El pasado viernes 10 de marzo, mientras el Colegio Académico de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), equivalente a un consejo universitario, avanzaba en modificar el Reglamento Orgánico, las estudiantes que protestaban contra la violencia de género comenzaban, en apretada sucesión, la toma de las cinco unidades académicas de la institución. Así, al tiempo que en Colegio se aprobaba una nueva “gestión” para los jefes de departamento respecto de los y las académicas en las áreas, el movimiento de las alumnas ya controlaba físicamente la universidad y comenzaba a presentar sus pliegos de demandas a las autoridades. No era precisamente –parafraseando a Justo Sierra– que la UAM se desorganizaba mientras las autoridades discutían sobre la naturaleza de la luz del monte Tabor, pero casi. Como en 1976, 1981, 1983, 1994, 1998 y 2019, también en 2023 en la UAM se confrontan dos visiones diferentes de universidad.
Por un lado, la de las estudiantes que exigen una escuela que garantice que podrán trabajar en su formación, libres de acoso, así como de violencia institucional, de sus compañeros e incluso de sus profesores. Por otro lado, la visión de los funcionarios de que a partir de la admisión de que no ha funcionado la propuesta de organización del trabajo universitario del Reglamento Orgánico de 1981. De la sorpresa, sin embargo, quienes éramos testigos, vimos cómo los funcionarios pasaban a una visible molestia, mientras la única rectora lo describió como “falta de respeto al trabajo del Colegio Académico”.
En toda institución existen visiones distintas y debates sobre lo importante y lo urgente, pero no en la UAM, porque en 1981 las autoridades decidieron prohibir mediante el recurso de la fuerza legal (un laudo de la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje) que los y las trabajadoras académicos y administrativos siguieran demandando el cumplimiento de los acuerdos pactados formalmente e incluso impidiendo que a futuro pudiera negociarse algo similar. Esto, junto con el abundante racimo de facultades y poderes que, “para mejorar la institución” se otorgaron a los funcionarios en el texto del Reglamento Orgánico, desequilibró el ejercicio del poder interno porque fortaleció al extremo a los administradores, y de ser sólo un polo más en la discusión, así como acuerdo entre universitarios, pasaron a ser el poder predominante.
Reconocen o desconocen la calidad del otro. Así, a pesar de que Ley Orgánica permite a las y los jóvenes estudiantes organizarse de manera autónoma (lo que supone presentar y discutir sus demandas con la autoridad), en la práctica nunca se les ha reconocido como tales y han quedado así –especialmente las alumnas–, casi en el escalón más bajo de la cadena burocrática del poder. “Casi”, porque la UAM, sistemáticamente, rechaza a muchas más jóvenes mujeres que hombres en los procesos de selección de estudiantes. También ahí valen menos.
Este polo burocrático predominante no sólo ha sobrevivido, sino que ha prosperado gracias a la habilidad que ha tenido para crear una estructura de poder difuso no concentrado en una persona, pero que esconde la fuerte centralización y concentración del poder real. Es decir, en lugar de retomar, por ejemplo, una demanda de las estudiantes y resolverla directamente, la autoridad ha aprendido que es mejor llevar el caso, por ejemplo, al Colegio Académico para que éste sea el que lo retome y resuelva, establezca qué papel corresponde al funcionario y cuáles son los alcances que tendrá la respuesta institucional. Así, la autoridad queda a salvo de cualquier impugnación debido a una decisión, y sólo queda comprometida a lo que el acuerdo establece, de manera que podrá siempre argumentar que no puede decidir algo en beneficio de las estudiantes que vaya en contra de una norma o acuerdo pasado o presente del Colegio Académico. Un ejemplo: en la normatividad sobre la modificación de planes de estudio, ni los profesores ni los estudiantes pueden intervenir y dar sus puntos de vista sobre el programa con que trabajan. Sólo subrepticiamente pueden participar.
Pero, además, en órganos colegiados la autoridad no deja de tener un poder importante. En el caso del Colegio Académico, es el rector general quien convoca, determina qué puntos a tratar, coordina la sesión y cuenta con el voto en bloque de las demás autoridades. Puede suspender la sesión, incluso, si lo desea, vetar acuerdos y ejercer su voto de calidad en caso de empate. Todo esto explica en parte por qué la autoridad sólo ha perdido tres o cuatro votaciones en 50 años. Este desequilibrio estructural de poder explica la rebelión de las estudiantes y la radicalidad de la resistencia. Dar solución plena a las demandas abriría el camino a nuevos y fructíferos equilibrios.
Cerrarse sólo agravaría aún más un momento crítico y debilitaría enormemente a la institución frente a la República.
Higo Aboites es profesor-investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana Xochimilco.