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Lunes, Febrero 03, 2025

Traducción y nota Gabriel Humberto García Ayala

 

Nota. Richard Wright fue un escritor estadounidense. En la mayor parte de su obra abordó temas raciales y en muchas ocasiones sus libros reflejan tintes autobiográficos. Debido a su posición política y a sus opiniones en contra del racismo imperante en Estados Unidos, siempre fue investigado por el FBI. Por esa razón tuvo que exiliarse en París. Allí hizo amistad con Jean Paul Sartre y Albert Camus. De entre sus libros destacan Los hijos del tío Tom, Hijo nativo y El chico negro.

 

Un boceto autobiográfico

i

Mi primera lección para vivir como negro la tuve cuando era muy pequeño. Vivíamos en Arkansas. Nuestra casa se levantaba atrás de las vías del tren. El pequeñísimo patio estaba pavimentado con carbones. En ese sitio no crecía ni una hierba. La única pincelada de verde que podíamos ver estaba muy lejos, más allá de las vías, donde vivían los blancos. Pero los carbones eran demasiado buenos para mí y nunca extrañé lo verde. Y de cualquier manera los carbones eran armas delicadas. Uno siempre tenía una buena guerra con enormes carbones. Todo lo que uno hacía era esconderse detrás de los pilares de ladrillo de una casa con las manos llenas de estas municiones arenosas. Y el blanco era la primera cabeza negra y lanuda que veías asomar de entre los pilares. Uno trataba de hacer el mejor tiro. Era una gran diversión.

Nunca me di perfectamente cuenta de las pasmosas desventajas de vivir en un ambiente lleno de carbón, hasta un día en que la banda, a la que yo pertenecía, se vio envuelta en una pelea con niños blancos que vivían más allá de las vías. Como de costumbre, lanzamos una andanada de carbones, pensando que esto alejaría a los niños blancos. Sin embargo, respondieron con un bombardeo sostenido de botellas rotas. Redoblamos el ataque con los carbones, pero se escondieron detrás de los árboles, de los matorrales y de sus terrazas. Ya que nosotros carecíamos de esas fortificaciones nos retiramos hacia los pilares de nuestras casas. Durante la retirada una botella de leche rota me golpeó detrás del oído, abriéndome una profunda herida que me sangraba profusamente. La vista de la sangre que escurría sobre mi rostro desmoralizó completamente a nuestro ejército. Mis compañeros combatientes me abandonaron en medio del patio, yo estaba paralizado, y ellos se escurrieron hacia sus casas. Un vecino amable me vio y me llevó con el doctor, quien me dio algunas puntadas en el cuello.

Me senté en los escalones de mi casa para reflexionar, cuidando mi herida y esperando que mi mamá regresara de trabajar. Sentía que habían cometido conmigo una gran injusticia. Era válido lanzar carbones. Lo más grave que podía producirte un carbón era una mancha. Pero las botellas rotas eran peligrosas, podían cortarte, sangrarte y dejarte sin ayuda.

Cuando anocheció mi mamá regresó de trabajar en la cocina de los blancos. Corrí a su encuentro. Sentí que ella comprendería la situación. Sabía que me diría exactamente qué hacer la próxima vez. La apreté la mano y le conté apresuradamente toda la historia. Revisó mi herida e inmediatamente me dio una bofetada.

¿Por qué no te escondiste? me preguntó. ¿Por qué seguiste peleando?

Yo estaba indignado y lloriqueando. Entre sollozos le dije que no había árboles o matorrales donde esconderse. No había un solo sitio que usar como trinchera. Y no podía lanzarse nada lejos cuando uno está escondido detrás de los pilares de ladrillo de una casa. Mi madre tomó una duela de barril, me arrastró hacia la casa, me desnudó y me golpeó hasta que me dio fiebre. Se oía el chasquido de la duela al tocar mis nalgas, y aun cuando la piel todavía estaba dolorida, me dio las gemas de la sabiduría de Jim Crow. Jamás volví a lanzar carbones. Tampoco a pelear en guerra alguna. Nunca, nunca, bajo cualquier condición, pelee una vez más contra los blancos. Y éstos estaban totalmente en su derecho de golpearme con una botella de leche rota. ¿No sabía yo que ella trabajaba arduamente todo el día en la cocina caliente de la gente blanca y ganar algún dinero para cuidarme? ¿Cuándo aprendería a ser buen niño? Ella no podía preocuparse por mis peleas. Terminó diciéndome que debería estar agradecido con Dios mientras viviera porque no me mataron.

