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Jueves, Mayo 09, 2024

El rock del angelito
Si el rock no ha muerto es porque se aloja en el corazón de los sobrevivientes. Pero ya fue, no hay remedio. No es poco lo que logró ese ecléctico género musical durante algo más de medio siglo. Nacido en los barrios negros de Estados Unidos, alimentó la juventud del baile a partir de 1950, evolucionó, se globalizó y produjo infinidad de piezas y obras, hasta convertirse, como adelantara José Agustín, en la nueva música clásica.
Entre reuniones, tributos y recreaciones de los álbumes históricos, el rock ya usa atril y traje, y no pocas veces silla de ruedas. Su panteón es uno de los más poblados y adorados de la historia, como el del cine. La multitud de instrumentistas, cantantes, compositores y productores que alimentan al rocanrol habla de dos o tres generaciones ricas en genio, o al menos entusiasmo musical, escénico, literario y mediático. De hecho, confeccionó una renovación de los medios de comunicación, que la hizo global. The Beatles son el mejor ejemplo.
Pudo ser Sister Rosetta Tharpe, Muddy Waters o Little Richard el inventor de esa música híbrida e insaciable que sonorizó al mundo a lo largo de la segunda mitad del siglo XX y que todavía alcanzó a rasguñar el XXI, aunque ya lo traicionaban los reumas. Su construcción fue colectiva a gran escala, pero el carisma personal lo era todo.
Inicial y predominantemente del ámbito anglosajón, en un espacio formidable y bífido entre Gran Bretaña y Estados Unidos, durante la década de los 70 se generalizó en el mundo, se blanqueó, se aprietó de vuelta y pronto comenzó a cantarse en otros idiomas. Electrizó al blues y se pobló de subgéneros, etiquetas, cofradías y genealogías a un nivel erudito y detallado. Las disqueras, el público masivo, la mercadotecnia y los azares de la fama rodearon el vasto corpus roquero, que tiene su canonizadora academia en el Salón de la Fama del Rocanrol, que no es sino el aguinaldo por los disco de oro y platino de sus héroes estrafalarios, pronto millonarios, tarde o temprano rutinarios.
En su origen trajo calistenia, sexo sugerido y diversión. Pronto se puso serio, trascendental y hasta mamón, y sobre todo bien pacheco. Qué era una tocada (aunque fuera de tocadiscos) sin un churro, un ácido (y pronto le dimos a cosas más duras, como cantara Dylan hacia 1965). Nos proporcionó profetas, mártires, modelos de conducta (generalmente mala) y apariencia, novios y novias platónicas. A decir de Jim Morrison, ellos podían cometer un asesinato o fundar una religión. Bowie advirtió que se podía ser un suicida del rocanrol. Atrajo a los marginados. Los poetas malditos llenaban teatros y pronto estadios.
Fábrica de nostalgia instantánea, acumuló durante 60 o 70 años nostalgias generacionales y transgeneracionales. A fines del siglo XX un concierto de, digamos, McCartney o los Stones, reunía hijos, padres y abuelos que se sabían las rolas. En las resurrecciones actuales de los que quedan pueden encontrarse hasta bisabuelos.
Transitó acelerado durante largos periodos creativos a través de una tecnología imparable. En la naturaleza del rock estaba ser eléctrico-electrónico. Cuando no, te tenían que avisar: country, unplugged, tiny room, etc. Si el mundo se hacía más y más ruidoso, por qué no lo haría la música. Sobre todo el rock y sus hijitos a todo volumen (pesados, plañideros, operáticos, metálicos, folclóricos, punk, progresivos, rockabileros) con ese apetito muy suyo de ser visto y escuchado.
Los ídolos pudieron ser también odiosos, reaccionarios, pervertidos unos, abusadores otros, narcisistas todos. El traidor, el vendido, el plagiario impune, el arribista inescrupuloso, el presa del alcohol o la heroína, el mal padre, mal esposo, mal vecino.
El Parnaso vivo y muerto de las mujeres posee una interioridad intensa, sexuada como todo en el rock, verosímilmente sincera hasta el desgarro, el desnudamiento y la tragedia. La generosidad del rock en materia de genios locos no termina en Syd Barret y alcanzó a dar lustre hasta para los mediocres. La brillantez dio para cualquiera en el escenario, el estudio de grabación y los medios de comunicación electrónicos.
Ganó todas las batallas: es arte, es cultura, es negocio, es fama, es poder, es historia, es mitología y trivia. Es la banda sonora de nuestras vidas.

