En 1939 el Parque Asturias ardió en llamas. El gran estadio de aquel tiempo se había llenado para presenciar el duelo Asturias-Necaxa, decisivo para el desenlace del torneo. Las esperanzas necaxistas estaban puestas en su goleador, Horacio Casarín. Los asturianos lo sabían y marcaron al astro con crueldad de encomenderos. Casarín recibió una patada en la rodilla y aun así marcó un gol. Fue víctima de atropellos hasta que otro golpe lo obligó a abandonar el campo. Cuando el consentido de la afición fue ultimado, el combate se desplazó a las gradas. Hubo abucheos, cojines lanzados al campo, antorchas improvisadas con periódicos que contagiaron su fuego a las tribunas, hechas de tablones. Ese día, el futbol fue una hoguera.
El acontecimiento cambió el destino de dos cronistas que nunca se llevarían bien. Un joven con los dedos torcidos de tanto colgarse a las alambradas para ver gratis los partidos, había conseguido un insólito boleto para ese juego de angustia. Su nombre era Ángel Fernández. Cuando las gradas fueron pasto de las llamas, descubrió que lo más importante del deporte es el público y decidió poner su voz al servicio de quienes son capaces de transformar la pasión en un incendio.
El otro futuro cronista era el árbitro del partido: Fernando Marcos. Incapaz de contener las patadas, alimentó el descontento. También él se sorprendió de la reacción de la gente y entendió que su papel mejoraría fuera del campo. No estaba llamado a ser protagonista sino testigo.
Ángel Fernández optó por un tono épico, de lírica inventiva, y Fernando Marcos asumió la sapiente voz del erudito. Recelaron uno del otro y convirtieron su tensión en una magnífica mancuerna ante el micrófono. El incendio que acabó con una época del futbol mexicano fue el bautizo de fuego de ambos comentaristas.
Dos años después surgió un diario dispuesto a transformar la lumbre en noticia. La aventura se amparaba en la palabra que expresa una verdad incuestionable: ESTO.
Impreso en singular tinta sepia, el ESTO se convirtió en compañía imprescindible de quienes no conseguían entrada para los partidos o de quienes deseaban disfrutar por segunda vez lo ya sucedido. Uno de los misterios del deporte es que dura poco tiempo en la cancha, pero se expande durante horas en las tertulias. Las glorias y los descalabros ocurren dos veces: en el veloz mundo de los hechos y en la dilatada evocación de la memoria. Bien narrado, un gol repentino se convierte en un lance legendario que pasa de generación en generación.
Así lo entendió Ángel Fernández cuando conoció a un exiliado catalán, Juan Cid y Mulet, autor del Libro de oro del futbol mexicano. Convertido en historiador de su país de adopción, Cid husmeó tanto en los archivos “que le costaba trabajo respirar tranquilo después de esos años en que estuvo escarbando, preguntando, con una libreta y un lápiz ágil. Fue a los lugares más insólitos y los ojos se le pusieron rojos de tanto meterse entre el altero formidable de recortes de diarios, en las hemerotecas. Tenía la nariz negra de la pólvora de la tinta cuyas líneas seguía con el olfato de un perro cazador, como si el destino quisiera condecorarle por su persistencia en la búsqueda”. Con estas encendidas palabras Ángel Fernández rindió tributo a las esforzadas faenas de la crónica deportiva.
Cid y Mulet llegaron a México en 1942, un año después de la creación del ESTO. Si él se tiñó la nariz de tinta negra en los archivos, mi generación se la tiñó de tinta sepia ante las narraciones de Antonio Huerta, el inolvidable D’Artagnan, y de Ignacio Matus, quien cubrió 11 Copas del Mundo. Dos cronistas de lumbre que tendrían cargos directivos en el ESTO.
En una época de nacionalismo demagógico, D’Artagnan cuestionó con lucidez el desempeño de la selección: “¿Para qué poner a nuestros muchachos contra la pared, arrinconados como ratas, reducidas todas sus esperanzas a que no les hagan tantos agujeros como a ciertos quesos?”. Inspirado en esta reflexión, Manuel Seyde acuñó en el Excélsior el célebre mote de los ratoncitos verdes para referirse a los desventurados integrantes del Tri.
En 1963, un joven de 19 años, harto de los estudios, pero no de las palabras, pidió trabajo a Antonio Huerta. Se trataba de Ramón Márquez, que encontró en el ESTO su universidad. Con el rotundo acento de quien ha nacido en San Sebastián y la enjundia de quien firma con seudónimo de espadachín, Huerta puso al novato a copiar cables para adiestrar sus dedos en el teclado. Fue la primera tarea de un renovador del periodismo que luego trabajaría en el Excélsior de Julio Scherer, al lado de Manuel Seyde, y sería director de las secciones deportivas de Proceso y El Universal. Con toda justicia, Carlos Monsiváis incluyó el trabajo de Ramón Márquez en A ustedes les consta, antología de las mejores crónicas mexicanas del siglo XX.
Márquez atesora las anécdotas de su primer trabajo. Juan Pellicer, juez de la Plaza México, llegaba a la redacción a escribir su nota taurina en compañía de su hermano, el poeta Carlos. Mientras un Pellicer describía las faenas de la tarde, otro convertía las oficinas del ESTO en un ruedo literario.
Con la religiosidad con que otros feligreses asistían a misa en domingo, muchos lectores seguíamos el evangelio deportivo en lunes.
