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Jueves, Mayo 09, 2024

Pablo Hiriart

Cayo Hueso fue el lugar que eligió para descansar, pescar y escribir sin atender visitas uno de los talentos más grandes que ha dado Estados Unidos.

Dicen que desde aquí, en las noches, se pueden ver las luces de La Habana.

Tal vez. Pero el vínculo entre las dos orillas no está en ese resplandor remoto, sino al lado, en el pequeño pueblo donde vivía un pescador que le contó a Ernest Hemingway su lucha en solitario contra un gran pez, que el escritor plasmó en el

Es el extremo del último pedazo de tierra de Estados Unidos, donde las olas del mar Caribe trepan sigilosas por el pequeño muelle, abrazan una boya de colores, se repliegan despacio y vuelven a tocar sin furia el promontorio negro y amarillo que indica la distancia de 90 millas que lo separan de Cuba.

Cayo Hueso fue el lugar que eligió para descansar, pescar y escribir sin atender visitas uno de los talentos más grandes que ha dado este país.

Su presencia se siente en cada cuadra, y no sólo por las camisetas con su rostro estampado, tiendas con su nombre, la enorme destilería de ron que lleva su apellido, fotos suyas con un tarro de cerveza, apuntando con un rifle, en bermudas, junto a un pez vela recién vencido, en el timón de una lancha o de paseo con una mujer bellísima.

A Hemingway se le puede ver en las calles, vivo y caminando, porque parecerse a él es una regla no escrita entre los adultos de Cayo Hueso.

Hay algo de mágico y de esnob en esta pequeña isla que se puede conocer caminando.

En el café junto a la marina, el reportero observa en las mesas a decenas de exhippies sesentones o de 70 y más que desayunan cervezas y bloody marys, descalzos, pies sucios, con aretes, que a gritos hacen conversaciones breves de mesa a mesa con quienes no conocen y acaban siempre en estruendosas carcajadas.

Y a un afroamericano vestido con abrigo y sombrero de piratas, rastas pegadas de tanto tiempo sin bañarse, con una chica rubia que tiene la rodilla izquierda herida de alguna caída reciente, y la derecha a punto de sangrado por la manía de rascarse mientras desayuna y escucha con sus verdes ojos redondos de admiración las aventuras de su obscuro capitán Lafitte.

En las calles, con casas de madera, afrancesadas, caminan Hemingways jubilados, Hemingways turistas, Hemingways robustos, Hemingways panzones, Hemingways flacos, Hemingways altos como el escritor de 1.83 metros, y también Hemingways de mediana estatura, pero todos con la barba recortada y el casquete corto que luce el Nobel en su más célebre retrato, cuyo –supuesto– original pudimos ver en su casa ubicada en el 907 de Whitehead Street.

Si Gabriel García Márquez hubiera andado por las calles de Key West hoy por la mañana, habría tenido que gritar muchas veces, de una acera a otra, ¡Maestrooooooo!, como hizo en mayo de 1957 en el barrio latino de París, al ver a uno de sus dos ídolos literarios (el otro fue Faulkner) caminar con su esposa Mary Welsh. Sólo que esta vez no le habrían contestado como aquella ocasión en el bulevar Saint Michel: “¡Adiós, amigouuu!”

Cuenta el de Aracataca en un artículo publicado en The New York Times, 24 años después de ese único y fugaz encuentro, que lo reconoció de inmediato “un lluvioso día de primavera de 1957. Caminaba por el otro lado de la calle, en dirección a los Jardines de Luxemburgo, vestido con un par de pantalones vaqueros muy desgastados, camisa de cuadros y gorra de pelotero. Lo único que no parecía que le perteneciera eran unas gafas de montura metálica, diminutas y redondas, que le daban un aire prematuro de abuelo. Había cumplido 59 años, era corpulento y demasiado visible, pero no daba la impresión de fuerza brutal que sin duda deseaba, porque sus caderas eran estrechas y sus piernas se veían un poco demacradas por encima de sus toscos zapatos de leñador”.

Uso de Razón, El financiero

agosto 01, 2022 | 8:23 am hrs

 

El vicio irrenunciable de Hemingway

El Hemingway disipado y tormentoso en los excesos, violento a la menor provocación, no se refleja en su casa de Cayo Hueso, donde impera el orden y el buen gusto.

Ernest Hemingway, Premio Nobel de Literatura, escribía parado.

Su estudio, construido en una pequeña torre junto a su casa, tiene cinco libreros de tamaño mediano, un sofá y descansapies forrados en tela verde y orillas de piel, la figura en bronce de un toro de lidia, algunas fotos suyas, trofeos de sus cacerías en África, y una mesa redonda sin pretensiones con una máquina de escribir Royal al alcance de los dedos, pero no hay silla.

Cinco horas en pie junto a la mesa, “en estado de absoluta concentración, moviéndose únicamente para trasladar el peso de una pierna a otra”, lo describió George Plimpton en la magistral entrevista que le hizo en su finca afuera de La Habana, en 1958, para The Paris Review.

