En una entrada de sus diarios del 25 de febrero de 1956, cuando tenía apenas 23 años, Sylvia Plath escribe: “Lo que más temo, creo, es la muerte de la imaginación, cuando el sol afuera sea meramente rosa, y los techos meramente negros: esa mente fotográfica que, paradójicamente, dice la verdad, pero la verdad sin valor alguno, acerca del mundo”. Como sucede en varias otras entradas de los diarios, en La campana de cristal y en los poemas de Ariel, existe una constante tensión entre las exigencias de la realidad y las de su poderosa imaginación, como si hubiera finalmente de optar por unas u otras. O, más bien, como si Plath supiera fatalmente cuáles exigencias habrían de imponerse al final. Como si fuera imaginando el obituario de su imaginación y conforme se impusiera la verdad del mundo ella fuera simultáneamente apagándose, dejando tras de sí hermosas páginas donde se registra la crónica de dicho apagamiento.
A casi 70 años de distancia, me parece que la frase de Plath ha cobrado gran vigencia de manera generalizada, más allá del plano de la imaginación individual, pues vivimos inmersos en una especie de sobredosis de realidad, de la cual prácticamente ninguna expresión masiva consigue escapar. Vivimos saturados de noticias e imágenes incesantes, seguidas de comentarios (predecibles) sobre dichas noticias incesantes, de películas y series documentales –o sus versiones semificcionadas– que hacen de la crudeza de la realidad que procuran retratar su principal insignia. Incluso en literatura, existe un apabullante predominio de la ficción que opera principalmente como denuncia de la violenta realidad, o de la autoficción que procura desnudar hasta la capa más recóndita de un yo dolorido que parecería cobrar materialidad principalmente a través del relato del dolor asociado a su existencia. Y el humor y su necesaria capacidad de simbolización sería otra víctima de la literalidad a la que tanto temía Plath, pues requiere igualmente de la capacidad, así sea temporal, de suspender la seriedad del relato del mundo (y de nosotros mismos).
Quizá como consecuencia, la imaginación se ha mudado a terrenos menos fértiles y más peligrosos, desembocando en la era de la posverdad y los hechos alternativos, así como en la proliferación de las teorías de la conspiración más delirantes como parte de la narrativa cotidiana, pronunciadas tanto desde el poder como desde muy diversos núcleos de la sociedad. Ello porque la imaginación sofocada con facilidad deviene delirio, como si la incapacidad de imaginar realidades alternativas (el “no future” del punk) desembocara en la necesidad de entregarse a demenciales conspiraciones, que operan tras bambalinas para producir esa convulsa verdad del mundo en la que transcurre mentalmente la mayor parte de la existencia.
Acaso para buscar protegerse de la sobredosis de realidad, Plath en sus mismos diarios se pronuncia incluso por refugiarse en una imaginación que no necesariamente tenga tampoco que ser color de rosa: “La pobreza de la vida sin sueños es demasiado horrible como para imaginarla: se trata del peor tipo de locura: en cambio la que contiene fantasías y alucinaciones ofrece al menos un alivio al estilo de El Bosco”.