La mayoría de las muertes que ocurrirán antes del fin de la crisis provocada por el covid-19 —millones de muertes— no serán causadas por el virus, sino por los efectos de la pandemia sobre la salud pública y la economía mundial. Habrá menos acceso a la salud. Y habrá más gente con hambre.
Según las Naciones Unidas, la catástrofe económica provocada por el confinamiento forzoso podría llevar a la pobreza, este año, a 490 millones de personas (la pobreza es definida por la ONU como no tener acceso a agua potable, a electricidad, a comida suficiente, a escuelas para los hijos). Según las estimaciones hechas este verano por el Banco Mundial, a su vez, la crisis empujará en 2020 a entre 71 millones y 100 millones de personas a la extrema pobreza (definida como aquella en que una persona gana menos de 2 dólares diarios). Según la FAO, en fin, un total de 265 millones de personas podrían ser orilladas a la muerte por inanición en el curso del año, por la perturbación de las cadenas de producción de alimentos en el mundo.
En 1990, 36 por ciento de la población mundial (dos mil millones de personas) vivía en extrema pobreza. Para 2019, en cambio, solo 8 por ciento de la población mundial (630 millones de personas) sobrevivía en extrema pobreza, en su mayoría en África Subsahariana. Alrededor de la mitad de las personas que serán empujadas, a partir de 2020, a la extrema pobreza, viven actualmente en el sur de Asia, en países como India y Bangladesh.
Los más afectados por la crisis son los millones de personas que escaparon de la pobreza rural huyendo hacia las ciudades, que tienen alimento, agua potable, electricidad, escuelas… Muchos de ellos han perdido sus trabajos y han tenido que regresar a sus regiones de origen, en el campo, donde hay menos oportunidades de trabajo, pero es más soportable el costo de la vida. Aun así, sufren el tipo de hambre que debilita la salud de los adultos e impide el desarrollo de los niños.
La gente que vive en los países más pobres está desesperada por empezar a trabajar. En su mayoría son jóvenes, y por lo tanto menos vulnerables al covid-19. En África, por ejemplo, apenas tres por ciento de la población tiene más de 65 años, mientras que 40 por ciento tiene menos de 15 años. ¿Qué razón tienen los jóvenes para estar confinados, cuando tienen que trabajar para poder vivir? No morirán por el virus, pero pueden morir de hambre.
Un estudio auspiciado por la Organización Mundial de la Salud, dado a conocer este verano, afirmaba que, si los gobiernos hubieran decidido no hacer nada para frenar la propagación del virus, el covid-19, en el curso de este año, podría haber segado la vida de alrededor 40 millones de personas. Son pocos en comparación con los cientos de millones de personas que verán sus vidas destruidas por las consecuencias económicas, sicológicas y sociales del confinamiento y el aislamiento. Por eso surgen con cada vez más fuerza las preguntas. ¿Hemos hecho bien? ¿Tomamos la decisión correcta? ¿O nos equivocamos? ¿Por qué fue indiscriminado el confinamiento? ¿Por qué no confinamos, en su lugar, a la población más vulnerable, la que forman los ancianos? ¿Por qué sacrificamos a los niños y a los jóvenes, y por qué nos resignamos a sacrificar a los más pobres?
Publicado en Milenio, 15 de octubre 2020