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Miércoles, Mayo 08, 2024

Jipitecas
No recuerdo por qué no fui al Festival de Avándaro, Rock y Ruedas, en 1971. Creo que no se me ocurrió, o carecí de los permisos correspondientes. En el fondo seguía siendo un roquero de salón. Eso no impidió que sus lodazales me dejaran huella. Vivíamos dentro del rock, orgullosos de tener allá a Carlos Santana y Fito de la Parra, baterista de los Canned Heat, que en 1970 trajeron su Boogie refrito a las Islas de Ciudad Universitaria y la Alameda Central.
Los grupos nacionales perdieron el pudor y cantaban un neoinglés que sirvió para mal llamarlos Onda Chicana: Peace and Love, Dug Dug’s, Three Souls In My Mind, El Ritual, La Revolución de Emiliano Zapata (que pegó en la radio de música en inglés con Nasty Sex), La Tribu, Javier Bátiz y sus Finx. Podíamos sumergirnos en los humos de las tocadas en la Pistahielo Revolución y otros tugurios.
Se era legal e ilegal. Nadie temía meterles miedo a los mayores. Parecíamos peligrosos en un país gobernado por paranoicos. Cuando no represión gacha, razzias injustificadas. Fue difícil tener publicaciones que nos conectaran. Nos volcamos en periodiquitos mimeografiados sin llamarlos fanzines todavía. En el nefasto Heraldo de México, José Agustín y Juan Tovar dirigían atrevidamente un suplemento dominical de música y cine que llenó muchos huecos, junto con las Fábulas pánicas de Alexandro Jodorowsky que yo recortaba del suplemento cultural del mismo periódico, dirigido por José de la Colina. Daba la impresión de que no los leían los directivos de ese diario de ultraderecha.
Hacia 1969 aparece la revista Pop, primer respiradero impreso. En 1971, Piedra Rodante, versión tenochca de la Biblia Rolling Stone. En los dos primeros números tradujo la histórica entrevista de Jan Wenner a John Lennon tras la separación de los Beatles (El héroe de la clase obrera y Vida con los leones) que decretaba el fin del sueño, o por lo menos de mi adolescencia. El 10 de junio el gobierno mostró en la Ribera de San Cosme lo enloquecido de su paranoia. Y la encuerada de Avándaro nos deleitó con sus revelaciones. El reportaje Las chavas y el catre nos puso a rodar en una suerte de feminismo rudimentario. No pasó de ese año y ocho números. Otra revista: La edad del rock.
Dos tiendas se volvieron refugios: Armando Blanco (o Herman de Witt) establece la tienda-antro Hip 70 en avenida Revolución y en las inmediaciones de La Florida. En la Zona Rosa abre Yoko. Allí podíamos desarrollar la contemplación de las portadas y escuchar en las cabinas esa música impagable. Cosa de ahorrar para comprar uno, si acaso, de esos preciosos platos negros que nos elevaban a soñar.
Rotos los Beatles, los de 27 años seguirían muriendo: Brian Jones, Janis Joplin, Jimi Hendrix, Jim Morrison. Las tocadas estaban prohibidísimas. Aun así en 1968 habían venido The Animals al Metropolitan. En 1969, otro intento con The Byrds y Union Gap en el estadio de la Nochebuena terminó en desastre, y The Doors tocaron en el cabaret equivocado. La escena real se remitió a hoyos fonqui y andanadas de naco-blues en las colonias populares. La raza devino bien Creedence, lista para el advenimiento de Kiss.
La radio fue fundamental desde finales de los 60. Radio Éxitos transmitió por años La hora de los Beatles tres veces al día, más una hora de Creedence Clearwater Revival. La Pantera transmitía cada noche Proyección 590 y Radio Capital sumó a su vespertina Ola Inglesa sus Vibraciones nocturnas. Radio UNAM impartía cátedra de lunes a viernes con La respuesta está en el aire, producido por estudiantes de varias facultades.
Hubo que llegar hasta 1978 para que Raúl de la Rosa vendiera como cultura al gobierno priísta la idea de un Festival de Blues que abrió la primera válvula tras una década de prohibicionismo. Presenciamos a John Lee Hoker, Jimmy Rogers y Willie Dixon, y al año siguiente de un tirón Muddy Waters, Koko Taylor, Son Seals, Blind Joe Davis y Willie Dixon otra vez. The real stuff. Llevábamos una década machacando elepés de John Mayall, Allman Brothers, Paul Butterfield, Ten Years After, Grand Funk Railroad, Savoy Brown.
Todos éramos eruditos en formación, cambios, supergrupos, escándalos, discografías. El árbol genealógico del rock echó raíces en nuestros impresionables cerebros, un montón de información inútil que aún sobrevive en nuestra declinante memoria. Dos o tres acordes bastan para identificar banda, rola y versión.
No estorbaba vivir en México para escuchar rock, aunque la politización post 68 y la música latinoamericana de los exilios nos tildaran de colonizados. Quilapayún, Inti Illimani, Daniel Viglietti, Mercedes Sosa o la Nueva Trova, siendo mejor tolerados por el gobierno, nunca sustituyeron al rock, aunque era más fácil abrir una peña que un hoyo fonqui. Tampoco nos resistimos a los trovadores en lenguas latinas: Serrat ya venía cantando a Machado, Georges Moustaki y Chico Buarque prefiguraron a los cantautores por venir. Pero la raza siguió rugiendo: ¡Queremos rock!.