 

Siluetas de rock
Pertenezco a la primera generación que nació y creció en el rock contra la opinión de los padres. Eso explica muchas cosas. La radio y la primaria me dieron las primeras lecciones en las batallas de telefonazos por César Costa contra Enrique Guzmán, y Angélica María fue la Anunciación. Los grupos descocaban a la juventud: Rockin’ Devils, Teen Tops, Apson, Locos del Ritmo. A los Rebeldes del Rock, o Rockin Rebels (sic), con su cantante afro-mexicano Johnny Laboriel, debo la primera desobediencia que esa música me prodigó.
La joven Miss de segundo año nos pidió un día cantar en el salón una canción que nos gustara y elegí Siluetas, pegajosa y divertida como un chicle bomba. Corría 1961. De regreso a la casa conté y canté candorosamente. El escándalo de mi madre fue mayúsculo y me prohibió oír y cantar cosas tan inmorales. Pero ya éramos todos unos rebeldes del rock sin saberlo.
Recuerdo la portada: una foto del grupo de los hermanos Tena en la entonces terminal de camiones de Ciudad Universitaria. Infancia es destino. En primer plano los chicos de la banda rodean un carro Hot Wheels ya entonces vintage, empuñando sus armas de destrucción auditiva. De pie sobre el techo Johnny adopta una pose de baile. Al fondo pasa raudo un camión de la línea México-Coyoacán (raya roja) y más atrás se observan los murales de Siqueiros y O’Gorman, además de la Torre de Rectoría. Yo tenía siete años, faltaban otros siete para el gran movimiento estudiantil, y 11 para mi soñado ingreso a la Universidad.
La canción es tontilla pero chistosa. Por algún lado había que empezar: La otra noche fui por ti sin pensar/lo que me iba a suceder al llegar/tras de tu ventana dos siluetas distinguí/en la oscuridad con otro te encontré-é-é-é. Vagamente comenzaron a sonar en mi cabeza los Beatles y la Ola Inglesa, Herman and the Hermits, Dave Clark Five, Box Tops. Supimos de Pete Seeger y Bob Dylan por Trini López. Hacia 1966 caí en las garras de los Monkees por culpa de una guapa prima de Los Ángeles que vivió unos meses en mi casa y me alborotó bastante. ¡I am a believer! ¿Lo pueden creer? Los Belmont traducían a los Kinks. Descubrí que Hiedra venenosa y Fue en un café, o sea Poison Ivy y Under the Boardwalk, las habían grabado antes los Rolling Stones.
Me alivié de los Monkees sin dolor y los Beatles de Revolver me recibieron con los brazos abiertos de Eleanor Rigby. La epifanía definitiva fue el día que un amigo más grande puso como novedad el sencillo de Ruby Tuesday (lado A) y la recién prohibida en Estados Unidos Let’s Spend the Night Together (lado B). Recuerdo el momento en el cuarto de Alfredo, que ni siquiera era muy mi amigo y nunca lo fue.
Lo que siguió siempre he tratado de explicármelo. El caleidoscopio se había encendido. Se volvió un delirio colectivo entre los chavos de la escuela y la colonia. Los cuates estaban tan contagiados como yo. Materializamos esa de yo tu confidente soy y en secundaria voy. Casi sin escalas, de agujetas de color de rosa y un sombrero grande y feo, el sombrero lleva plumas de color azul pastel, pasamos a Tomorrow Never Knows, White Rabitt y Like a Rolling Stone. Ni sabíamos inglés.
El daño estaba hecho. Se sumó al futbol como la pasión de mis días. Una experiencia maravillosa. Demasiado plebe para las drogas, me interesé mucho en ellas, así que al estallar la sicodelia tenía plantado un arcoíris de curiosidad.
La onda se volvió juntarnos en casa de alguno, en la sala o la recámara, y comulgar mano en mano los primeros álbumes de nuestras colecciones personales más bien magras, pues no teníamos lana y nuestros papás no querían comprarnos eso ni en Navidad. Alcanzamos al Sargento Pimienta y su doble página de letras, a Sus Satánicas Majestades en technicolor sideral, a los Kinks, Who, Moody Blues, Byrds, The Doors, Kooper Sessions, Crosby, Stills & Nash (& Young), Ummagumma, Janis, la neblina morada de Hendrix.
El arte de los álbumes, lejos del minimalismo por venir, era una droga en sí, poblada de arcanos y guiños, la nueva mitología del blues eléctrico y las aguas agitadas de Frank Zappa y Las Madres de la Invención. Esa música y esos sueños se creaban sin cesar ante nuestros ojos y oídos. Nos dábamos a la tarea de encontrar los discos, aunque nuestros bolsillos apenas daban para los 45 RPM de hoyo grande. Los padres-madres perdieron el control sobre nosotros. El acabose llegó con Cream y Led Zeppelin. Cuando Carlos se hizo del LP de Whole Lotta Love y lo pusimos a todo volumen mi madre desató su última y más desesperada Cruzada purificadora. Inútil.
Vinieron el 68, Woodstock, Tommy, el punk originario de MC5, las misas negras con Velvet Underground, los cultos secretos a Procol Harum, Soft Machine, Can, Captain Beefheart, Spirit, Lovecraft, Family, Quicksilver. Nos contagiaron la fiebre de Santana, el soul de Ottis Redding y Wilson Pickett, la sonoridad Sangre-Sudor-y-Lágrimas, la alquimia de King Crimson, la rudeza de Creedence Clearwater Revival. Del Submarino Amarillo a Space Oddity, todo parecía un juego de niños a través del Universo.

