Antonio Tabucchi
Traducción: Gabriel Humberto García Ayala
Una noche de hace miles de años, una época que es imposible calcular con exactitud, Dédalo, arquitecto y aviador, tuvo un sueño.
Soñó que se encontraba en las entrañas de un inmenso palacio, y caminaba por un pasillo. El pasillo desembocaba en otro y Dédalo, cansado y confuso, lo recorría apoyándose en las paredes. Cuando había recorrido dicho pasillo llegó a una pequeña sala octagonal, de la cual partían ocho pasillos. Dédalo comenzó a sentir un gran anhelo y un deseo de aire puro. Se dirigió a un corredor, pero éste terminaba en una pared. Por siete veces Dédalo lo intentó hasta que, al octavo intento, entró en un pasillo larguísimo que después de una serie de curvas y de esquinas salió a otro pasadizo. Dédalo entonces se sentó en una escalera de mármol y se puso a reflexionar. Sobre las paredes del pasillo había antorchas encendidas que iluminaban frescos azules con pájaros y flores.
Solo yo puedo saber como salir de aquí, se dijo Dédalo, y no recordó cómo. Se despojó de las sandalias y comenzó a caminar descalzo sobre el piso de mármol verde. Para consolarse comenzó a cantar una antigua canción de cuna que había aprendido de una anciana sierva que lo había acunado en la infancia. Las bóvedas del largo pasillo le restituían su voz repetida diez veces.
Solo yo puedo saber como salir de aquí, se dijo Dédalo, y no lo recordó.
En aquel momento desembocó en una amplia sala redonda, con frescos de paisajes absurdos. Aquella sala le recordó algo, pero no recordaba qué le recordaba. Había sillas tapizadas con lujosas telas y, en medio de la habitación, una gran cama. En el borde de la cama estaba sentado un hombre esbelto, de músculos ágiles y juveniles. Y aquel hombre tenía una cabeza de toro. Tenía la cabeza entre las manos y sollozaba. Dédalo se acercó y le puso una mano en la espalda. ¿Por qué lloras?, le preguntó. El hombre liberó la cabeza de las manos y lo miró con sus ojos de bestia. Lloro porque estoy enamorado de la luna, dijo, la vi solo una vez, cuando era niño cuando me asomaba por una ventana, pero no puedo alcanzarla porque estoy prisionero en este palacio. Me contentaría tan solo con tenderme sobre un prado, durante la noche, y dejarme besar por sus rayos, pero estoy prisionero en este palacio desde mi infancia. Y empezó a llorar nuevamente. Y entonces Dédalo sintió un gran estremecimiento, y el corazón le latía muy fuerte en el pecho. Te ayudaré a salir de aquí, dijo.
El hombre-bestia levantó nuevamente la cabeza y lo miró con sus ojos bovinos. En esta habitación hay dos puertas, dijo, y en cada una de las puertas hay dos vigilantes. Una puerta conduce a la libertad y la otra conduce a la muerte. Uno de los guardianes dice solo la verdad y el otro la mentira. Pero yo no sé quién de los dos dice la verdad y quién miente, ni cuál es la puerta de la libertad ni cuál la de la muerte.
Sígueme, dijo Dédalo, ven conmigo.
Se acercó a uno de los guardianes y le preguntó: ¿cuál es la puerta que, según tu colega, conduce a la libertad? Y luego cambió de puerta. En efecto, si hubiera consultado al guardián mentiroso, éste, cambiando la verdadera indicación de su colega, le habría indicado la puerta de la horca; si, por el contrario, hubiera consultado al guardián veraz, en verdad, él, dándole sin cambiar la falsa indicación de su colega, le habría mostrado la puerta de la muerte.
Atravesaron esa puerta y volvieron a recorrer un largo pasillo. El corredor estaba cuesta arriba y conducía a un jardín colgante que dominaba las luces de una ciudad desconocida.
Ahora Dédalo recordaba, y estaba feliz de recordar. Bajo los arbustos había escondido plumas y cera. Lo había hecho para sí mismo, para huir de aquel palacio. Con aquellas plumas y con la cera construyó hábilmente un par de alas y las aplicó en la espalda del hombre-bestia. Después lo condujo al balancín del jardín de la azotea y le habló.
La noche es larga, dijo, la luna muestra su rostro y te espera, puedes volar hasta ella.
El hombre-bestia se volvió con sus ojos mansos de bestia. Gracias, dijo.
Ve, dijo Dédalo, y le dio un empujón. Vio al hombre-bestia que se alejaba con amplias brazadas en medio de la noche, y volaba hacia la luna. Y volaba, volaba.
Dédalo. Arquitecto y primer volador es, quizá, uno de nuestros sueños.