La barbarie en la historia humana es sinónimo de intolerancia y, en consecuencia, caldo fértil para el clasismo y racismo y para el advenimiento de sociedades totalitarias, pero también de gritos de rabia, radicalismo y desespera-ción que alimentan la sinrazón y niegan los aportes de la ciencia. En plena era digital, con 4 mil 540 millones de internautas, 60 por ciento de la población humana conectada a Internet, la crisis del mundo moderno parece inducir un nuevo florecimiento de la barbarie, del fanatismo de diversos colores, olores y sabores, ahora inducido, expandido y multiplicado por la red global y los medios de comunicación. Quienes pensaban que se habían superado los viejos tiempos oscuros y que la ciencia daría lugar a sociedades y ciudadanos orientados por el conocimiento objetivo y la razón, o por la pasión y la razón en conjunción equilibrada, hoy deben aceptar que padecían de un excesivo optimismo. Con un panorama que parece repetirse justo un siglo después, aunque con sus especificidades, la barbarie retorna. Con las dos guerras mundiales, la humanidad alcanzó sus máximos niveles de locura. Ello costó la vida de unos 120 millones de personas y la destrucción de ciudades, industrias, obras, infraestructuras y el dolor de millones de familias. Ese vórtice de muerte estuvo alimentado por el liberalismo, el fascismo y el comunismo, tolerado e incluso apoyado por los tres grandes monoteísmos (cristianismo, judaísmo e islamismo). Ello tuvo como núcleo, como eje disparador, a Europa, que se suponía era la cúspide de la civilización y que hoy debe enfrentarse a su propio declive.
Con el arribo del Covid-19, la barbarie se expande y reproduce a toda velocidad por los nuevos medios, y se oculta en discursos que parecen fundamentados en una suerte de analfabetismo digital, facilitado por la brevedad y la velocidad de los mensajes. Ya no es sólo la fe religiosa o el dogmatismo político de izquierda y derecha convertida en ceguera, sino un sinfín de creencias insostenibles a la luz de la razón y de la ciencia. Que dos sicópatas estén gobernando los dos países más grandes de América es la primera y mayor expresión del retorno de la barbarie. Ambos fueron elegidos democráticamente. El problema no son entonces Donald Trump o Jair Bolsonaro, lo realmente preocupante son las mentes de quienes votaron por ellos. ¿Qué valores reconocieron en la figura de Trump, el magnate que durante cuatro años se comportó como un individuo clasista, mentiroso, racista, misógino, acechador sexual, anticientífico, negador del cambio climático, acusado de violar leyes y de evadir el pago de impuestos, los 71 millones que votaron por él en los comicios pasados? ¿Coinciden con sus posturas o una extraña ceguera les impide verlas? ¿Dónde quedó la ética en esos votantes? El caso brasileño no se queda atrás. En el país del carnaval y el glamur tropical, 49 millones votaron por Bolsonaro en 2018, un ex militar y parlamentario racista, homofóbico, misógino y violento, con declaraciones como: “hay que dar seis horas para que los delincuentes se entreguen; si no, se ametralla el barrio pobre desde el aire…” “vamos a fusilar a los militantes de izquierda…” “las comunidades negras no hacen nada, no sirven ni para procrear…” el error de la dictadura fue torturar y no matar... La samba de la muerte en la figura de un presidente.
En el contexto de la pandemia, estas dos figuras políticas encabezan las teorías de la conspiración que afirman que la llegada del virus fue inducida y provocada por fuerzas todopoderosas (como el gobierno chino), en plena complicidad con la Organización Mundial de la Salud y las corporaciones farmacéuticas. En consecuencia, las vacunas son un invento mercantil inservible. Esta misma posición ha sido adoptada por millones según se lee en las redes sociales, pero también por innumerables intelectuales (de izquierda y derecha) y por prelados como el cardenal Juan Sandoval en defensa de la Virgen de Guadalupe. Destaca el ensayo La invención de una pandemia del filósofo italiano Giorgio Agamben, ya convertido en libro, cuyas tesis han sido adoptadas por autores como Carlos Fazio en estas páginas. Sus tesis afirman que “el actual circo pandémico mundial… conlleva una especie de terror sanitario como instrumento para gobernar con eje en una bioseguridad basada en la salud” y que puesto que “…la epidemia y la tecnología están inseparablemente entrelazadas…” el miedo ha sido usado como herramienta de poder como nunca antes en la historia de la humanidad (sin comentarios). Por lo tanto: “el distanciamiento social −nuevo eufemismo de confinamiento− será el nuevo principio de organización de la sociedad”. A reserva de analizar con detalle estas afirmaciones plenas de fantasía y algo de paranoia, yo invito a confrontarlas con la dramática realidad de un sólo infectado por el virus: la descripción que hizo ayer Jesús Martín del Campo en La Jornada (28/12/20).
