De niño jugaba en el patio de mi casa o de la escuela, en el jardín de mi hermano, en donde hubiera oportunidad. A veces nos íbamos a la Normal a jugar frontenis cuando todavía existían frontones.
En cualquier parte jugaba tochito, futbol, frontón, canicas, béisbol, quemados, coleadas, burro castigado, yo- yo, balero, trompo. Un pasatiempo que cubrió horas de mi vida fue el de comprar estampitas para llenar álbumes o planillas. Los primeros, después de llenarlos, se canjeaban por algún objeto. Las planillas las entregabas llenas a cambio de una máscara de luchador, por ejemplo, pues, además los motivos de la planilla eran el Huracán Ramírez, El Rayo de Jalisco, Mil Máscaras, El Médico Asesino, El Enfermero, Black Shadow, Blue Demon y, por supuesto, El Santo entre otros más. Algo muy interesante en esta afición era que muchas de las estampas las ganabas o perdías en volados, o cambiabas varias por alguna de las difíciles que te hacían falta para llenar el álbum o la planilla.
Las innumerables cascaritas y tochitos en la cerrada eran jugados con garra y pasión que, a veces, derivaban en peleas, aunque al rato tan cuates como siempre. Me gustaba ser receptor en el tochito y portero en el fútbol.
Me gustaba esa vida en una cerrada, segura, que era como la extensión de nuestras casas, sin tránsito externo, con paredes para jugar frontón, postes donde colocar una red para jugar vóleibol y banquetas sobre las que trazábamos pistas para la carreterita y lugares sobre los que vivíamos felices, sudorosos, con la sonrisa a flor de piel y la amistad hermosa de chavos como uno, sin saber qué sería eso que se denominaba el mundo de los adultos.