Toda la noche estuve delirando y no pude dormir. Cada vez que cerraba los ojos veía monstruosas cabezas de gente blanca colgando del techo que me veían de reojo.

A partir de esa ocasión desapareció el encanto de mi patio de carbón. Los verdes árboles, los arbustos podados, los jardines cuidados que crecían carentes de algún significado, se convirtieron en un símbolo. Inclusive ahora, cuando pienso en la gente blanca, los duros y agudos contornos de las casas de los blancos, rodeadas por árboles, setos y jardines están presentes en alguna parte de mi mente. A través de los años se volvieron un símbolo cargado de miedo.

Pasó mucho tiempo antes de que nuevamente me pusiera en contacto con los blancos. Nos cambiamos de Arkansas a Mississipi. Aquí tuvimos la suerte de no vivir detrás de las vías del tren o cerca del vecindario de los blancos. Vivimos en el corazón del Cinturón Negro local. Había iglesias para negros y predicadores negros; había escuelas para negros y maestros negros; tiendas para negros y dependientes negros. De hecho, cada cosa era tan sólidamente negra que durante un tiempo muy largo no pensé en los blancos, más que en vagos y remotos términos. Pero esto no podía durar para siempre. Conforme uno crece come más. Las ropas de uno cuestan más. Cuando terminé la primaria tuve que trabajar. Mi madre ya no podía alimentarme ni vestirme con su salario de cocinera.

Pero había un lugar donde un niño negro, que no sabe de comercio, podía obtener un trabajo, y ese lugar era donde había casas y los rostros eran blancos, donde los árboles, los jardines y los arbustos eran verdes. Mi primer trabajo lo conseguí en una compañía fabricante de anteojos en Jackson, Mississipi. Toda una mañana permanecí erguido y limpio ante el jefe, contestando a todas sus preguntas con agudos síseñor y noseñor. Yo era muy cuidadoso para pronunciar mis señores con el fin de que supiera que yo era amable, que yo mismo sabía quién era yo, y que él era un hombre blanco. Yo necesitaba ese trabajo con urgencia.

Me veía como si estuviera examinando a un perro en un concurso. Me preguntó acerca de mi educación, con particular insistencia sobre mis conocimientos de matemáticas. Pareció muy complacido cuando le dije que había cursado dos años de álgebra.

Chico, ¿te gustaría aprender algo sobre este lugar? me preguntó.

Me encantaría muchole dije feliz. Tenía sueños de trabajar y ascender. Inclusive los negros tenían ese tipo de sueños.

De acuerdo dijo. Vamos.

Lo seguí y entramos en la pequeña fábrica.

Pease, le dijo a un hombre blanco de aproximadamente 35 años este es Richard. Trabajará con nosotros.

Pease me miró y encogió los hombros.

Trabajaría con un chico blanco de aproximadamente 17 años.

Morrie, este es Richard, va a trabajar para nosotros.

¿Qué te parece chico? me gritó Morrie.

Muy bien respondí.

El jefe les ordenó que me ayudaran, me enseñaran y me dieran algunas tareas, y que me permitieran aprender en mi tiempo libre.

Mi salario era de cinco dólares a la semana.

Trabajaba con empeño, tratando de complacer al jefe. Todo estuvo bien durante el primer mes. Parecía que les agradaba a Pease y a Morrie. Sin embargo, se les estaba olvidando una cosa, en la cual pensaba constantemente. No estaba aprendiendo nada y nadie parecía querer ayudarme. Pensaba que ellos habían olvidado que yo estaba ahí para aprender algo acerca del mecanismo de fabricar lentes. Un día le pedí a Morrie que me hablara del trabajo. Se sonrojó.

