¿Alguien conoce la ceguera hereditaria? Resulta aterrador que aún hoy sobreviva cierto rancio consenso según el cual los hijos nacen con la misión expresa de encarnar los anhelos, creencias, ideales y prejuicios de sus progenitores. Es decir que sus vidas son por naturaleza –por la fuerza, en la práctica– una continuación de los destinos de quienes les trajeron a este mundo. Si la madre y el padre son fanáticos ciegos e intransigentes, la prole entera debe seguir sus huellas de la cuna a la tumba –diríase que a tientas– y a ser posible aun radicalizarse. Cualquier otro proyecto de vida sería, atendiendo a las reglas del chantaje dinástico, una traición de sangre que mancharía su nombre eternamente.
Algunos traen el nombre ya manchado. No me atrevo a decirlo, ni aun aparentarlo, pero me causa cierta angustia recóndita toparme con personas cuyo nombre propio lleva en sí mismo el peso de una cruz. Ya sea que me presenten a Trotsky Pérez, Ganesha Gómez o Robespierre Hernández, lo primero que hago es preguntarme si son como sus padres los planearon, o si algo salió mal en la programación y están libres del plomo hereditario que obliga a ver el mundo con los ojos vendados. Pues si los padres han entregado la vida por una causa abstracta que “saben” superior, tanto así que ofrendaron la vida de sus crías en esa misma pira purificadora, se sigue que éstas han de obedecerles con lealtad de lacayo, so pena de saber que han consumado una inmunda herejía y deshonrado a quien les dio la vida. Algo así como un cisma al interior de la Santísima Trinidad.
¿Cómo osaría el Hijo contradecir al Padre y el Espíritu Santo, si al cabo son los tres son una misma persona? ¿Cabe trasladar eso a la familia y condenarse a ser nunca más que un apéndice oficioso? ¿Y cómo es que hasta los presuntos progresistas replican un esquema en tal medida rígido y vetusto? Pienso en Los días terrenales, de José Revueltas, cuyo protagonista –un celoso apparatchik llamado Fidel– deja para más tarde el entierro de Bandera, su hijita recién muerta de inanición, por gastarse los pesos que le quedan en cumplir sus deberes de militante comunista. “La que puede esperar es ella, porque está muerta”, aduce el energúmeno, con la conciencia tiesa del cruzado. Puesto que ya entre arcaicos y fervientes, incluso los jurados enemigos de la propiedad privada reivindican el dominio perpetuo las convicciones de sus herederos. Ay de ellos si se atreven a pensar por su cuenta, ya que a partir de entonces engrosarían las filas del enemigo y sumarían sus nombres a una nefanda lista de Iscariotes.
Tengo para mí que las creencias ciegas son inversamente proporcionales a la fe que uno pueda tener en sí mismo. Entre más atribuyas poder a lo invisible, menos creerás tener que responder por lo que es evidente para todos. Tu chabacanería, por ejemplo. Tu impostura, quizás. Amén de cada una de las debilidades que la bruma oportuna de la Causa Mayor ayuda a emborronar a la distancia. Y he aquí que entre creer en un montón de imbéciles y entregarle mi fe al probable imbécil que cada día pujo por no ser, elijo echar los dados por esa fe en mí mismo sin la cual sería esclavo del primer merolico que se me atravesara. O sea que si hubiera de entrar en un quirófano, me gustaría saber que estoy en manos de personas que creen mucho en sí mismas. Los demás, ya lo dice la canción, que se queden afuera.
No son pocos los padres terroristas que educan a sus hijos en el odio y el miedo. ¿Pero qué peor destino habrá para el fanático de la desobediencia que enfrentar a unos hijos respondones? ¿Por qué habrían de ver ellos lo que él nunca en su vida quiso ver? ¿No sabe todo el mundo, en resumidas cuentas, lo celosa que es la mediocridad?
Milenio sábado 9 de septiembre, pág.3