 

El Rock del Gran Sueño
Cuando cursé la secundaria ocurrió el Summer of Love. Aunque no me enteré, bien podía sentirlo en los huesos. También fue entonces que empecé a escribir poesía. O sea, a los 14 años dejé de tener remedio; morral y no mochila. La tentación del pelo largo. Los primeros huaraches. La preparatoria fue definitiva. Éramos buenos y malos, bonitos y feos, brutos y sabelotodo. Como el rock. El siguiente paso, que no di, fue tocar la guitarra y, ya encarrerados, formar un grupo. El pedo era conseguir los instrumentos eléctricos, que salían carísimos. La batería ocupaba demasiado espacio. Vecinos y familiares detestaban los ensayos.
De la prepa recuerdo dos bandas, una familiar, la otra mera pachanga y, a la larga, persistente. Había unos hermanos Alanís, futuros médicos que vivían en la Anzures. Tocaban bastante bien y pasaron del tono estudiantina al rocanrol en un abrir y cerrar de ojos. La otra banda escolar fue emblemática, formada por naturales del rock que además cantaban en inglés, como Paco, de mamá texana. Se pusieron Flower Power. Paco era, además de bajista, mi primo segundo, vecino de cuadra en la Irrigación y compañero de clase. En un futuro, inimaginable entonces, sería mi dentista.
El español había caído en total descrédito en materia de rock. Nos guiaban las paráfrasis de los escritores de La Onda y los conductores de La Respuesta está en el Aire, de Radio UNAM. Pasado el 68 todavía fuera de mi alcance, la politización en el aire me llevó a Marcuse y Reich. Al salir de prepa ya me creía marxista. Y la música, todo el tiempo, cambiante, arriesgada, inesperada, poética. El ácido, la mota y los honguitos, igual que el sexo, merodeaban mi puñetera imaginación. Me pudría de quinto. In-A-Gadda-Da-Vida duraba hasta el amanecer.
Todos alardeaban de meterse drogas. Mi cuate Pancho, bueno para los números, encuestó a la generación y 90 por ciento aseguraba al menos haber fumado mariguana. Yo pertenecía al 10 por ciento restante, que sospecho éramos más. El más original y hip, Raúl el Rodarte, se enfundaba en cuero negro poseído por Jim Morrison y el Marqués de Sade. Actor talentoso y tal vez escritor genial, abiertamente bisexual, que a la sazón resultaba inaudito, se metía de todo. Él sí. Ácido, mota, coca, peyote, Librium, anfetas. Decía haberse picado. Un día platicando (todos nos la pasábamos choreando) acerca de las puertas de la percepción, según Huxley, le confesé que nunca había probado LSD ni mota. Su respuesta me sigue sorprendiendo: No lo necesitas, tú todo el viaje lo traes adentro.
Gracias a mi esquizofrenia funcional, ese roquerismo no impidió el amor desde la cuna por la música clásica, del Barroco a Mahler, don Igor y el tío Arnold, clásicos, románticos, impresionistas y rusos de por medio. Lo mismo hacían nuestros héroes juveniles. Varios incurrieron en Stockhausen, quizá torpemente. Spooky Tooth ofició una misa electrónica con Pierre Henri. Los grupos devinieron barrocos, sinfónicos, o lo tramitaron vía Moog, Melotron y otros artefactos electrónicos que arrojaron al cuarto de trebejos las Ondas Martenot y las variaciones estocásticas de Xenakis. Pero mientras Ligueti hacía de las suyas, Londres, Nueva York y San Francisco representaban la meca del rock; Los Ángeles puso su parte.
