Para empezar, me robo el título de un poema de José Martí musicalizado por Pablo Milanés, que asegura: “El tiempo, el implacable, el que pasó, siempre una huella triste nos dejó, qué violento cimiento se forjó llevaremos sus marcas imborrables”.
Como en la película Guerrero 13 (McTiernan, 1999) en la que se expresa: “He aquí que veo a mi padre, he aquí que veo a mi madre, a mis hermanas y hermanos. He aquí que veo el linaje de mi pueblo hasta sus principios. Y he aquí que me llaman, me piden que ocupe mi lugar entre ellos, en los atrios del Valhalla, el lugar donde viven los valientes para siempre”, el paso del tiempo es el pasado, una sucesión de muertos.
Así, yo puedo ver a Guillermo, a Margarita, Margot, Mina, Cori, José Luis, Edmundo, Araceli, Anayansi, Francisco, Arcelia, Enrique, Alfredo, Carmen, Enrique, Mario, Antonio, otro Alfredo, Diego, Alejandro, Eva, José… Cada vez son más y todos estuvieron en mi tiempo, y ahora forman parte de mi pasado, pero es también el futuro hacia el cual me dirijo irremisiblemente.
Como dice García, el policía-matón de El complot mongol (Bernal, 1969): “Aquí estamos nosotros hablando, como si fuera un negocio cualquiera y Martita está sola. Está sola con su muerte. Y para nosotros se va pasando el tiempo, se nos va acabando, pero para Martita ya no hay tiempo”.
Porque además de la pregunta un tanto peregrina acerca si el tiempo es real o una percepción (lo que discuten desde Bauman hasta DeKerckhove, de Zizek a McLuhan), la verdad es que el tiempo pasa (o parece que pasa, según Kuhn lo mire paradigmáticamente) y nos va enredando. Dos años de escuela en pandemia que se diluyeron en el vacío.
O no, porque aunque no lo creamos, no fue del todo tiempo perdido. Se aprendió, aprendimos y, como todo en la vida, ganamos y perdimos, pero todo se queda en la memoria, en la experiencia. En El ascenso de Endymion, Aenea “la que enseña”, dice a Endymion: “te he amado en el pasado y en el futuro del tiempo, te he amado más allá de las fronteras del tiempo y el espacio”. Esto puede ser porque así es la vida,
Con la pandemia, la retórica oficial (también la oficialista y la oficiosa”, prometieron un retorno irrealizable porque no hay a dónde regresar. La “nueva normalidad” o los “regresos seguros” no son más que juegos de la imaginación como la granja celestial a la que van los perritos que se mueren, porque simplemente no hay regreso a ninguna parte.
Mick Jagger, el viejecito rockero por excelencia, le confía al ensayista convertido en reportero en “Supongamos que no existen los Rolling Stones” en el ensayo-entrevista incluido en Safari accidental (Villoro, 2005): “El pasado es un sitio espléndido, no quiero cancelarlo ni arrepentirme de él, pero tampoco quiero ser su rehén”, porque es bien fácil anclarse en la memoria por no ver el porvenir.