Eran más de las doce de la noche, la hora de los fantasmas, de los espíritus, de las almas en pena. El vampiro hacía deambular lúgubremente su negra silueta por las calles del poblado. Iba como si estuviera ebrio; en realidad estaba débil y sentía que la capa pesaba enormidades: era incapaz de convertirse en murciélago y desplazarse volando. Cuando encontraba algún trasnochador sus ojos brillaban de esperanza y de inmediato lo inspeccionaba. Y ante los resultados, el vampiro de rostro pálido y colmillos poco amenazadores se ponía más triste, más desconsolado y su apetito iba en aumento. El pobre monstruo se veía perdido en aquel mundo del siglo XXIII, donde él parecía ser el último humano en una Tierra habitada por autómatas y robots.