¿Qué estás tratando de hacer negro? ¿Pasarte de listo? me preguntó.

No, quiero pasarme de listo contesté. No, si eso es bueno para ustedes.

Yo estaba asombrado. Tal vez él no quería ayudarme, pensé. Después continuó Pease.

Dime, ¿tas loco, negro bastardo? Me preguntó Pease, con una mirada dura en sus ojos grises.

Le recordé que el jefe dijo que me daría la oportunidad de aprender algo.

Negro, tú piensas que eres blanco, ¿no es así?

No, señor.

Pues tas actuando como si lo jueras.

Pero, señor Pease el jefe dijo...

Pease sacudió los puños en tono amenazador frente a mi rostro.

Este es un trabajo para hombres blancos, y sería mejor que te miraras.

A partir de entonces cambiaron su actitud hacia mí. Nunca más volvieron a saludarme. Cuando me tardaba un poco en hacer mi trabajo me llamaban negro flojo hijo de perra.

Una ocasión pensé decirle esto al jefe. Sin embargo, la sola idea de que Morrie y Pease se enteraran de que había ido de soplón me detenía. Y después de todo, el jefe también era blanco. ¿Qué objeto tenía?

El momento crítico llegó una tarde de verano. Pease me llamó a su mesa de trabajo. Me planté ante él en medio de dos estrechas bancas y contra la pared.

Sí señorle dije.

Richard, quiero pedirte algo, comenzó diciendo tranquilamente sin despegar la vista de su trabajo.

Sí señorle dije nuevamente.

Morrie se unió, bloqueando el paso que había entre las bancas. Cruzó los brazos y me miró con solemnidad. Yo miraba para un lado y otro presintiendo que algo iba a suceder.

Sí señordije por tercera vez. Pease levantó la vista y habló muy lentamente.

Richard, el señor Morrie aquí presente dijo que me llamaste Pease.

Me puse rígido. Me parecía que un abismo se abría ante mí. Sabía que esta era la guerra.

Me dijo que había cometido un error al no llamarlo señor Pease. Miré a Morrie. Tenía en sus manos una barra de acero. Abrí la boca para hablar, para protestar, asegurarle a Pease que nunca lo nombré Pease a secas, y que nunca tuve la intención de hacerlo; cuando Morrie me agarró por el cuello de la camisa, mi cabeza golpeó contra la pared.

Ora serás más cuidadoso, negro gruñó Morrie, descubriendo sus dientes. Te oí llamarme Pease. Ora, si tú dices que no es cierto, me tas diciendo mentiroso, ¿ves? Blandió la barra amenazadoramente.

Si decía: no señor, señor Pease, nunca lo llamé Pease, inmediatamente aceptaría que Morrie era un mentiroso. Y si decía: sí, señor, señor Pease, lo llamé Pease, aceptaría mi culpa de haber dicho el peor insulto que una persona de color puede cometerle a un hombre blanco del sur. Estaba dudando en dar una disculpa neutral.

Richard, te hice una pregunta, dijo Pease. La angustia se reflejaba en mi voz.

No recuerdo haberlo llamado Pease, señor Pease le dije con cierta precaución, y si lo hice estoy seguro que no quise...

Negro hijo de perra, entonces sí me llamaste Pease me gritó, golpeándome tan fuerte en el rostro que me lanzó sobre la banca. Morrie estaba encima de mí preguntando:

¿No lo llamates Pease? Si tú dices que tú no lo hicites, te sacaré las tripas con esta barra, sucio y negro vagabundo. No puedes mentirle a un blanco y quedarte tan tranquilo, negro hijo de perra.

Sentí que me desmayaba. Les rogué que no me molestaran. Sabía lo que ellos querían, que dejara el empleo.

Me iré, lo prometo. Me iré ahora mismo.

