Una suposición habitual acerca de las distopías es que se trata de advertencias sobre lo que depararía un terrible futuro. Así, una de las lecturas más habituales de la que quizá sea la distopía más famosa de todas, 1984 de George Orwell, es que era una advertencia contra los horrores del totalitarismo, encarnado en su época en los regímenes nazi y soviético. En mi opinión, si bien por supuesto esta lectura no carece de fundamento, no es tampoco la más interesante. Ello porque las mejores distopías, como sucede con las obras clásicas, más que referirse a acontecimientos específicos son atemporales, en el sentido de que van actualizándose con el paso del tiempo y con las transformaciones de las distintas épocas.
Y de hecho, un poco como sucede con las tragedias clásicas, en las grandes distopías la trama se revela un tanto como inevitable, a la vez que hasta cierto punto secundario. Sólo que el papel que por lo general juegan en las tragedias tanto el coro como el destino (en tanto conocen y moldean desde “fuera” el recorrido trágico de los protagonistas), en las distopías se conjunta de alguna forma en los que detentan el poder, que son los arquitectos de las particulares normas que estructuran las sociedades distópicas. Y en ese sentido controlan y anticipan los movimientos de los protagonistas, cuyos intentos de rebelión no es sólo que estén destinados invariablemente al fracaso, sino que al final se termina revelando que eran parte del propio juego del poder, que conocía y toleraba dichos esfuerzos, quizá precisamente por saber que estaban condenados al fracaso.
Así que más que advertencias las distopías se pueden leer como comentarios de algunos rasgos de cada época, y de ahí que, por ejemplo, para continuar con el caso de 1984, cuando Donald Trump ganó la Presidencia se disparara a los primeros lugares de ventas en Estados Unidos. Ello porque muchos de los mecanismos de poder que lo encumbraron, como el deliberado uso político del odio, y quizá principalmente la idea de que los poderosos pretendan configurar la percepción de la realidad a su antojo (los famosos “hechos alternativos” que proponían los aliados de Trump para negar evidencia fotográfica o de otro tipo), habían sido descritos en la novela de Orwell con setenta años de antelación.
O podemos ver la droga llamada Soma en Un mundo feliz, de Aldous Huxley, cuyo Estado distribuye libremente entre la población para mantenerlos en un estado de apacible alegría, en el masivo consumo actual de antidepresivos, sin el cual un psicoanalista como Darian Leader considera que no se sostendría el actual sistema productivo, que necesita de gente empastillada para poder cumplir sus funciones cotidianas. (Por no hablar de la epidemia de opiáceos que fue en buena medida causada por unas tabletas contra el dolor cincuenta veces más potentes que la heroína que lanzó una farmacéutica y obtuvo ganancias megamillonarias en el proceso: ahí sí que se ha vivido una distopía en tiempo real). O podemos ver la pertinencia y vigencia política de El cuento de la criada de Margaret Atwood cuando en Argentina las mujeres marchan ataviadas como en su libro en las marchas para protestar contra las leyes que prohíben el aborto.
Pues las y los escritores visionarios escriben tanto sobre su presente como sobre los presentes que se irán sucediendo, y no tanto sobre un futuro distópico que puede o no producirse. Ya que más que adivinación, las grandes distopías son de una actualidad perenne, y queda para cada época diagnosticar en cuáles de sus rasgos se refleja y reconoce.
Ciudad de México / 13.08.2024 02:13:00
Milenio
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