Sin embargo, también enfrentamos un prejuicio típico de la época: el desprecio a la cultura popular. El escritor jalisciense Juan José Doñán ha dejado una elocuente estampa al respecto. En 1977 se trasladó de la ribera de Chapala a Guadalajara para inscribirse en la Facultad de Filosofía y Letras. Ahí descubrió que los exponentes de la alta cultura desconfiaban de las pasiones del “vulgo”: “En Filosofía y Letras supe que el futbol no sólo es materia de gozo, aflicción y recreo, sino también de desaprobación y censura. La hostilidad hacia el hijo del calcio y del campball era manifiesta por parte de varios maestros y alumnos, especialmente aquellos que habían hecho votos por las ciencias sociales: ‘Es el nuevo opio del pueblo’ […] Pero la mala vibra hacia los lectores del ESTO no era sólo de los científicos sociales. Recuerdo a un estudiante de Letras, con vocación de exégeta y empeñado en querer hallar significados ocultos hasta en las adivinanzas o en la letra de cualquier canción, asegurando que Los cachorros era una dura crítica al futbol, fenómeno capaz de castrar el espíritu humano”.
Guadalajara es la ciudad mexicana donde más y mejor se ha discutido de futbol. Con todo, ahí fue donde Doñán advirtió que el deporte de las patadas era visto por muchos como mera enajenación.
En 1972 ocurrió algo que me hizo entender de otro modo la cultura popular. Tenía 15 años, comenzaba a escribir cuentos y me asomé a un taller gratuito en Ciudad Universitaria. El maestro era el ecuatoriano Miguel Donoso Pareja, carismático personaje que había sido marino mercante y purgado cárcel en su país por su militancia de izquierda. Era uno de los principales críticos literarios del momento, pero su aspecto físico se acercaba más al de un corpulento arponero de Moby Dick que al de un pálido monje de las letras. El miércoles en que lo conocí tenía sobre la mesa varios libros y un ejemplar del ESTO doblado en tres partes. Permanecí cuatro años en su taller. Siempre lo vi llegar con libros diferentes y con el mismo periódico.
Donoso Pareja me reveló la importancia de incluir las más diversas zonas de la vida en la literatura. ¿Cómo captar nuestra época sin entender el deporte, principal espectáculo del planeta?
En 1978 escribí el cuento “El mariscal de campo”, que trata de un muchacho que recorre de madrugada la Ciudad de México, entrenándose para ser futbolista y esperando que algún día su imagen aparezca “en las páginas cafés y blancas del ESTO”. Terminé el cuento poco antes de Argentina’78 y el periódico unomásuno lo reprodujo en el suplemento que publicaba sobre el Mundial. Con ironía, algunos amigos me dijeron que como cuentista era yo un buen cronista deportivo, opinión que se ha repetido y representa un halago para quien se formó leyendo con la misma avidez a Julio Cortázar que a Nacho Matus.
El ESTO tenía también una espléndida sección cultural. La crítica de cine estaba a cargo de Francisco Sánchez, autor de un libro sobre Buñuel y del guion de Pueblo de madera, película dirigida por Juan Antonio de la Riva, y la crítica de música dependía del riguroso Claudio Lenk. En forma “colateral” el lector se empapaba de esos temas. Hablo en pasado, no porque el periódico carezca de presente (en 2018 pasé por el rito de paso de leerlo en color), sino para recalcar lo mucho que significó en los años sin brújula en que yo requería de mapas para orientarme. En mi más reciente novela, La tierra de la gran promesa, vuelvo a mencionar el ESTO. Durante cuarenta años el periódico ha sido un referente en mi escritura.
Imposible mencionar en este espacio a los muchos colaboradores —de Carlos Trápaga a Antonio Andere, pasando por Víctor Cota y Antonio Hernández Hinojosa— que hicieron historia en sepia. Lo cierto es que merecen una valoración que no han tenido. Hacen falta antologías que reúnan sus trabajos en beneficio de los nuevos lectores.
En Brasil, el estadio más importante, Maracaná, lleva el nombre de un periodista: Mário Filho, autor del libro El negro en el futbol brasileño. De ese tamaño es la relevancia que se concede a los cronistas. Y fue otro reportero, João Saldanha, quien confeccionó a la mejor selección verdeamarela de todos los tiempos, que ganaría el Mundial de México ‘70.
Antes de que Brasil fuera una potencia en las canchas, ya lo era en la crónica. En su novela El regate, Sérgio Rodrigues sostiene que a los jugadores no les quedó más remedio que estar a la altura de la grandeza exigida por los periodistas.
El nombre completo de Mário Filho era Mário Rodrigues Filho. Su hermano era Nelson Rodrigues, dramaturgo de primera fila que también destacó en el periodismo futbolero (bautizó a Didí como El Príncipe y consolidó el apodo de Pelé como El Rey). En el funeral de Mário, Nelson lo definió como “creador de multitudes”.
No hay héroes sin cronistas. Por desgracia, a diferencia de lo sucedido en Brasil, en México no se reconoce lo suficiente a quienes consolidan la reputación de los deportistas.
Durante 80 años el ESTO se ha dedicado a la imprescindible tarea de crear un público. En sus páginas, una multitud de lectores ha podido descubrir, con el asombro de quienes presenciaron el incendio del Parque Asturias, que la pasión existe para ser narrada.