Me dieron un minuto para que saliera de la fábrica. Me advirtieron que no me asomara o le dirían todo al jefe.

Huí.

Cuando en casa conté lo que había pasado me llamaron tonto. Me dijeron que nunca debí haber excedido los límites. Cuando trabajas con los blancos, señalaron, tienes que “guardar tu sitio” si quieres conservar el empleo.

ii

Mi educación tipo Jim Crow continuó en mi siguiente trabajo, portero en una tienda de ropa. Una mañana, mientras pulía el bronce de la entrada, el jefe y su hijo de 20 años, sacaron de su auto a patadas y a empujones a una mujer de color y la arrastraron a la tienda. Un policía que estaba en la esquina lo veía todo, dando vueltas a su macana. Yo también veía todo de reojo, sin dejar de hacer mi trabajo con la franela. Algunos minutos después escuché unos gritos que provenían de la parte trasera de la tienda. Casi en seguida la mujer salió tambaleándose, sangrando, llorando y apretándose el estómago. Cuando ella llegó a la esquina de la cuadra el policía la detuvo y la acusó de estar ebria. Silenciosamente vi como la lanzaba al interior de la patrulla.

Cuando fui a la parte trasera de la tienda, el jefe y su hijo se estaban lavando las manos en el lavabo. Estaban riéndose. El piso tenía sangre, mechones de cabellos y jirones de ropa. Sin duda debí verme muy impresionado, de tal suerte que el jefe me palmeó la espalda.

Chico, esto es lo que le pasa a los negros cuando no quieren pagar sus cuentas dijo riéndose.

Su hijo me miró y gruñó.

Toma un cigarro dijo.

No supe qué hacer, y lo tomé. Encendió el suyo y me extendió el cerillo. Esto fue un gesto de amabilidad, querían dar a entender que no obstante haber golpeado a una pobre y anciana mujer, no me pasaría lo mismo si sabía mantener la boca cerrada.

Sí, señor dije sin hacer pregunta alguna.

Después que ellos se fueron me senté sobre un paquete a ver el piso ensangrentado hasta que el cigarro se acabó. Ese día por la tarde, mientras comía una hamburguesa, les dije a mis compañeros de color, que también eran porteros, lo que había pasado. Ninguno pareció sorprenderse. Uno de ellos, después de tragarse un enorme bocado, volteó hacia mí y preguntó:

¿Eso fue to lo que l’hicieron?

Sí, ¿no te parece que fue suficiente? Pregunté.

¡Diablos! Mano, es una perra con suerte dijo enterrando sus labios en la jugosa hamburguesa. Al demonio, es raro que no la hayan apaleado todavía más.

 

iii

Estaba aprendiendo rápido, pero no lo suficiente. Un día, mientras entregaba algunos paquetes en el vecindario, se ponchó una llanta de mi bicicleta. Caminé mucho sobre el polvoriento y ardiente camino llevando la bicicleta por los manubrios. Un coche iba lentamente a mi lado.

¿Cuál es el problema? me dijo un hombre blanco.

Le contesté que mi bicicleta se había averiado y que regresaba a la ciudad.

Eso es muy malo, dijo. Estás en el camino equivocado.

Detuvo su coche. Me aferré a mi bicicleta con una mano y con la otra al coche.

¿Todo bien?

Sí, señor, contesté y el coche empezó a rodar.

En el vehículo viajaban más hombres blancos. Estaban bebiendo. Veía cómo la botella pasaba de una boca a otra.

¿Quieres un trago? preguntó uno de ellos.

Reí como si el viento golpeara mi rostro. Instintivamente obedecí los recientes consejos dados por mi madre. Así que dije:

No, gracias.

Apenas había pronunciado esas palabras que sentí algo duro y frío que me golpeaba entre los ojos. Era una botella vacía. Vi estrellas y caí de espaldas en medio del polvoriento camino, mis pies quedaron atrapados entre los rayos de la bicicleta. Los blancos descendieron del coche y se lanzaron contra mí.