Las novias del Rock , poder y Funk
unque la muy sexuada nueva música clásica compendiaba todos los machismos existentes, desde los años 60 se hicieron lugar las chavas. El culto fálico reinaba en los solos de Hendrix, los desplantes de Jim Morrison, las coreografías andróginas de Bowie, el limón exprimido de Robert Plant. Las chicas, en minoría a tono con la época, no se quedaron quietas. De la pulcra Mary Travers (de Peter, Paul & Mary) pasaron a deslumbrarnos Joan Baez, Joni Mitchel, Judy Collins, Mamma Cass y Phillips. Las malportadas Grace Slick y Janis Joplin se dieron en agitar (la primera) y provocar (la segunda).
Todas ellas anglosajonas, influidas por Big Mama Thornton y la indispensable Nina Simon. The Supremes y Aretha Franklin rompieron los moldes del soul y el Motown. Betty Davis le rompió la cara a quien pudo. Uno de mis recuerdos más raros fue la vez que, en plena adolescencia y camino al Asia, vi cantar en la Disneylandia de Los Ángeles a las mismísimas Supremes con Diana Ross.
En Inglaterra no todo era Mary Hopkins. Embellecieron el folk-rock las voces de Sandy Denny, Jacquie McShee, Maddy Prior. El blues se estremeció con Maggie Bell y la formidable Julie Driscoll (recordada como front-woman de Brian Auger and The Trinity).
Si en los primeros conciertos masivos de los Beatles las chicas se hacían pipí de la emoción, pronto Tina Turner, Grace y Janis desafiaron y sedujeron a los hombres. A Joan Baez debemos haber acicalado y politizado las canciones de Dylan. La canadiense Judy Collins iluminó a sus paisanos Stephen Stills, Neil Young y Leonard Cohen. Joni Mitchel y Laura Nyro probaron su genio de compositoras. Así que, llegada su hora, Patti Smith, Siuoxie, Joan Jett, Chrissie Hynde y Debbie Harry no necesitaron fingir pudor, aunque la masificación de la impudicia la debemos a Madonna. Y la originalidad audaz a Laurie Anderson y Björk.
No se puede ignorar hoy la condición de depredadores sexuales de muchos roqueros. Encontraban complemento en los enjambres de grupis, con frecuencia adolescentes, que pululaban los conciertos y aterrizaban en la orgía perpetua de Led Zeppelin, los Stones o cualquier banda cargada de testosterona y poder. También es herencia del blues: Screamin’ Jay Hawkins y Chuck Berry a su paso dejaron regados hijos y escándalos.
Vienen a mi memoria tres feminicidios en la zona estelar del rock. Phil Spector (creador de la Pared de Sonido, causante de la ruptura de los Beatles, productor de John Lennon y los músicos de Detroit) y Felix Pappalardi (el cuarto Cream, fundador de Mountain) asesinaron a sus respectivas esposas. Bertrand Cantat, vocalista de la espléndida banda francesa Noir Desir mató a golpes a su pareja, la actriz Marie Trintignant. Obvio decir que a la hora del MeToo las filas del rock quedaron particularmente exhibidas.
El poder se volvió parte del rock. En una entrevista que recoge Martin Scorsese en el documental No Direction Home, Allen Ginsberg, adoptado como gurú y tío por la contracultura, cuenta de un reventón donde coincidieron Dylan y Lennon hacia 1965. Cito de memoria: Me sorprendió su inseguridad. Tenían mucho poder, pero eran tan jóvenes que no sabían qué hacer con él. Con el tiempo muchos aprenderían: empresarios, productores, protagonistas de la historia cultural, algunos incursionaron en el cine y la política.
Aunque los medios y el mercado privilegiaban la música masculina y blanca, la escena negra venía con todo aun antes del Summer of Soul (el Woodstock afroestadunidense). No sólo el firmamento del blues. Hubo Motown para aventar arriba, soul, una lluvia de funk y locura (Sly & The Family Stone, Funkadelic) que Michael Jackson llevaría a las masas y a los niños. Matriarcas como Etta James. Los blancos adoraron a Taj Mahal, Ritchie Heavens, Stevie Wonder y Hendrix. Como quiera, la fiesta la dominó el blues de ojos azules. Suyo fue el Valhalla.
El rock adoptó multitud de géneros en el mundo. El metal se propagó en la Europa nórdica y derivó en espectaculares versiones melódicas o crudas que renegaban del rock; en Finlandia es el principal producto de exportación cultural, en cada casa puede vivir un metalero de verdad. Habría hard core, trash, grounge. En Argentina se convirtió en trinchera de la libertad durante la dictadura. Su influencia en Soweto ayudó al fin del apartheid. El ska y el reggae alimentaron a los neojipis, a los renegados punk y al mestizo de la Europa latina, de Mano Negra en adelante.
Políticos inescrupulosos, como George W. Bush y Donald Trump, robarían rolas de Bruce Springsteen, Billy Joel o los Stones con fines propagandísticos. Ray Charles, Michael Jackson, Bowie, Tina Turner, Robert Palmer, Jamiroquai, Queen y hasta Molotov cambiaron a Pepsi. Los publicistas estaban y están ávidos de rentar canciones canónicas. Dylan vendió una a Victoria Secret. Para pagar unas deudas, dijo. El rock nunca se dio baños de pureza. El flamenquero grupo español Pata Negra declaró en nombre de todos: Todo lo que me gusta es ilegal, es inmoral o engorda.

