El dictamen de la Comisión de Educación para impulsar la salud alimentaria refleja la falta de compromiso con proveer la alimentación en la escuela, desde la escuela, como escuela.
Como seres integrales, los humanos somos corporeidad y espiritualidad, individualidad, comunidad e historia. Todo junto. Cuando se inventaron las escuelas, se diseñó un dispositivo muy potente para desplegar las capacidades de la generación joven. Muy pronto, el debate y los vaivenes sociales le pegan a la escuela que no puede –no debe– estar ajena a lo que ocurre en la sociedad, a su gobierno, y sus ideas. Así, prevaleció por muchas décadas el modelo de escuela como mecanismo de transmisión social, disciplinamiento, control y homogenización.
Ya Foucault nos advirtió que algo sospechoso hay en la escuela, que se organizó por los estados nacionales al mismo tiempo que los hospitales, los manicomios y las cárceles (por cierto, con una arquitectura de panóptico que es inquietantemente parecida entre todas esas instituciones), compartiendo todas esas instancias la obsesión por castigar y vigilar, numerar a las personas, ponerles horarios obligatorios y rígidos, propiciar prácticas uniformes, poner uniformes y dar castigos ejemplares. En esas instituciones, el comedor era parte de ese universo de disciplina. En el caso de México, esas escuelas de inicio del siglo XX del Departamento de Instrucción Pública, o las de Guadalajara o Puebla, tenían inmensos comedores, en los cuales las y los estudiantes “aprendían a comer como gente decente”.
La escuela de Vasconcelos también pretendió incluir comida diaria, pero pronto fue una de las primeras bajas de la planificación centralizada. La escuela pública fue muy socialista en el papel, pero la alimentación se fue acotando a muy pocos planteles, y en su lugar surgió la cooperativa, que so pretexto de una administración colectiva de los bienes, en la práctica instaló tienditas controladas por las familias, los docentes, el sindicato o el director, todo a costa de una alimentación sana y completa en la jornada escolar. La puntilla fue que, en el sexenio de Echeverría, la expansión de la matrícula se logró sin ampliar las sedes, con un mecanismo simplón y en el fondo perverso: se acortó el tiempo de aula a bloques más cortos, para meter dos turnos en una jornada. Además de guillotinar oportunidades, al dejar un empobrecido bloque de cuatro horas diarias, las minijornadas de la escuela pública trajeron otro desplazamiento: ya no era obligatorio dar de comer en la escuela… que los del matutino coman en su casa al mediodía, y que los del vespertino lleguen ya comidos.
Una meritoria mitigación –siempre precarizada, pero de enorme efecto de contención– fueron los “desayunos escolares”. A los que fuimos a la escuela pública en mi generación, nos tocó morder un durísimo mazapán alienígena, de colores sospechosos, pero científicamente diseñado con nutrientes, que nos sostenía al inicio de la mañana, a veces con una manzanita o un plátano, y un cuartito de leche, atole o triangulito de Boing. Hasta hoy, sigue dándose un proceso opaco e increíblemente inequitativo y disparejo, en el cual unas escuelas lo tienen, otras no; que ha sido una industria multimillonaria de corrupción y tráfico de influencias, o el mecanismo de promoción de la titular del DIF municipal, o de tal supervisor, o de tal figura política o sindical que “nos lo consiguió”.
Por ello, es algo que de nuevo preocupa y mueve a indignación la legislación en seco que es costumbre en nuestro país. Hace seis días la Comisión de Educación pasó un dictamen para modificar la Ley General de Educación para impulsar/imponer la salud alimentaria de la escuela. Tiene un enfoque que se concentra en reforzar la prohibición de determinados alimentos, de pobre contenido nutritivo y exceso de grasas o azúcares, típico de los productos industrializados. El enfoque es trágico en el sentido de que hay una inflada retórica de “salud alimentaria”, cuando precisamente esa misma Comisión es la que no ha concretado la defensa del componente de alimentación en las escuelas con horario completo o jornada ampliada.
De nuevo se transfiere a las familias, y a las más empobrecidas, que no sean “neoliberales” comprando golosinas industrializadas; es terrible lo soberbio y displicente, pues refleja la falta de compromiso con proveer esa alimentación en la escuela, desde la escuela, como escuela. En la mayor parte del mundo, una primaria que no sirve comida caliente al mediodía es una barbaridad, como lo es una escuela sin baños o sin agua potable de libre disposición. Esperamos que los legisladores se apliquen a recuperar lo que destruyeron, las oportunidades reales de alimentación, y que lleven su pelea de regulación, para que sea auténtica, en los espacios de normativa industrial y de salud pública; bienvenida, si se da. Hoy suena oportunista e inauténtica mientras no se apliquen de verdad a recuperar la comida en la escuela a quienes, sin posibilidad de defensa y apelación se las quitaron, ese millón y medio de niñas y niños que hoy no comen por lo que aprobaron. Corrijan en el presupuesto 2023; apenas tienen tiempo; tengan honor.
El financiero, octubre 06, 2022 | 12:37 pm hrs