Negro, ¿no te has dado cuenta todavía de eso? preguntó uno de ellos y me golpeó. ¿No has aprendido todavía a decirle señor a un hombre blanco?

Estaba aturdido. Me levanté. Mis codos y mis piernas sangraban. Mis puños doloridos. Los blancos continuaron pateando mi bicicleta todo el camino.

Dejemos en paz al bastardo. Ya tuvo suficiente dijo uno de ellos.

Se detuvieron a mirarme. Me apretaba las espinillas tratando de detener la sangre. Sin duda sintieron un poco de piedad, ya que uno de ellos preguntó:

¿Quieres un aventón p’a la ciudad, negro? ¿Apuesto que tú ya sabes suficiente como para pedir un aventón?

Quiero caminar, dije con simpleza.

Tal vez sonó divertido porque se rieron.

Bueno, camina negro hijo de perra.

Cuando se alejaban me consolaron diciendo:

Negro, tienes una pinche suerte a pesar de habernos hablado de esa manera. Tú eres un bastardo afortunado, porque si hubieras hablado así con otra persona, ora serías un negro muerto.

iv

Los hombres de color que han vivido en el sur, saben la tortura de ser atrapado solo en una de las calles de los vecindarios de blancos después de la puesta del sol. En una situación tan simple como ésta, los apuros de un hombre de color en Estados Unidos se simbolizan gráficamente. Mientras los blancos extraños buscan dónde vivir, pueden hacerlo sin ser molestados. Pero el color de la piel hace que se reconozca fácilmente a un hombre, lo hace sospechoso, lo convierte en un blanco indefenso.

La noche del sábado, ya muy tarde, hice algunas entregas en el vecindario de los blancos. Pedaleaba en mi bicicleta de regreso a la tienda tan rápido como podía, cuando una patrulla, desviándose hacia mí, me cerró el paso.

Bájate y levanta las manos me ordenó el policía.

Lo hice. Descendieron del coche, con las armas en la mano, los rostros serios y avanzaron lentamente.

¡Quieto! ordenaron.

Levanté más alto mis manos. Buscaron en mis bolsillos y en los paquetes. Parecieron desanimados al no encontrar algo que me incriminara. Finalmente uno de ellos dijo:

Chico, dile a tu jefe que no te envíe a estos lugares cuando anocheció. Como de costumbre contesté: “Sí, señor”.

v

Mi siguiente trabajo fue como mensajero en un hotel. Aquí, mi educación tipo Jim Crow aumentó y se profundizó. Cuando los maleteros estaban muy ocupados con frecuencia les ayudaba. Como muchos de los cuartos eran alquilados por prostitutas, constantemente me mandaban a comprar vino y cigarros. Esas mujeres estaban desnudas casi la mayor parte del tiempo. No se preocupaban por vestir alguna ropa, ni siquiera delante de los mensajeros. Cuando uno entraba en las habitaciones, uno debía tomar como algo natural su desnudez, como si uno viera un vaso o una alfombra roja. La presencia de uno no despertaba en ellas sentimiento alguno de vergüenza, como si uno no fuera un ser humano. Si estaban solas uno podía echarles una mirada rápida. Pero si estaban con algún hombre no podías ni siquiera mostrar un parpadeo. Recuerdo con mucha claridad un incidente. Una mujer recién llegada, una enorme y blanca rubia, tomó un cuarto en el piso donde yo trabajaba. Me enviaron a ayudarla. Estaba en la cama con un hombre delgado; ambos estaban desnudos y sin cubrir. Ella dijo que deseaba algún vino, se deslizó fuera de la cama y se contoneó a través de la habitación hasta donde estaba su dinero. Yo la miré.

Negro, ¿qué demonios ves? me preguntó el hombre blanco, levantándose sobre sus codos.

Nada, contesté, mirando a kilómetros de profundidad en el vacío de la pared del cuarto.

Mantén la vista donde debe estar, si quieres mantenerte sano dijo.