La lengua recobrada
La década de 1980 se caracterizó por la recuperación del castellano en el rock ibérico y latinoamericano. Diversas experiencias lo liberaron del yugo semántico y prosódico del inglés, que parecía inherente al blues, al soul y al rock. Las disqueras y la radio comercial dan con la etiqueta rock en tu idioma, que lo mismo acoge pop de consumo que una nueva idea del rocanrol. Entre los primeros, los argentinos Luis Alberto Spinetta, Charly García, Carlos Aznar y Nito Mestre, quienes, juntos o no, hacia 1975 ya sonaban. Los Jaivas de Chile resultan pioneros absolutos de la fusión. En Perú hay una furia, acallada por los militares. España acoge al rock como parte de la Movida y el mercado redime a Miguel Ríos. Tardía, en cambio, es la fama de Joaquín Sabina.
En México, tránsfugas del canto nuevo (o canto a güevo como se queja Jaime López), emergen cantautores ingeniosos, de buena prosodia y roqueros de corazón: el propio Jaime, Rockdrigo, Roberto González, Rafael Catana, José Elorza, Armando Rosas, Carlos Arellano, Fausto Arrellín. Asociados a los poetas infrarrealistas surgen los Rupestres. El blues se castellaniza con Nina Galindo y a ratos Betsy Pecanins destella con Real de Catorce. Soda Stereo, Los Calamaro y Fito Páez, en Argentina, y Radio Futura, en España, marcan nuevos rumbos.
Por el 85 u 86 se dio un debate curioso. Jaime López fue invitado con reiterada insistencia por el capo de la música popular Raúl Velasco. Así, llevó a Siempre en Domingo Ella empacó su bistec y El mequetrefe. El cronista Jaime Avilés enfureció porque su tocayo se había vendido; a él se atribuyó la pinta en muros de Coyoacán: López cambia a Pepsi. Yo pensaba distinto. Quizá fue fallida su incursión al Canal de las Estrellas, pero ayudó a normalizar el buen rock nacional. No se trataba de ser minoritario; ya no.
Con sus magníficas versiones de López y Elorza, Cecilia Toussaint y el grupo Arpía se incrustan en la imaginación juvenil y devienen inseparables del espíritu del 86-87, la huelga del Consejo Estudiantil Universitario (CEU), en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), y la instauración del sida. Algo de ello recogen ¿Cómo ves? (Paul Leduc, 1986) y Esto no es Berlín (Hari Sama, 2019). Maldita Vecindad y Los Hijos del Quinto Patio dan a conocer su ska pachuco y chilango sobre un camión de redilas durante una gran marcha estudiantil. Emergen los Caifanes, que cruelmente la pegan con la tropi-rola La negra Tomasa, cuando ellos procedían de The Cure y otros conceptos. Café Tacvba aterriza desde Ciudad Satélite. El Personal menea a las clases medias tapatías. El rebautizado Tri de Álex Lora y Botellita de Jerez dan esparcimiento a chicos y grandes con albures y chistes de alto calibre. Chac Mool toma la senda progresiva. La escena arrabalera abunda en las bandas Bostik, Tex-Tex, El Haragán, Arturo Meza, Lira’n Roll.
Alguien había estado escuchando a Zappa, Soft Machine y el nuevo jazz, en la estela de Tinta Blanca. Pienso en La Banda Elástica. En las inmediaciones de Insurgentes Sur dos antros pequeñoburgueses destacan en mi memoria de esta ola ochenta-noventera: Rockotitlán y La Última Carcajada de la Cumbancha (o Lucc).
