“There are places I remember
All my life tough some have changed
Some forever not for better
Some have gone and some remain “
In my life / Lennon/ McCartney.
Nací en 1957. Cinco, seis años después, cuatro jóvenes iban a cambiar el mundo. Yo tenía seis años cuando se lanzó el primer disco de larga duración (elepé) del cuarteto de Liverpool: Please, please me. Ahí empezó una verdadera revolución musical, mientras yo cursaba el primer año de primaria. Qué pena, podría pensarse. No fue así, por algunas razones: la primera, porque mis hermanos mayores compraron algunos sencillos (discos de 45 revoluciones que contenían una o dos canciones, máximo, por lado) y que con sus armonías sencillas me resultaban comprensibles y atractivas ¡Aunque de inglés no comprendiera ni jota! Ese, tal vez, pudiera ser un síntoma de la famosa globalización de las costumbres, ello explicaba, también, porqué se les consideró un fenómeno que trascendió idioma, tiempo, fronteras y edades. La segunda, se deriva de esta última afirmación: esa música trascendió cualquier barrera.
Con el paso de la década, los Beatles empezaron a grabar más discos, a evolucionar, y yo también: mi crecimiento y descubrimiento de una nueva estética musical se dio conforme avanzaba esa década grandiosa de los años sesenta. Cri Cri y toda la escasa música para infantes quedó como un bonito recuerdo de festivales en la escuela primaria o en los estantes de la casa.
Pero ¿y Elvis Presley, Chuck Berry, Bill Halley y los grupos mexicanos como los Teen Tops, Los Rebeldes del Rock, Los Locos del Ritmo, ¿dónde quedaban? Hubo un rock gringo y nacional previo y paralelo a los Beatles y los demás grupos de los sesenta que, efectivamente, significaron la puerta a la revolución, o una revolución en sí misma, aunque nunca de las dimensiones y alcances de la que se gestó en Inglaterra, principalmente. Los sesenta, parafraseando a José Agustín, significaron que el roll quedara de lado y nos quedáramos con el rock, a secas.
Con ese bagaje, con años de desventaja, respecto a quienes ya eran jóvenes al iniciar la década, empezó mi gusto por Los Beatles, por el rock inglés y, en menor medida, también, por el rock and roll nacional.
Cuando entré a la secundaria, las estaciones de radio que escuchábamos varios de mis compañeros eran Rado Capital, La Pantera 590 y Radio Éxitos. Todos en la frecuencia de AM, y lo hacíamos en pequeños radios o en las modernas consolas de entonces: Sky Line, Telefunken, Punto Azul…todas con su invariable tocadiscos Garrard. Tocaban los discos en 33, 45 y hasta los viejos de 78 revoluciones, y, claro, tenían su radio con bandas de AM y la novedosa FM.
Uno escuchaba “Estudiantes 12.60” en radio Capital, “La hora de Los Beatles en Rado Éxitos” y diversos programas en La Pantera 590. Las fiestas estudiantiles, muy fresas por ser chavitos de secundaria, se nutrían de música de Animals, Christie, Petula Clark, Bill Deal and The Rondells, The Kinks, The Monkees, Creedence, Chicago, B J Thomas y, por supuesto, del cuarteto de Liverpool y de los Rolling Stones. Era, ya, la parte final de la década y los principios de los setenta.
Justo en esa frontera del tiempo, recuerdo mi primera fiesta fuera de los linderos de mi barrio, sin la presencia de mi familia. Estaba en la secundaria y tendría unos doce o trece años. La fiesta fue en la Nueva Santa María, en la casa de Maribel, una compañera de la Secundaria Anexa. De pronto, empezamos a jugar a la botella y, ante una pregunta indiscreta, una adolescente de mi edad, muy bonita, hermana de otra compañera, respondió que quien le gustaba era yo. Eso, para un mocoso tímido como era en ese entonces, y cuyas mayores hazañas eran meter goles, anotar touchdowns o jugar frontón con mis cuates de la cerrada, resultó un momento inolvidable que registro, una y otra vez, cada que escucho Hooked on a feeling (prendido a un sentimiento) de B J Thomas, pues era, justo, la rola que se escuchaba en ese momento. La cara de la chavita, por efectos de la nostalgia musical vuelve a aparecer mágicamente al sonar esa canción, después de más de cincuenta años. Magia musical, en efecto; ningún otro arte, creo, es capaz de remover instantáneamente, como un conjuro, emociones, recuerdos, etapas felices o tristes que hemos vivido. Al menos, para mí.
En esa misma época, Machain (no recuerdo el nombre del compañero) llevó, lo que entonces era un novedoso artefacto: una grabadora de carrete, sencillo, en la que pudo reproducir música mientras exponía un tema: Éste no lo registro ahora, pero sí, por supuesto, la rola: Aquarius/ let the sunshine in (Acuario/ Deja que el sol entre) de The Fifth Dimension (La Quinta Dimensión). Todos nos quedamos boquiabiertos, felices y atentos a su discurso. Obvio, se convirtió en mi ídolo momentáneo. Las nuevas tecnologías y sus beneficios educativos, de las que tanto se habla hoy, no son tan novedosas como parece. Así, cuando aparece la canción en Forrest Gump (¡vaya soundtrack!), me remite, también, al evento escolar que les cuento.
