamiento va a la par de la introspección. Hay una actitud de fondo, cierta gesticulación inequívoca. El ensimismamiento le ordena al cuerpo que se contraiga, que ubique su centro de gravedad, el plexo rotundo, y que hacia allá tienda todos los vectores. Los vectores que le indican a un cuerpo qué actitud tomar. Porque no es lo mismo los vectores en línea recta, tensos como terminales nerviosas, que anuncian un cuerpo dispuesto a la carrera de los cien metros, que la tensión dramática del cuerpo del violinista a punto de tocar el primer acorde en un concierto con el auditorio abarrotado de gente.
Nadie se atreve a interrumpir a un hombre ensimismado. Quizás esté en el sacramento de la confesión –se dirán algunos. Quizás esté en ese proceso multívoco que se denomina yoga. O tal vez esté emprendiendo un viaje sin retorno. Como sea, cada vez que se interrumpe a un hombre ensimismado, se quiebra una nuez universal.
El hombre ensimismado —ensimismado en sí mismo, ¿es un pleonasmo, una tautología, un disparate decirlo?— nunca está solo; siempre está consigo mismo. ¿A la espera de qué? ¿De una idea?, ¿de un recuerdo?, ¿de una sensación?
El ensimismamiento tiene que ver con la edad. Una vez rebasados los, digamos, veinticinco años –edad crucial en la vida de un hombre, acotó san Agustín, y lo sublimó Beethoven– el hombre tiende a ensimismarse. Como las víboras, a cambiar de piel. Ha dejado atrás la piel de la superficialidad, y ahora se ve impelido a mirarse a sí mismo.
Todo hombre ensimismado lleva consigo un espejo de cuerpo entero. Un espejo que sólo y solamente y nada más ese hombre ensimismado contempla. Es un interlocutor, su interlocutor. Con él establece pactos y límites. Te veo, pero de aquí no me hagas pasar. Me ves, pero no rebases esta línea.
El ensimismamiento tiene que ver más con los hombres que con las mujeres.
Las mujeres son dueñas de su tiempo. Valoran su tiempo de otro modo. Le dan a cada segundo –iba a escribir a cada nota musical– un peso específico determinado. El que tienen. Y no están dispuestas a conversar con su otro yo, sin ningún cometido a posteriori.
Porque ésa es otra. ¿Qué espera el individuo ensimismado si no es conversar consigo mismo, obtener una ganancia explícita de esos largos minutos vuelto hacia sí mismo?
Acaso la palabra ensimismamiento es de suyo de las más claras y felices por su estructura: ensimismamiento=en sí mismo. ¿Y qué habrá de entenderse, qué habrá de interpretarse de estas tres palabras?, ¿algo tan profundo que no resiste la anfibología? Seguramente. Porque todos hemos aspirado a concentrarnos en nosotros mismos, a dejar de lado lo que significa la abundancia y el exceso. Sin detenernos en lo que la palabra ensimismamiento lleva en su semántica, en su cambio de significados. Que no existen. Es unívoca.
El ensimismamiento no significa tristeza. Tal vez por eso las mujeres son poco afectas a ensimismarse, porque la tristeza parece atraerlas como fragmentos a su imán.
El ensimismamiento conduce directamente a la libertad y el descubrimiento, porque se practica en la soledad –en la bendita soledad, como quería Rilke y como enfatizó Nabokov.