Tu hijo cree que mandas mucho. A sus ojos, los caprichosos adultos dominan el mundo, crean las reglas, imponen sus gustos y horarios, cortan de raíz toda oposición y nunca obedecen a nadie. Su prisa por crecer expresa el deseo de ingresar cuanto antes en ese club de dictadores. En cambio, tú no te sientes poderosa sino cautiva, siempre a su servicio. Con tus amigas bromeas sobre la tierna tiranía de los hijos en un lacrimógeno recuento de las libertades perdidas. Esos opresores que percibe la mirada infantil se consideran esclavos.
El poder embriaga, como expectativa de privilegio e influencias, como ambición de mover los hilos y lucir protagonismo. Los antiguos griegos intentaron cerrar el paso a esa avidez despótica con un método sorprendente: rifaban la mayoría de sus cargos —con alguna excepción, como la jefatura militar—. Aristóteles describió el sistema, que consistía en introducir en una tinaja los nombres de los aspirantes y en otra, habas blancas y negras. Después extraían simultáneamente un haba y un nombre. Las blancas señalaban a los elegidos, mientras las negras conllevaban la eliminación. Así atajaban conspiraciones y complicidades, intrigas y apoyos electorales que hipotecarían las decisiones futuras.
Cualquier ateniense de a pie —siempre que fuera hombre y libre— tenía grandes posibilidades ejercer el poder. Se suponía que la participación constante en la democracia directa los preparaba para esa responsabilidad. Sin embargo, no abundaban los candidatos, porque servir a la ciudad exigía sacrificar los asuntos propios. La ley prohibía que el mismo individuo ocupase puestos relevantes más de dos veces en su vida, y solo un año en cada caso, así que nadie podía aferrarse al cargo ni asegurarse beneficios duraderos. La remuneración era suficiente, pero no generosa. Más que a las elecciones actuales, se parecía a nuestros sorteos para las mesas electorales: preferiríamos no hacerlo.
Prudente y suspicaz, la democracia griega desconfiaba de las esferas del poder. Las leyes parecían defender que el mejor gobernante sería probablemente quien menos desease serlo. Respecto a los ciudadanos, se recomendaba no admirar demasiado a sus líderes. No amarlos. No ser sus hinchas. Aquellos atenienses recelosos jamás habrían valorado a un candidato capaz de afirmar que podría plantarse en la quinta avenida del ágora y masacrar a sus conciudadanos sin perder partidarios. Ser así de leal es letal.
En nuestra época exaltada, las simpatías políticas se asemejan a las dinámicas de los hooligans deportivos. Recordemos que fan es una abreviatura de fanático. Los forofos ansían derrotar al otro equipo, más que lograr mejoras en sus vidas. Esto conduce a formas perversas de competencia, especialmente en una época de burbujas en las redes sociales que nos segregan en grupos, suministrándonos distinta información, diseñada para afianzar nuestros prejuicios y crear cuadrillas de convencidos. Como explica Daniel Innerarity en La libertad democrática: “La política se ha convertido en una centrifugadora que polariza y simplifica el antagonismo. Cuanta menos calidad tiene, más vulnerables somos al poder de los más brutos, mayor es el espacio que dejamos a los provocadores”.
La vida política se organiza en partidos, pero no de futbol. No se trata de golear, hay que gobernar. Lo que diferencia las dictaduras de las democracias son las cortapisas, los contrapesos y la percepción generalizada de frustración parcial y logros incompletos. El sistema está concebido para cuidar los controles, fomentar los frenos, entorpecer al que se encumbró. Afortunadamente los políticos no pueden hacer todo lo que prometen ni lo que prefieren. Es sano que se sientan limitados, siempre buscando equilibrios, respetando consensos ciudadanos y sometiéndose a arbitrios. Como en el malentendido entre tu hijo y tú, el poder debería ser una realidad huidiza, esquiva, que a la hora de la verdad ninguno parece poseer. Unos y otras protestamos porque no nos dejan hacer nada, cuando lo que sucede es que nadie puede tenerlo todo. La salud democrática se basa en la paradoja audaz de la potestad compartida: son los gobernados los que deben controlar a quien ejerce el mando. De su impotencia nace una mejor convivencia.