El tiempo siguió su marcha. Terminé la secundaria y me aventé una especie de sabático obligado, porque mi certificado demoró por haber reprobado química. En ese año, me dejé el pelo largo, empecé a leer libros de mis hermanos y descubrí, entre otros, a José Agustín, -uno de mis grandes maestros en materia musical, particularmente, obvio, del rock-; con él abrevé historias y narrativas geniales cuyos ejes eran la juventud, las drogas, la libertad, el sexo y el rock. Eso me proyectó a la búsqueda y correcta significación del rock: me di cuenta de que vale tanto una canción, artista, disco u obra no sólo por ser pegajosos o rítmicos, sino que detrás está una producción, una letra, una ingeniería de sonido, muchas experiencias, vanguardias, propuestas: cultura y contracultura. Así, Los Beatles, que para entonces habían dado un giro no solo musical, sino cultural impresionante desde 1967, fueron resignificados por mi escasa cultura y vivencias musicales.
En el año de 1971, en mi sabático obligado, fui con mis hermanos al Festival de rock y ruedas de Avándaro, junto con otro amigo mío, Agustín, a quien le decíamos el Mijiji. Ya, en años anteriores habíamos asistido a ver carreras de autos que se hacían en Avándaro, enclavado en Valle de Bravo, Estado de México. Cuando empezaron a promocionar el festival en las estaciones de radio, mis hermanos decidieron que, con mayor razón, había que estar. Rock y autos. Excelente. Mas, no fue así, la gente se desbordó. Fue imposible que las carreras de autos se realizaran. Me parece que, a partir de ahí se empezó a denominar como jipitecas a los fans nacionales del rock. Primordialmente se llenó de clases medias y bajas. Tocaron varios grupos como el Three souls in my mind (a la postre el Tri) con Alejandro Lora, Los Dugs Dugs, El Ritual y otros. Algunos grupos no pudieron llegar porque la carretera estaba colapsada por la cantidad de autos y caminantes. Nosotros nos instalamos al costado de un tráiler de Canal 8 de Televisión Independiente de México, sentados en barriles de combustible que estaban acostados a un lado de los camiones. Desde ahí, sin estar en la bola enorme de gente pudimos apreciar el evento, sin entender, bien a bien, lo que iba a representar para el futuro del rock nacional. Fuimos criticados por la izquierda como gringos, proyanquis, sin ideología. Por la derecha, la televisión, los medios oficiales y lo que hoy es Televisa, en ese entonces Telesistema Mexicano, nos acabaron, señalándonos como una juventud drogadicta, sin valores y ajenos a la idiosincrasia nacional. Aunque, gradualmente hubo un cambio en su discurso, cuando se dieron cuenta del gran negocio que significaba y, por ello, gradualmente empezaron a promover grupos nacionales, más fresas, que podían mover una cantidad muy interesante de pesos. Bisnes son bisnes.
Las oleadas de humo impregnadas de mota, en efecto, corrieron. Hasta sin querer, uno respiraba ese aire. Pero no hubo violencia ni daños importantes: uno que otro ‘pasoneado’ a quien estabilizaban con leche. Si hubiera sido con alcohol, otra cosa hubiera sido. Fue una gran experiencia que no se compara con otros conciertos a los que he asistido, con otra trascendencia histórica. Stones, McCartney, Clapton, Crimson, Yes, Pink Floyd…, etc.
Avándaro fue importante porque los jipitecas invadieron el terreno y por unos días tuvieron rostro a nivel nacional, aunque los despedazaran: finalmente, eso ocurría todos los días en esa sociedad tan desigual, racista, clasista. represiva, mocha y aburrida como la nuestra. De calidad, mejor no hablamos, hubo de todo. Es lo ce menos, lo importante fue el fenómeno, inflado, promovido, desideologizado o como lo quieran llamar: sucedió, yo diría que para bien.
La radio dejó de ser mi aproximación primaria en la búsqueda de ‘otras músicas’, ‘otros rocks’. Así como me pasó con Los Beatles, me ocurrió con otros grupos y fue, entonces, justo cuando ingresé a la Normal, a mis quince años cuando recuperé algo de lo que se denomina rock progresivo. Digo recuperar, porque parte de esa música ya la había escuchado y tenía algunos discos, pero no me había infectado de ella. Necesité desaprender muchas cosas, proyectar en su justa dimensión otras y abrir mis propias puertas de la percepción a otros horizontes. Y no solo con el rock progresivo, sino con grupos como Led Zeppelin o Deep Purple, por poner ejemplos, que, de muchas maneras, son antecedente de lo que algunos años más tarde, conoceríamos como Heavy Metal. En ese tiempo, simplemente, eran Heavy rock (rock pesado) y de quienes sólo escuchaba lo que programaban en la radio, si bien, Estudiantes 12 60 de Radio Capital tenía, desde entonces, un programa llamado Vibraciones, en el que se escuchaba un rock más oscuro, ajeno a lo comercial y a salvo de las buenas conciencias, por ello lo pasaban ya tarde.