Sí, señor.

vi

Uno de los mensajeros a quien conocí en este hotel vivía con una de las recamareras de color. Un día soleado un policía llegó hasta su casa acusándolo de estupro. El pobre chico juró que no mantenía relaciones íntimas con la niña. Sin embargo, lo obligaron a casarse con ella. Cuando el niño nació, se encontró que su piel era mucho más clara que la de sus supuestos padres legales. Los hombres blancos que merodeaban por el hotel se burlaron del hecho. Repartieron el rumor de que alguna vaca blanca había espantado a la pobre chica cuando estaba embarazada. Si estabas en su presencia cuando daban esta explicación, se suponía que debías reírte.

vii

Uno de los mensajeros fue sorprendido con una prostituta blanca. Después de este hecho reunieron rápidamente a quienes trabajábamos en el lugar para hacernos una advertencia. Nos dieron a entender que un muchacho que había sido castrado era un “poderoso, poderoso bastardo”. Nos impresionaron con el hecho de que la siguiente ocasión, la administración del hotel no se haría responsable por las vidas de los “problemáticos negros”. Permanecimos en silencio.

viii

Una noche, cuando estaba a punto de irme a casa, me encontré con una de las recamareras de color. Vivía por el mismo rumbo que yo, así que caminamos juntos a casa. Cuando pasamos delante del velador, que era un hombre blanco, le dio una nalgada. El hombre me dirigió una mirada dura, de pocos amigos. De pronto sacó su pistola y me preguntó:

¿No te gustó, negro?

Yo dudé.

Te pregunté, ¿no te pareció? me interrogó nuevamente, dando un paso hacia adelante.

Sí señor, murmuré.

Entonces, dilo así.

Claro que sí, señor dije con toda la sinceridad que pude.

Después de esto, caminé adelante de ella, avergonzado. Ella me alcanzó y me dijo:

No seas tonto, tú no podías hacer nada.

Este hombre presumía de haber matado a dos hombres de color en defensa propia. A pesar de todo esto, la vida del hotel transcurría con una sorprendente tranquilidad. Hubiera sido imposible para un extraño descubrir algo. Las recamareras, los maleteros y los mensajeros siempre estábamos sonrientes. Así debía ser.

ix

Aprendí tan bien mis lecciones tipo Jim Crow que me mantuve en el empleo hasta que dejé Jackson por Memphis. Una vez aquí, hice una solicitud para obtener empleo en una filial de la compañía fabricante de anteojos. Fui contratado. Por alguna razón, durante el tiempo que trabajé aquí, jamás salió a relucir mi pasado.

Aquí, mi educación Jim Crow tomó una forma diferente. No fue brutalmente cruel, sólo sutilmente. Aquí aprendí a mentir, a robar, a simular. Aprendí a desempeñar un doble papel, el cual debe saber cada hombre de color si quiere comer y vivir.

Por ejemplo, era casi imposible obtener un libro qué leer. Se asumía que una persona de color, después de haber recibido escasa preparación de parte del Estado, ya no tenía necesidad de los libros. Yo siempre pedía libros prestados a quienes trabajaban conmigo. Un día, me armé de valor y le pedí a uno de ellos que sacara algunos títulos de la biblioteca para mí con su nombre. Me sorprendió que aceptara. No pude sino pensar que aceptó porque era un católico y sintió una vaga simpatía por los hombres de color, que por otra parte eran objeto de odio. Armado con una credencial de la biblioteca, obtuve los libros de la siguiente manera: “escribía una nota al bibliotecario diciéndole que por favor le permitiera al negro sacar los siguientes libros”. Después firmaba con el nombre del hombre blanco.

Cuando iba a la biblioteca esperaba delante del escritorio con el sombrero en la mano, aparentando en lo posible indiferencia hacia los libros. Cuando los recibía deseaba llevarlos conmigo a casa. Si los libros anotados estaban disponibles, los llevaba a hurtadillas a la sala de espera y tomaba uno nuevo. Nunca tuve oportunidad de conversar con el bibliotecario blanco acerca de lo que el hombre ficticio quería leer. No hay duda de que, si alguno de los blancos hubiera sospechado que los volúmenes que disfrutaban habían estado en la casa de un hombre de color, no lo habrían tolerado ni por un instante.

