Después de la Semana Santa los niños y los jóvenes de España, es decir, el futuro del país, regresarán a su salón de clases sin tapabocas. Esta medida de orden estrictamente sanitario ha sacado a la luz una tormentosa secuela psicológica en la comunidad estudiantil: después de casi dos años de comparecer enmascarados frente a sus compañeros hay muchos que preferirían seguir con la boca tapada, sobre todo cuando exponen un tema de pie, en el centro de la tarima, frente a la clase. Se sienten más cómodos, más a gusto, más protegidos con la mitad de la cara cubierta y la exposición que se avecina, después de la Semana Santa, les causa angustia.
Los estudiantes que son, repito, el futuro, después de casi dos años con el rostro demediado, prefieren que no se les vea la boca cuando hablan, se sienten incómodos con esa cavidad, que se abre y se cierra continuamente cuando pronuncia palabras; esa cavidad que hasta hace muy poco era uno de los activos, de los atractivos en muchos casos, de un cuerpo.
Estamos asistiendo al desprestigio de la boca que tiene, como contraparte, el apogeo de los ojos; estamos llegando a la normalización de la cara embozada, vamos del plenilunio al cuarto menguante y, en estas circunstancias, ya empiezan a sonar extraños estos versos de Miguel Hernández: “Beso que va un porvenir/de muchachas y muchachos”. Y este otro de Calamaro: “quiero ser el único que te muerda la boca”.
El prestigio del rostro embozado va en la línea del embozamiento colectivo que acompaña a las redes sociales; los jóvenes, por ejemplo, prefieren escribirse por whatsapp que hablarse por teléfono, lo cual es otra forma de andar embozados, otra pequeña maniobra en detrimento del mundo físico que pierde terreno frente a lo virtual.
Hay pocos actos más físicos que el beso en la boca, la mezcla de las salivas y los alientos, el interior de un cuerpo que se mete en el otro y la tormenta que desatan entre los dos. ¿Dónde quedarán los besos frente a este rampante desprestigio de la boca?