Al jazz me aficioné seriamente gracias a Juan López Moctezuma en Radio UNAM, a Kerouac y Rayuela, siendo mi tríada Charlie Parker, Ornette Coleman (fui muy esnob) y Miles Davis, quien ágilmente incursionó en el rock y el funk, y por momentos, al aire de Herbie Hancock, Wayne Shorter y John McLaughlin, pareció rebasarlo.
El espíritu del 69 se estiró hasta el 72. Me la pasé rolando por todo México, sobre todo el sur, y esperé casi un año a que despertara la UNAM del nocaut de Tlatelolco. Mi cuate Pancho, el más chorero de todos, ponía las telenovelas de la tarde sin volumen con fondo musical de Frank Zappa o Witches Brew, fumándose un gallo. Eugenio pelaba mucho a los gringos como Joan Baez; dylaniano temprano, blusero y country, apreciaba la alegría de Steve Miller, los infinitos de Gratful Dead, el espesor de Blue Cheer. Jaime respiraba por Arthur, Stand Up, Donovan, y compartíamos una debilidad absoluta por The Incredible Sting Band. Mi hermano Carlos se enfilaba por segunda y definitiva ocasión a la Nacional de Música con Led Zeppelin bajo el brazo. Traffic vivía en nuestras recámaras, que querían imitar la portada de Mr. Fantasy.
Muddy Waters y Howlin’ Wolf se nos revelaron como los padres de todo. Elvis nunca me impresionó, salvo Jailhouse Rock. Mil veces preferible Chuck Berry, en esos años cancelado, como se dice ahora, por sus delitos sexuales, y peor, negro. Lennon y los Stones lo reivindicaban. No había como ignorar Johnny B. Goode, que hasta para el reggae resultaría seminal.
Venerábamos a los Beatles, pero siempre me incliné por los Stones, que se la sacaron todita con Beggar’s Banquet. El rock heredaba la Tierra. Para nuestro regocijo, Jim Morrison aullaba: We want the world and we want it now!

 

Publicados originalmente en el periódico La Jornada:
https://www.jornada.com.mx/2023/06/05/opinion/a10a1cul?fbclid=IwAR2RUKXT8GAxRkkli4JOFD12pYNPsRxknt8Fc2xAd8eYBg3Cbl4_wzQnW0Q

https://www.jornada.com.mx/2023/06/12/opinion/a12a1cul?fbclid=IwAR29EsDb_wtwbvFlr4UskoeiqbmXrL3bbNZUT3SFHd_Es5OBP_NV5iiiCbU

https://www.jornada.com.mx/2023/06/19/opinion/a10a1cul?fbclid=IwAR35xKCGzcr6jZcTI1_2_zJcjlskSXsOneYeL0IH0GR4XG3Y_mP1J5QZ85k

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“pálido.deluz”, año 10, número 155, "Número 155. Música y educación. (Agosto, 2023)", es una publicación mensual digital editada por Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández, calle Nextitla 32, Col. Popotla, Delegación Miguel Hidalgo, Ciudad de México, C.P. 11420, Tel. (55) 5341-1097, https://palido.deluz.com.mx/ Editor responsable Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández. ISSN 2594-0597. Responsables de la última actualización de éste número Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández, calle Nextitla 32, Col. Popotla, Delegación Miguel Hidalgo, CDMX, C.P. 11420, fecha de la última modificación agosto 2020
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