Los trabajadores de la compañía en Memphis eran muchos más amables que en Jackson y más educados, al menos les gustaba hablar y en lo posible invitaban a los hombres de color a intervenir en las conversaciones. Así me enteré que había muchos temas que eran tabú desde el punto de vista de los hombres blancos. Por ejemplo, no les gustaba discutir con los hombres de color los siguientes conceptos: mujeres blancas estadounidenses; el Ku Klux Klan; Francia; los soldados de color; las mujeres francesas; Jack Johnson; la parte norte de Estados Unidos; la guerra civil; Abraham Lincoln; Grant; el general Sherman; los católicos; el Papa; los judíos; el Partido Republicano; la esclavitud; la igualdad social; el comunismo; el socialismo; la 13va y 14va enmiendas a la Constitución, o cualquier otro tema que hiciera una llamado al conocimiento positivo o la autoafirmación de lo de color. Los temas más aceptados eran el sexo y la religión.

Había ocasiones en que tenía que actuar con enorme ingenuidad para mantenerme lejos de los problemas. Es una costumbre que todos los hombres se quiten los sombreros cuando entran en un elevador. Y esto se aplica a los hombres de color con especial énfasis. Un día entré en el elevador con los brazos ocupados por muchos paquetes. De tal manera que tuve que viajar con el sombrero puesto. Dos hombres me miraron fríamente. Entonces, uno de ellos muy amablemente me lo quitó y lo colocó encima de los paquetes. Bajo esas circunstancias, la respuesta más aceptada que debía dar un hombre de color era mirar al hombre blanco se soslayo y sonreír. Haber dicho. “Gracias”, hubiera provocado que tú pensaras que te había hecho un servicio. He visto que personas de color por hacer esto han recibido un golpe en la boca. La primera alternativa es desagradable; la segunda peligrosa, yo encontré una actitud aceptable que me mantendría seguro en medio de esos dos polos. Inmediatamente no tan pronto como me quitaron el sombrero fingí que mis paquetes se caerían y parecí muy preocupado por mantenerlos entre mis brazos. De este modo evité tener que agradecer el servicio hecho a pesar de las circunstancias adversas, y salvé un poco de mi orgullo personal.

¿Cómo sienten las personas de color las forma en que tienen que vivir? ¿Cómo lo discuten cuando están entre ellos? Pienso que estas preguntas pueden responderse con una simple oración. Un amigo mío que era elevadorista me dijo un día:

¡“Carajo, hombre! Si no se teme a los policías ni a las viejas pandillas de linchadores, no harán sino venir a armar un alboroto”.

 

Sacapuntas

Winston S. Churchill

El timbre de las 8

Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández

Tema del mes

M. Carmen Ruiz Gómez, Carmen Rojo Pascual, Mª Angeles Ferrer Pascual, Lourdes Jiménez Navascués, Montserrat Ballesteros García
Gloria De la Garza Solis
Mónica Flor Sánchez Pérez
Alfredo Gabriel Páramo

Usos múltiples

José de Jesús González Almaguer

Mentes Peligrosas

Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández

Mirador del Norte

“pálido.deluz”, año 11, número 168, "Número 168. Te lo digo en serio: Humor y educación. (Septiembre, 2024)", es una publicación mensual digital editada por Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández, calle Nextitla 32, Col. Popotla, Delegación Miguel Hidalgo, Ciudad de México, C.P. 11420, Tel. (55) 5341-1097, https://palido.deluz.com.mx/ Editor responsable Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández. ISSN 2594-0597. Responsables de la última actualización de éste número Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández, calle Nextitla 32, Col. Popotla, Delegación Miguel Hidalgo, CDMX, C.P. 11420, fecha de la última modificación agosto 2020
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