La música es el territorio donde nada nos hace daño.
Andrés Calamaro
La música es la aliada cotidiana que, con belleza auditiva, enriquece la existencia de las personas. Casi se puede generalizar que en la actualidad toda la gente tiene una banda sonora, recopilada a lo largo de la vida, con más de diez canciones a las que recurren, recurrimos, en momentos de inmensa alegría o devastadora tristeza. Hoy las modernas plataformas musicales nos permiten colocar las canciones que más escuchamos en el mes o año y cambiarlas a nuestro gusto. Las celebridades lo hacen y comparten su lista cada determinado tiempo.
Junto con la literatura y el cine, la música representa la tercera de las artes más cercanas a casi cualquier ser humano por su proximidad popular; éstas conllevan un proceso formativo y abren horizontes hacia otras formas de vida, saberes, sentidos, posibilidades, expresiones, comprensiones, emociones y focos perceptivos.
Por ello, la música es una escuela en sí misma que rebasa con creces los intentos curriculares de incluirla en las instituciones educativas. La mayoría de la música no es formal y se va adquiriendo de múltiples maneras que pasan por procesos familiares, culturales, históricos, sociales y estéticos. La música es inevitablemente evocativa, y nos trasporta a recuerdos, nos regresa en el tiempo, nos hace soñar y, en fin, nos introduce a momentos de nostalgia o reflexión.
En el presente artículo narraré algunos de mis inicios en el gusto por la música.
En lo particular, he sido un ser afortunado por haber tenido unos padres melómanos. Entre los objetos imprescindibles con los que conviví en mi infancia, objetivamente, dominaron discos de acetato y libros. Pero aquellos de los que se desprendían hermosos sonidos, fueron inevitables en muchos rituales familiares, a diferencia de los textos impresos que siempre se podían postergar o dejar reposando en los libreros.
No podré mencionar, por incontables, todos esos rituales. Fueron muchos, pero mencionaré tres, empezando por la visita de mis abuelos maternos a la casa a comer. Esto era casi siempre los jueves, en las que mi papá y mi abuelo- antes de ingerir los alimentos- se contaban diferentes versiones de la revolución mexicana, la de un profesor de historia con alguien que la vivió y sufrió en carne propia. La revolución parecía ser infinita; era el tema principal de ese diálogo semanal.
La platica, siempre prudente y respetuosa (en la que mi papá llamaba Ingeniero a mi abuelo y éste, Profesor a mi padre) tomando un brandy que mi abuelo llamaba Parras-Madero con refresco y con música de fondo, básicamente de tres tres discos: Los Santos, El Dueto Caleta y una recopilación de sones huastecos. Así transcurría su conversación mientras el tocadiscos reproducía las canciones guerrerenses (mi abuelo era de Teloloapan) compuestas por José Agustín Ramírez, que ahora veo que tienen algún contenido ambiental:
Por los caminos del sur
hay rosas, voces y estrellas
son canciones y doncellas
bajo un alto cielo azul.
Jaguares en las marañas
y pájaros sobre el río
es un bello desafío
la selva con la montaña.
Amanece en los jornales
una ilusión campesina
de céfiro es la colina
Y alegría en los manantiales.
El segundo ritual musical familiar eran los viajes. Mi padre, antes de llenar el tanque de gasolina, checar la llanta de refacción o subir las maletas, seleccionaba, uno por uno, los casetes que escucharía y los colocaba en una especie de portafolio de piel con compartimentos para ellos. La familia éramos su audiencia cautiva del Distrito Federal a Acapulco, por la carretera federal y de regreso.
Era hermoso escuchar los discos de música popular completos de esa forma, porque oías cosas que no pasaba el radio. Por ejemplo en el disco El Tahúr venía de relleno el corrido El Martes me fusilan, escrita y cantada por Vicente Fernández y que luego yo cite como epígrafe en un trabajo sobre los cristeros:
El martes me fusilan
a las seis de la mañana
por creer en Dios eterno
Y en la gran Guadalupana.
Me encontraron una estampa
de Jesús en el sombrero
por eso me sentenciaron
porque yo soy un cristero.
Por eso es que me fusilan
el martes por la mañana
matarán mi cuerpo inútil
pero nunca, nunca mi alma.
El tercer ritual tiene que ver con una costumbre de mi madre. Desde que éramos muy pequeños limpiaba los discos de vez en vez. Y en ese inter nos ponía algunos. Ese día inevitablemente comenzábamos escuchando junto con mis hermanos el disco de Cri Cri, por ejemplo, aquella discusión del Comal y la Olla, que a veces me desesperaba, escrita por Francisco Gabilondo Soler:
"Oye Olla, oye, ¡oye!
si te has creido que yo soy recargadera
búscate a otro que te apoye.
Y la Olla se volvió hacia el primero:
¡Peladote, majadero!
es que estoy en el hervor de los frijoles
y ni ánimas que deje para asté todo el brasero".
El Comal a la Olla le dijo:
¡cuando cruja, no arrempuje!
Con sus tiznes me ha estropeado ya de fijo
la elegancia que yo truje.
En la escuela primaria la música, casi en exclusiva pertenecía al territorio del 10 de mayo. Día de las madres. Ahí bailé, en segundo año, un paso doble vestido de torero (azul y oro) y el Carnavalito que cantaba Roberto Carlos, vestido de chino, dado que no hubo dinero para otro disfraz y me pusieron con el que había bailado mi hermano años atrás. El argumento de papá fue impecable: hay chinos en todo el mundo, hasta en los carnavales.
Llegando está el carnaval quebradeño, mi cholita.
Fiesta de la quebrada humahuaqueña para bailar
Erke, charango y bombo
carnavalito para bailar, bailar, bailar, bailar.
Tengo que decir que muchos de mis compañeros de salón eran hijos de los obreros que trabajaban en las disqueras que se ubicaban en la calle de Cuitláhuac (Musart, Peerless, etc.) en la Colonia Obrera Popular. Por ello estaban bastante al día de los éxitos de la música contemporánea de los años sesenta y tal vez, debido a eso, en el recreo ponían un disco de Demis Roussos, un gordo que cantaba vestido con una túnica y que estaba de moda.
En la Secundaria Anexa a la Normal Superior tuve dos inmensos maestros de inglés, no porque su método fuera infalible, sino porque ponían canciones de los Beatles como parte del aprendizaje del idioma. Por supuesto que por esa época y en esa misma música me educó otro dispositivo: una radio de transistores que llegó como un regalo desde La Paz, Baja California Sur. En esta radio escuchaba, cuando podía, la estación Radio Éxitos y las horas dedicadas al cuarteto de Liverpool.
Los amigos próximos han sido la otra gran enciclopedia en la que me formado musicalmente: el rock (con cientos de derivaciones); la música de protesta; la trova -vieja y nueva-; la salsa con sentido social; el jazz; el bolero; el tango; los corridos; la música instrumental, clásica o barroca; el pop; la norteñas; la regional; la música de distintas partes del mundo.
Y toda ella la aprendí en fiestas, salones, pasillos, parques, autos, salas, cubículos, etc., y también de amigos que gozaban al compartir la música que les placía y con la que me quedé para siempre y que se ha ido convirtiendo en mi propia banda sonora y, sin lugar a duda, en una de mis mejores terapias.