Nuestras escuelas requieren convertirse en recintos éticos. Lugares en los que el pensamiento, la reflexión, el compromiso, la acción consecuente y el respeto por el otro, la otra y todos, esté siempre presente.
Las disposiciones reglamentarias no suelen ser suficientes y sí agobiantes cuando se piensa en el bien común. No, cuando no se acompañan o fundamentan en el respeto y la tolerancia a las voces discordantes y las necesarias confluencias para entendernos, para significar la realidad, encontrar formas, lenguajes y actitudes que nos den la oportunidad de humanizarnos.
¿Acaso no somos humanos ya, por el simple hecho de poseer una razón, un lenguaje, una organización social, una vida política en su sentido más amplio? ¿Qué más atributos cabría espera de una humanidad? Somos seres morales, tenemos la noción del bien y del mal como ninguna otra especie, pero, con frecuencia esa moral se desmoraliza como decía Ortega y Gasset; nos salimos del quicio que significa entender que no hay superioridad moral, ni racial alguna, ni seres inferiores a quienes debamos filtrar y someter bajo el escrutinio de nuestra propia ley. Y cuando estamos fuera de ese quicio moral, ofendemos, abusamos, maltratamos, segregamos, descalificamos.
La violencia y la intolerancia parecen ser, tristemente, el rostro de muchas sociedades modernas. No somos la excepción y sí, con frecuencia, el ejemplo en ese sentido. El menú es variado: discriminación, exclusión, violencia de género, homofobia, intolerancia a las diversas posiciones políticas, clasismo. ¿Dónde queda la democracia en un territorio marcado por las groseras diferencias? ¿De qué democracia hablamos cuando no todas las voces son escuchadas ni tomadas en cuenta? ¿Es factible pensar en la democracia no solo como una forma de gobierno, sino como el espacio permanente del debate argumentado, el respeto a las diversas posiciones y, sobre todo, en el que quepamos todos?
Transitar a ese mundo, a ese país, supone operar cambios estructurales profundos para partir de una plataforma más equitativa; para que la ciudadanía no sea sólo un atributo que se traduce en sufragio cada tres o seis años, sino en la posibilidad real de aportar ideas al colectivo en espacios deliberantes, constructivos y que empujen al encuentro de una sociedad solidaria, empática, crítica, preparada.
Como puede verse, es difícil plantear un horizonte ético en tanto no se resuelvan problemas de carácter económico que, en los hechos, colocan a una inmensa mayoría en desventaja. Mayoría que se somete a los intereses, ideología y dictados de los que más tienen. No obstante, en las escuelas y en la familia, debemos impulsar el pensamiento crítico, la reflexión constante, la denuncia ante la arbitrariedad, el despojo, la alienación. El pensamiento ético es más que el aprendizaje de la teoría que lo sustenta. Ésa es la base que lo enriquece, su fuente y el alimento necesario para un proceder, pensar y actuar correctamente. No bajo los designios de unos cuantos, sino desde la posibilidad viva y cercana de recrear la realidad, de pensar en otro mundo, en otro país, en otra escuela.
Si solo pensamos en valores, puede ser que nos encasillemos en la tradición judeocristiana de la que hablaba Nietzsche, que significa vivir bajo los preceptos de la resignación, la adopción del dictado único, trascendente y superior que, con frecuencia e históricamente, produce seres sin voluntad propia. Si, por el contrario, abrimos la discusión, escuchamos las diferentes voces, perspectivas y sueños, tal vez, empecemos a construir un mundo y un país diferente.
Las escuelas mexicanas deben ser, todas, lugares en los que se aprende a convivir, a colaborar, a formar los ciudadanos con las herramientas de pensamiento necesarias para reconvertir el escenario social, aunque, por fortuna hay miles de maestros y maestras que, con su trabajo cotidiano, hacen de esos espacios, lugares en los que se aprende a pensar y a respetar la diferencia que nos da sentido.
Traducir el currículo, dejar de competir y pasar a la cooperación colectiva. No hay riesgo de que los individuos desaparezcan. No, al contrario, cada uno de esos estudiantes, valorará su libertad y sus propias expectativas, siempre bajo la lógica de la pertenencia al grupo. No es formar ladrillos en la pared como advertía Roger Waters en la célebre canción de Pink Floyd, sino entender que sin el otro y la otra no existo. Que los significados de vida y crecimiento personal y moral están ligados a la vida en común. Que las nociones de cultura, tradición, historia, luchas, expectativas y demás, están indefectiblemente ligadas al colectivo al que pertenezco, llámese país, escuela, mundo, familia, y que sin esa idea de comunidad somos vulnerables.
En esos colectivos, la ética debe aparecer siempre. No como un instrumento rector ni lectura única. Me explico: la ética es la reflexión sobre la moral, es una rama de la filosofía, es pensar en el otro, es pensar todo el tiempo. Lo que no es, es educar en el dogma. Eso sería una educación moral como la que se enseña en colegios religiosos, donde no hay espacio para disentir sino sólo para acatar la disposición divina. La ética no es un decálogo de buenas costumbres, ni un catálogo de prescripciones morales. ¿’Las de quién, desde qué óptica o argumento?
La ética, en su estudio y reflexión de la moral, nos da pautas de pensamiento que, eventualmente, se han de traducir en comportamientos morales. Es cierto que cuando nacemos, llegamos a un mundo cargado de una visión y una historia. Un contexto, dirían muchos. Ese contexto tiene su propia moral. Desde la lógica de Durkheim nuestras acciones deben encaminarse al enriquecimiento moral de esa sociedad en la que vivimos. No se trata sólo de disposiciones legales, sino de atributos de comportamiento que abonen al enriquecimiento moral del colectivo social. Existen figuras de autoridad en la familia, la escuela y la sociedad misma que sancionan y frenan aquellas disposiciones que atenten contra las normas sociales. Esa idea es fundamental en el devenir social, pero vale la pena pensar en la dialéctica inherente a ellas. El mundo, las sociedades cambian y en ese trance, los individuos, sin atentar contra el bien común, son los que integran esas sociedades y los que enriquecen o empobrecen ese estatus de convivencia necesario.
Así las cosas, no hay teoría inapelable ni dictado único. Lo que hay es la urgencia por hacer o rehacer nuestra sociedad, desde diferentes planos, incluido el moral. ¿Quién será el guía para arribar a ese escenario? No hay liderazgos mesiánicos, sino construcción colectiva. No hay edificios ni topes o techos ideales. Hay, eso sí, una sociedad que debe emanciparse y construir los necesarios andamiajes para acceder a un mundo incluyente, tolerante, crítico, responsable, apegado a las normas que ella misma construya, con sus necesarios y enriquecedores disensos. No hay mundo ideal, ni escuela o familia perfecta. Hay, eso sí, otro mundo, otra escuela y otro país posibles que juntos podemos empezar a construir. La ética no es la panacea, pero vaya que es un buen camino para buscar algunas salidas. Nunca es tarde para pensar en otra realidad. Pensemos.