Una forma de magisterio la ejerce Guillermo Briseño. Al comenzar la década de 1990 ya se cuecen los hervores de Santa Sabina. Pronto la influencia de Manu Chao se vuelve mundial. Nacen La Castañeda, La Lupita, Panteón Rococó, Los de Abajo y Salón Victoria. Steven Brown reinventa el son con Nine Rain. ¿O fue Roberto González?
Aunque las reglas para considerar poesía ciertas letras son tan dudosas como en otras lenguas, no pocos la leen y escriben, y a veces la cumplen en sus rolas. Rita Guerrero se inspira en Villaurrutia, Efraín Huerta y Sartre; además, tiene poeta en casa: Adriana Díaz Enciso. Gerardo Enciso se asociaría con Ricardo Castillo. Y si de publicar libros se trata, lo han hecho López, Catana, Briseño, Armando Vega Gil, Joselo, José María Arreola, José María Reyes, José Cruz. Tres escritores de rock han sido Federico Arana, Jordi Soler y Juan Villoro.
Esta nómina, incompleta y caprichosa, confirma que el idioma ya no representa ninguna barrera. El siglo XXI, infiltrado por otros géneros como el rap y el hip hop, ve nacer entre los mayas, zapotecas, comcáac, totonacas, aymaras, quechuas y mapuche a intérpretes y grupos de blues, rap, metal y reggae autóctonos. El mundo ya había descubierto y vuelto moda la World Music, que mucho debe a Nick Gold, Bill Laswell, el protagonismo de Peter Gabriel y la influencia de Ry Cooder y Paul Simon. Africanos subsaharianos, magrebíes y palestinos en el exilio aportan nuevos idiomas, ritmos y motivos. El beat nigeriano de Fela Kuti rompió barreras. El raï argelino vigoriza la música popular europea. Admito una personal debilidad por Tinariwen, banda tuareg de Mali que la publicidad define como blues del desierto.
El rock es muy asequible, hoy pero las nuevas generaciones le prestan escasa atención. Fiestas, redes, televisoras y estadios viran a formas electrónicamente impuras como reguetón, K-Pop y mazacote punchis-punchis. El idioma se difumina.


Publicados originalmente en el periódico La Jornada:

https://www.jornada.com.mx/2023/06/26/opinion/a11a1cul?fbclid=IwAR1b4ru4V-PdOflj8t9F0KyLOcWX_l5Ty38uOdv1lQuu3_oUHuHsDKtkn2c

https://www.jornada.com.mx/2023/07/03/opinion/a04a1cul

https://www.jornada.com.mx/2023/07/10/opinion/a03a1cul

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G. Arturo Limón D
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“pálido.deluz”, año 10, número 155, "Número 155. Música y educación. (Agosto, 2023)", es una publicación mensual digital editada por Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández, calle Nextitla 32, Col. Popotla, Delegación Miguel Hidalgo, Ciudad de México, C.P. 11420, Tel. (55) 5341-1097, https://palido.deluz.com.mx/ Editor responsable Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández. ISSN 2594-0597. Responsables de la última actualización de éste número Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández, calle Nextitla 32, Col. Popotla, Delegación Miguel Hidalgo, CDMX, C.P. 11420, fecha de la última modificación agosto 2020
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