El Hemingway disipado y tormentoso en los excesos, violento a la menor provocación, no se refleja en esta casa donde impera el orden y el buen gusto. En su dormitorio, un pequeño cuadro de Miró, otro más grande sobre la cabecera, de Henry Faulkner, la portada de Muerte en la tarde, dos burós de madera al lado de la cama donde duermen acurrucados un par de gatos, descendientes de Snow Ball, y dos músicos africanos tallados al pie de la ventana que da a los árboles y a la alberca donde nadaba un kilómetro todos los días.

En la planta baja me llamó la atención una vajilla de porcelana con dibujos de calamares, peces y cangrejos, pintados con los colores tenues de las cosas finas. También una foto suya en el aeropuerto de La Habana, vestido de traje y corbata, con el poeta Heberto Padilla. Lo demás, objetos de navegación, de pesca, fotos de guerras en que él estuvo.

Ninguna señal del desorden y la inconstancia que le atribuyen, y sí, al contrario, mucho de un escritor riguroso y metódico, que confirma la existencia de la inspiración sólo cuando hay trabajo de por medio y humildad para escuchar.

Lo escribió él en 1967, y debería estar con letras grandes en la redacción de cada periódico y estudio de televisión: “Cuando la gente habla, escucha completamente. No estés pensando en lo que vas a decir. La mayoría de la gente nunca escucha”.

Su disciplina es ejemplar para cualquier periodista (y supongo que también para escritores), como lo señala Plimptom: “Sin dejar de disfrutar la vida, este hombre se entrega con la misma pasión a todo lo que hace, con una actitud en la que predominan la seriedad, la aversión a lo fraudulento y artificioso, y la fobia a la imprecisión y las cosas hechas a medias”.

De su pasión esencial le habla Hemingway al entrevistador: “Una vez que escribir se ha convertido en tu vicio más irrenunciable y tu mayor placer, sólo la muerte puede ponerle fin”.

Él mismo puso fin a sus días, un amanecer del 2 de julio de 1961 en su casa de campo en Idaho, atormentado por la depresión y el hostigamiento del FBI. Se suicidó como su padre, el médico Edmonds Hemingway, en 1928, y como lo hizo su nieta Margaux Hemingway –modelo de prestigio mundial–, el 1 de julio de 1996.

Su hijo Greg, el segundo que tuvo con Pauline Pfeiffer, murió de un infarto en una cárcel de mujeres en Miami mientras purgaba una sentencia por exhibicionismo.

Greg se cambió de sexo y se llamó Gloria. Fue una forma de matar a su padre, el nobel, cuenta el hijo de Greg (Gloria) en Los Hemingway, una familia singular.

Y el titán de la literatura universal murió odiando a su madre, quien lo vestía de mujer cuando era niño, antes de iniciar en solitario su camino a la inmortalidad.

“Su destino, en cierto modo, ha sido el de sus héroes, que sólo tuvieron una validez momentánea en cualquier lugar de la Tierra, y que fueron eternos por la fidelidad de quienes los quisieron”, dijo García Márquez sobre Hemingway.

Cierto. En el mundo sigue habiendo millones de lectores de Hemingway. Y miles llegan cada mes a ver su sombra en esta isla de 25 mil habitantes, la última de Estados Unidos en el Caribe, a tres horas y media de Miami en coche, unida a los otros cayos y a tierra firme por 22 puentes –uno de ellos de 16 kilómetros de largo.

La obra de ingeniería es fantástica y el paisaje una maravilla. A fines del siglo 19 el magnate Henry Flagler trajo el ferrocarril hasta aquí, pero un huracán redujo a escombros su trabajo y su fortuna.

Por eso llegó a odiar a Julia Tuttle, que le envió una cesta de naranjas dulces para convencerlo de extender el ferrocarril hasta Miami, y él, luego de conocerla, tomó la decisión de que su tren no sólo pasaría por el lugar solicitado, sino que también lo llevaría hasta último punto de Florida.

Vaya fuerza de unas naranjas dulces.

De esa manera creció Miami, gracias al ferrocarril de Flagler y el tesón emprendedor de Julia Tuttle.

La ciudad fue fundada un par de años antes de la llegada del ferrocarril, por la señora Tuttle. Ella puso ahí una casa de tres pisos, de madera. Fue la primera construcción civil que hubo en Miami: una ‘casa de señoritas’. Así los domingos resultaban menos tediosos para los soldados de Fort Dallas.

En esa casa nació la ciudad. Julia Tuttle es la madre de Miami.

Sus hijos son ingratos. El hogar materno de los miamenses sigue en pie, pero está abandonado, y sólo en la bahía encontramos una discreta estatua de la señora, que parece Caperucita Roja con la cesta de naranjas. Ninguna calle importante lleva su nombre.

Hemingway pasó de largo por Miami y se encerró largas temporadas en Cayo Hueso, aquí, en esta casa donde a algunas de sus grandes obras puso el punto final.

 

El Financiero agosto 05, 2022 | 9:32 am hrs

 

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