Seguimos indagando acerca del retorno de la barbarie, acrecentado o estimulado por el arribo de la pandemia del Covid-19, la que debe enfrentar la especie humana. Dos ejemplos recientes provienen de la fe religiosa. El primero es el del cardenal mexicano Juan Sandoval trasmitido por Facebook (12/8/20), lamentando el cierre de la Basílica de la Virgen de Guadalupe por motivos de la pandemia, un santuario al que acuden millones cada año.
El cardenal identifica al Covid-19 como algo demoniaco, obra de satanás. Como el caballo bermejo y verdoso del Apocalipsis, como la bestia o la peste. Según el prelado, la pandemia la construyó la Organización Mundial de la Salud (OMS) en complicidad con varios gobiernos y la mafia internacional, los mismos que están fabricando las vacunas, un negocio redondo, perverso y malvado. La única que salvará a los fieles de esta amenaza será entonces la misma Virgen. De los 286 comentarios recibidos, todos apoyándole, destacan los siguientes: “… el virus es un pretexto para despojarnos de nuestra fe” … la Virgen de Guadalupe le pisará la cabeza a la serpiente …lo que se necesita es exorcizar al planeta. El segundo mantiene tesis similares, pero desde una tribuna con especialistas, es decir, mediante un discurso ilustrado, decente y racional en su forma, es decir, más sutil. Se trata del programa de televisión Ver y creer, con 18 años de antigüedad, que conduce el reconocido periodista católico Roberto O’Farrill, figura muy destacada en los medios religiosos y autor de varios libros. En un recuento de 2020, realizado en un programa del pasado 27 de diciembre congregó a un economista, un teólogo y a un experto en geopolítica.
Con un crucifijo como emblema los participantes lamentaron el cierre de los templos, coincidieron con Trump en la teoría conspiracionista a la que calificaron de plandemia, orquestada por China y que desencadenó una guerra virológica, y aceptaron el fraude electoral en Estados Unidos organizado por el Partido Comunista Chino.
En el campo doméstico, celebraron el plantón de Frena en el Zócalo, pusieron en ridículo al Presidente de México y confirmaron la existencia de la peor situación económica del país en un siglo. Su mayor conclusión que fue ilustrada por varios hechos antiguos: sólo la fe puede curar a los enfermos de Covid-19. A contrapelo de los dos casos anteriores, el papa Francisco declaró desde el Vaticano hace dos días: “… el oponerse a la vacunación equivale a un suicidio”.
En sintonía con lo anterior la oposición a la vacuna adquiere visos inimaginables en varias naciones. En Argentina, por ejemplo, se han expresado a través de los medios opiniones contra la vacuna rusa Sputnik V porque “… puede inducir el comunismo”. E Internet nos muestra a respetables médicos que sin recato alguno afirman contundentes que las nuevas vacunas afectarán el código genético de quienes la reciban o generarán esterilidad. Cuando la humanidad debe mostrar un frente común de solidaridad y de comportamientos racionales ante un patógeno que amenaza su existencia, saltan las reacciones basadas en el dogmatismo, la desinformación y la falta de escrúpulos.
Las absurdas respuestas desen-cadenadas por la pandemia se vienen a sumar a otras previas como la de los terraplanistas, que continúan afirmando que la Tierra es plana desde la fundación en 1956 por Daniel Shenton de la International Flat Earth Society. Casi extinta, esta asociación ha rebrotado en los últimos años, ahora con millones de seguidores en países como Brasil.
La barbarie suprema, sin embargo, es aquella que niega la existencia de la crisis climática global a consecuencia del efecto invernadero provocado por la contaminación industrial. En las próximas décadas éste será, ya es, el tema que orientará el destino de la humanidad y aquí, como ha quedado demostrado, los aportes de una ciencia holística, multidisciplinaria y multinacional es ya decisiva. La ciencia bien orientada, realizada y consensuada de manera colectiva y sin otros intereses más que los de la evidencia derivada de la investigación, será la única que pueda guiar a la especie por los caminos de la razón y de anular los instintos suicidas del Homo demens.
¿Qué hace a las masas negar las evidencias o negarse a consultarlas? Como lo señalamos en nuestro artículo anterior, la barbarie se expande y se contrae en el corazón de la humanidad, al parecer dependiendo del nivel de crisis en el que se encuentre. Como veremos, ello parece activar reacciones contrarias en el cerebro humano.(Continuará).