Los años 1974 y 75 fueron años que marcaron mi vida. Primero, con la muerte de mi padre y seis meses después, con la de mi madre. Fue un periodo de transición entre la primaria y la secundaria. Mi refugio fue el radio y específicamente dos estaciones: Radio Educación y FM Globo.
En esa época, Alberto, Beto, mi hermano varón mayor ya había ingresado al CCH --la segunda generación-- del sistema de educación media superior implantado por Luis Echeverría como respuesta a la reducción de espacios en las preparatorias de la UNAM, a las cuales asistieron mis hermanas Margarita y Tere que, por cierto, eran más ¨fresitas¨ con sus gustos musicales.
Beto es quien abre el panorama a un nuevo género musical de los que se escuchaban en casa, el de “protesta” y no latinoamericano como ahora se suele nombrar; aunque, los Beatles; Crosby, Stills & Nash; Joan Baez; Bob Dylan y hasta Los Monkees se escuchaban porque, como lo dije, mis hermanas gustaban de oír la estación La Pantera “Radio 590… La Pantera”. Y digo oír porque del significado de las letras ni mais que yo entendía algo.
Con la muerte de mis padres dejamos de escuchar a Cuco Sánchez, Luis Pérez Meza, a las grandes bandas y el Swing y, a lo que durante mucho tiempo mis amigos denominaban “música de elevador” o de “tiendas comerciales” que se transmitía a través de “Radio Maranatha”, una de las pocas estaciones en FM de esa época o probablemente la única. También quedaron atrás los cantos del grupo de jóvenes de la iglesia y comenzaron a tener sentido letras que no tenían ya que ver con un Dios que, como lo diría Serrat: “¡Oh, no eres tú mi cantar, no puedo cantar ni quiero
a ese Jesús del madero, sino al que anduvo en la mar!”; o con un Cristo y una religión que predicaba el amor y la caridad, cuando en los hechos siempre me pareció que su objeto nunca fue el buscar el bien común. Una alternativa que se tenía en esos años de los setenta era la teología de la liberación, corriente que me parecía algo más real, terrestre y verdadera, que adorar a algo intangible en lo que mis padres creían. Canciones como Plegaria a un Labrador de Víctor Jara y A Desalambrar de Daniel Viglietti o La Saeta de Joan Manuel Serrat dan un marco más firme a mi incredulidad.
El rock and roll, las cumbias y el cha-cha estuvieron fuera de mi radar hasta mis 13 añitos que la mamá de una vecinita nos enseñó a bailar a Eva, hermana un año mayor, y a mí.
La democracia musical siempre privó en casa. Lalo con el Bossa y el Jazz; Manolo, con el rock progresivo o pesado; y Eva, con música para bailar (cumbias, rock and roll y disco); Coco y Quique, los más chicos, se tenían que aguantar y escuchar la música que a los hermanos mayores nos gustaba. Aunque, Cri-cri y el disco de Chespirito también fueron integrados al repertorio de la familia. La variedad de gustos y géneros fueron el sello musical en casa. ¡Esa es la suerte de ser la séptima de 9 hermanos!
Ya en la secundaria, en una escuela pública para puras mujeres y la más recomendable para niñas en la colonia donde vivíamos en la Ciudad de México, la número 41 “Sor Juana Inés de la Cruz” --paradójicos el número y el nombre-- y después de un año del golpe de Estado en Chile, la muerte de Salvador Allende, de las dictaduras que se vivían en Argentina y Uruguay. No como la de ahora, la del gobierno actual donde muchos ilusos consideran que se vive. Ahí, en las dictaduras latinoamericanas de los setenta y, después las de los ochenta, las de Nicaragua y El Salvador; ahí, sÍ hubo muertos, muchos jóvenes que fueron asesinados y perseguidos por sus ideas. Ahora, es un juego de niños, donde los soldados son de chocolate y se puede gritar: “muerto, revive”. Es un juego de “Combate” y del “Jeep bolas, bolas” --chiste familiar--, donde a la media hora que te aburres del juego, dejas de tuitear. Ahora, se les señala, encara, lloran, se dicen perseguidos o perseguidas por violencia política de género y… ¡no pasa nada!
