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Jueves, Noviembre 21, 2024

El riesgo mayor que se corre al reconstruir una época remota en una novela histórica, o al escribir un ensayo de largo aliento, es quedar sepultado bajo una montaña de información que la mente no puede organizar ni digerir. Por lo general, esta clase de embotamiento sobreviene cuando un exceso de sabiduría prestada inhibe la imaginación y el espíritu crítico. En las obras ajenas abundan los chispazos de lucidez, pero sin una intuición germinal surgida de la propia cabeza, nadie puede reconfigurar una masa amorfa de conocimientos. Los intelectuales metidos en esos atolladeros quizá tiendan a creer que la intuición salvadora no ha llegado porque les falta conocer más a fondo su objeto de estudio. Esto los condena a llenar más y más fichas con datos que probablemente les servirían para impartir una cátedra, pero no para transformar su fichero en un organismo vivo. El castigo por violar los fueros de la creatividad es la asfixia irreversible de la inteligencia.

George Eliot, la gran novelista inglesa que firmaba con seudónimo masculino, describió en Middlemarch, la obra maestra del realismo inglés en el siglo XIX, las angustias de un erudito estéril, el adusto académico Edward Casaubon, que lleva más de veinte años escarbando en bibliotecas del mundo entero, con el titánico empeño de escribir una obra monumental de mitología comparada. Dorothea Brooke, la protagonista de la novela, sueña con darle un sentido constructivo a su vida y cree que al casarse con el sabio podrá escapar de la frivolidad de las clases acomodadas, ayudándolo en su magna tarea. Pero a los pocos meses de vivir con él no sólo descubre su tedio existencial, sino la falta de ideas que lo ha llevado a sobrecargar neuróticamente su gigantesco archivo. Casaubon es el prototipo del scholar estéril y soberbio al que William Hazlitt había ridiculizado ya en sus vitriólicos ensayos, cuando los escritores autodidactos con tribunas públicas declararon la guerra a los enmohecidos cenáculos intelectuales de Inglaterra. Pero al retratar a ese tipo social desde un punto de vista femenino, Eliot caló más hondo en la tortuosa construcción de una personalidad basada en el autoengaño. Casaubon posterga hasta la muerte la escritura de su portentoso tratado, porque si diera es paso al abismo mataría la ilusión de poseer un intelecto superior.

No sé si Schopenhauer haya leído a George Eliot, pero en El mundo como voluntad y representación hizo un brillante diagnóstico del síndrome padecido por el marido de Dorothea: “La afluencia continua de pensamientos ajenos tiene que asfixiar y obstaculizar los propios o incluso, paralizar la capacidad de pensar. La furia lectora de la mayoría de los eruditos es una fuga del vacío de su propia cabeza. Para tener pensamientos han de leer los de los demás, como los cuerpos inanimados que reciben el movimiento desde afuera. En ellos la lectura no precede al pensamiento: lo sustituye”. Aunque haya poseído una cultura enciclopédica, Schopenhauer la supeditaba a sus intuiciones, pues sabía que sin ellas nadie puede aportar nada valioso en ninguna disciplina. En cambio, una persona rica en intuiciones puede ser muy brillante sin haber leído un libro en su vida. El mundo académico es una meritocracia poco exigente consigo misma, pues cree que la metodología puede suplantar a la intuición. Por eso produce año tras año toneladas deglosas inocuas.

Desde luego, la curiosidad intelectual no tiene por qué traducirse en la escritura de obras originales. Un lector voraz que desea enriquecer sus horizontes culturales puede profundizar en un tema de estudio por el simple gusto de entenderlo a fondo. Sus delicias desinteresadas son la envidia de los lectores profesionales que buscan a toda costa reutilizar ideas o hallazgos ajenos. El empeño por buscarle un valor de uso a la lectura es quizá la deformación más aberrante del trabajo intelectual. Pero como algunos escritores (Borges, por ejemplo) han emergido con perlas maravillosas de las bibliotecas donde bucearon toda la vida, nadie en su sano juicio puede negar que las experiencias literarias fecundan la inteligencia. En casos como el de Borges el genio ajeno fue un detonador de la propio. No tuvo vida, sino bibliografía, pero quizá por haber gozado intensamente lo que leía extrajo la quintaescencia de cada libro. La invención de las computadoras tal vez haya devaluado ya los alardes de erudición. Sin embargo, prevalece la tentación de obtener prestigio acumulando conocimientos que el impostor erigido en lumbrera ni siquiera posee de verdad, pues se ha limitado a repetirlos como loro. Los émulos modernos de Casaubon deberían tener presente un aforismo lapidario de Victor Hugo: “Cuando la impotencia escribe firma: Sabiduría”.

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“pálido.deluz”, año 10, número 140, "Número 140. Los tiempos en las escuelas. (Mayo, 2022)", es una publicación mensual digital editada por Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández,calle Nextitla 32, Col. Popotla, Delegación Miguel Hidalgo, Ciudad de México, C.P. 11420, Tel. (55) 5341-1097, https://palido.deluz.com.mx/ Editor responsable Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández. ISSN 2594-0597. Responsables de la última actualización de éste número Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández, calle Nextitla 32, Col. Popotla, Delegación Miguel Hidalgo, CDMX, C.P. 11420, fecha de la última modificación agosto 2020
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