En la Normal no pude abrevar mucho rock, pues aunque había varios amigos a quienes les gustaba, la cultura normalista era muy fuerte en cuanto a la música y el folclor nacional, pero rescato pláticas interesantes con Jesús del grupo 16 y con su hermano, acerca de Tangerine Dream; así como con Heras y Libertario de una generación posterior a la mía con quienes armábamos reventones roqueros en la antigua casona de Heras de la colonia Portales, con Yes y King Crimson retumbando en las paredes y los cristales de la vieja casona de mi cuate.
Yes, Genesis, Van Deer Graaf Generator, Camel, Premiata Forneria Marconi, I’ll Balleto di Bronzo, (estos dos italianos), Pink Floyd, muchos grupos más: holandeses, alemanes, franceses, italianos e ingleses fueron una de las curvas de aprendizaje musical más grandes que tuve, quizá la mayor, y no sólo musical, podría decirse: fue tan impactante como mis primeros semestres en la Facultad de Filosofía: hermenéutica pura: traducción de significados en este caso, de sonidos en cuanto a la música. Tan fuertes, complejos y significativos que me proyectaron al jazz, la ópera y a la genéricamente denominada música clásica.
Omití, deliberadamente, a King Crimson, pues merecen unos renglones aparte: The Court of the Crimson King es una obra que me sacudió de tal forma que pude entender las diferencias sustantivas entre ritmo, melodía y armonía. De ahí para delante toda su obra pasó por mi vida, se quedó en mí. Cada disco es diferente y sus integrantes cambiaron, manteniéndose, siempre, Robert Fripp, el verdadero genio del grupo, no necesariamente el más hábil para tocar, pero quien tenía la música en la cabeza plenamente, todo el tiempo. King Crimson es al rock progresivo, lo que Miles Davis es al jazz: sacudieron las estructuras clásicas de composición, se atrevieron, rompían consigo mismos y se reinventaban; propusieron rutas inéditas; barrocas y esquizoides en el caso de King Crimson. Lo digo, una vez más: King Crimson es la armonía en el caos. Y la armonía es lo más difícil en la música: supone contrapunto o ritmo, acordes, línea melódica, silencio, sucesión ordenada o compleja de los sonidos, respeto profundo y espacio a todos y cada uno de los instrumentos, de las voces. Lo digo con cautela y bajo mi propia responsabilidad, así como con profundo respeto a Led Zeppelin o Pink Floyd, por ejemplo, quienes también se manifestaron con creatividad, vanguardia, diferencia, estilo y propuesta propia. Por supuesto que fueron y siguen siendo de mis favoritos, con muchos más, pero quien me marcó fue King Crimson..., así como Los Beatles cuya revolución cultural, más allá de las etiquetas maniqueas que frecuentemente les asignan, está, ya, en los anales de la cultura del siglo XX.
La Normal Superior, la UNAM y la UPN fueron importantes en mi vida, no obstante, en el primer caso significó mi encuentro con la vida académica y con la militancia política; la segunda, con la posibilidad de desentrañar textos, teorías y corrientes filosóficas que me pusieron en jaque, por fortuna, porque ello me obligaba a pensar; la tercera porque fue el descubrimiento de un mundo tan complejo e interesante como King Crimson. La música siguió presente, pero no puedo asociar, ahora, algún momento relevante para esta modesta crónica.
Es tan poco el espacio y tanta mi necesidad de mostrar mi Lado Oscuro de la Luna -parafraseando a Pink Floyd-, es decir, de desnudar mi personalidad y contarles que soy algo más que un maestro o un padre de familia. La música me ha regalado momentos únicos: es mi compañera, la que me pone a pensar, a llorar, a disfrutar, a bailar eventualmente, a sentir, en una palabra. Con ella surge mi animalidad más primitiva o mi sensibilidad más profunda: depende de cuál, con quién, solo o en qué momento de mi vida me encuentre. La música está conmigo, en el amor, con mis amigos, mis perros, en la enfermedad de alguien querido, en su partida, en su distancia o cercanía, en mis celebraciones, en mis derrotas, en mis sueños y en mis pesadillas.
Gracias, también a The Who, Serrat, Bethoven, Mozart, Verdi, Schubert, Miles Davis. John Coltrane, David Bowie, Charlie Parker, Albert King, BB King, Porcupine Tree, Elis Regina, Tom Jobim, Procol Harum, Cream, Creedence y muchos más por darme la oportunidad de vivir y sentir, todo el tiempo. Su música es el bálsamo que siempre me rescata. Dondequiera que estén, vivirán por siempre en mí y en muchos más. Salud.