Como les decía, con las dictaduras latinoamericanas hubo una gran ola de asilados políticos en México, y por mi orfandad y la desolación que una preadolescente podía sentir, era lógico que las letras de canciones de discos como Chile Herido, que el primo Rafo nos regaló, las atraparan.
Materias como Historia de México y Ciencias Políticas y Sociales, en CCH, donde algunas de las lecturas obligadas fueron Del árbol de la noche triste al Cerro de la Campanas; De Espartaco al Che y de Nerón a Nixon; La Revolución Interrumpida de Adolfo Gilly (que hace un par de semanas murió) o textos de Engels o Marx, planteaban una visión del mundo y del “devenir” (concepto en ese entonces muy utilizado), me dieron una respuesta más certera de la realidad, de la vida cotidiana y, aún más, de la desigualdad que a las mujeres nos tocó vivir. León Chávez Texeiro en su canción Se va la Vida describe la realidad de tantas mujeres que, a mi corta edad, sin saber cómo ni por qué, de alguna manera me tocó vivir.
Planteamientos sobre la técnica de “Grupo Operativo”, aprendidos también en mis clases de Ciencias Políticas, que trataba sobre la idea de que la resolución de cualquier tarea explicita, siempre involucra una tarea implícita, y que en otras palabras significaba que en cualquier labor de un grupo era importante identificar las relaciones sociales que en el propio grupo se establecían. Sin darme cuenta, de alguna forma fueron aprendizajes que me permitieron entender el cómo en el grupo familiar, de 9 hermanos, comenzamos a establecer tareas específicas que, sin la ayuda del otro, no se podría resolver lo cotidiano: los ingresos económicos que por lo menos tres de los hermanos mayores tenían que aportar para cubrir los gastos familiares; el trabajo en casa de la mayoría, para resolver cuestiones tan triviales como la limpieza, la compra de alimentos y su diaria preparación; o el tener que lavar la ropa, a mano porque la lavadora estaba descompuesta, al igual que la televisión, por lo que leer era obligación y dar vuelta al dial, para localizar la música preferida, era el entretenimiento que más deleite me producía.
La música acompañaba todas las tareas dentro y fuera del hogar; sus letras y sus autores decían lo que para mí, como para muchos, era imposible expresar. Las canciones retrataban pensamientos, sensaciones y estados de ánimo de mucho mejor forma de lo que yo lo podía pensar o decir; o, simplemente, fue la forma en que aprendí a relacionarme con los otros.
No podía dejar de llorar, sin saber por qué, al escuchar De Cartón Piedra, Penélope, al Sur de mi mochila, Llueve en agosto o Ya están las semillas; o el sentirme alegre al escuchar Hoy es un gran día, Yo no te escogí, Canción con Todos.
Dave Brubeck y Take Five tenía todo el potencial para acercarme a quien gustaba del jazz; Moody Blues, Yess o Jetro Tull, a otros más. Aunque, para compartir con los otros siempre preferí la bohemia y canciones de Serrat, la Negra, Silvio, Pablo, Chico Buarque, Eugenia León y, muchos años más tarde integraría a mi gusto musical, a Mecano, Marcial, Haro, Rafael Mendoza y la música de huapango.
Como toda universitaria, estudiante de periodismo y bajo el pretexto del enamoramiento y la obligación de abrirse y conocer más géneros musicales, y tratando de vencer mis propios prejuicios, escuché a Emanuel, José José y Juan Luis Guerra. La salsa y la Fania All Start era música obligada para escuchar y bailar.
Aunque, pasados los años y el descubrimiento de nuevos intérpretes y géneros musicales, junto con mi hijo en sus años de estudiante y compartidos durante el trayecto a su escuela, como Jean Tersean, Muse, Franz Ferdinan y que no he de negar que me gustan, siempre vuelvo a aquellos autores y géneros musicales que dejaron huella en mi vida de estudiante y que hasta ahora me acompañan.