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Jueves, Noviembre 21, 2024

Intento entrar, no lo consigo. Es mediodía, el sol reluce, y en Tlatelolco, un corazón de México, cientos de personas salen en estampida por las puertas de vidrio de la torre. La torre es imponente, sus cien metros de alto: fue el ministerio de Relaciones Exteriores y ahora es un centro cultural de la Universidad Nacional; aquí, a veces, los centros culturales tienen ese porte. Trato de preguntar qué pasa, pero nadie se para; les han pateado el hormiguero, corren.

     –¡Sexto piso, aquí a mi izquierda, por favor!

     Grita un hombre en un megáfono, y poco a poco le hacen caso.

     –¡Consejo de Médicos de Urgencia, cuarto piso, de este lado!

     Grita más y más corren, y por fin una mujer me explica que hubo un temblor y que por eso.

     –¿Un temblor?

     Digo, con ídem.

     –Sí, pero nada, una cosa de nada. Lo que pasa es que la torre bailó un poco.

     Dice, pero su cara no me tranquiliza. El del megáfono intenta calmarnos con información:

     –No se preocupen, amigos, no fue nada. El epicentro del temblor estuvo lejos. No se preocupen, no va a pasar nada.

     Es raro el miedo cuando llega tarde, demorado, cuando llega por algo que no fue: cuando es conciencia de lo que habría pasado.

     –Hubiera visto como se movía. Yo rezaba, rezaba.

     Me dice una mujer embarazada.

    –¿Usted es extranjero, cierto? Usted no sabe lo que es vivir en una tierra que se mueve.He estado veinte, treinta veces en la Ciudad de México; he trabajado aquí, he publicado aquí, he imaginado la posibilidad de vivir aquí, aquí viven algunos de mis mejores amigos; no conozco la Ciudad de México.

     Conozco trocitos de México, algunos barrios, algunas sensaciones –y a veces me pregunto si hay otra forma de conocerlo. (¿O conocerla? ¿México es femenino o masculino? ¿Digo: México la ciudad es femenino o masculino?)

     No la conozco ni lo conozco –ni creo que sea posible conocerlos. Pero lo intento, una y otra vez.

   México es la ciudad más grande del hemisferio occidental. México es la ciudad más antigua de América. México es una de las diez ciudades más ricas del mundo. México tiene más habitantes que la mayoría de los países.

     En México viven unos 23 millones de personas. O quizá 25 o quizá 21. Hay pocas cosas más difíciles, en estos tiempos de todo computado, que saber cuántos habitantes tiene una ciudad. El problema no son los habitantes, es la ciudad: hay tantas versiones sobre dónde empieza y termina cada una; sus límites administrativos no suelen coincidir con sus límites reales. Pero, aún en esa confusión, no hay duda de que hay pocas más grandes.

     México no es una ciudad. Es, quizá más que ninguna, lo que ahora son las ciudades desmedidas: una federación de pueblos grandes unidos por esas cosas que unen a esas federaciones. Antes era un dios, un rey, un límite geográfico; ahora es una bandera, un equipo de fútbol, una moneda, una ilusión –y siempre las variaciones de una alimentación y de un idioma. México es tan diversa, tan inabarcable. Sus barrios riquísimos, sus barrios pobres, sus barrios peligrosos; sus autopistas superpuestas intrincadas infinitas, sus calles arboladas, sus calles destrozadas, sus malls y sus mercados; sus monumentos, sus agujeros, sus rincones; su poder, su impotencia. El centro de México está construido sobre el fango de un lago; el sur, sobre la lava de un volcán; el oeste, sobre los gases de un basural gigante. En México todo cambia y nada cambia. Lo único seguro es que nada está seguro: aquí todo puede temblar, todo puede caer.

     Todo es promesa, todo es amenaza.

     Todo es sorpresa todo el tiempo.

 Quiero, sé que no se puede, se me ocurren cositas. Mi compinche mexicano es el autobiógrafo oficial de la Ciudad de México, así que le propongo un juego: que me mande a los sitios que debo conocer de su ciudad para empezar a conocerla, pero que no me diga por qué ni para qué, que deba descubrirlo. Yo, a mi vez, ocultaré su identidad bajo un apodo inverosímil: Juan Villoro.

(Entonces Juan Villoro me manda a la estación de metro Chabacano y yo supongo que será por el nombre; de nuevo me equivoco.

     La frase es cursi pero cierta: el metro de México es un mundo. Cada día lo usan cinco millones de personas, quizá siete. El metro es un mundo mal iluminado, mal oliente, pasablemente sucio, pasablemente vigilado, peligroso, rebosante de vendedores y mendigos, donde siempre sobra gente.

     Gente y más gente, bajo su forma de personas. Un chingo de personas –que en Bogotá sería un jurgo de personas y en Buenos Aires una bocha de personas y en Madrid la hostia de personas, por ejemplo. Es fuerte tener que ver que existen tantas. Vivimos entre tantos, somos tan poco, nos pasamos la vida negando esa certeza. Pero hay momentos en que la multitud se hace evidente, y es brutal. El efecto masa, que las ciudades inventaron –miles de personas haciendo lo mismo al mismo tiempo– nunca es tan visible, nunca tan obsceno como en México. Una estación de metro mexicana en hora pico es un recuerdo de que somos una mota. Aquí caminar es moverse al compás, dejarse llevar por los pasos ajenos; aquí somos un flujo poderoso, constante: individuos confundidos, miles y miles, cuerpos que toca acomodar para llevarlos lejos. Y subir al vagón es catarata, una avalancha, cuerpos que se abalanzan a ver si ocupan un espacio donde no cabe un cuerpo.

     Con diferencias, por supuesto. En la estación Chabacano, esta tarde, hora punta, la ciudad se bifurca en sus clases: unos pocos toman la dirección Tacubaya, hacia zonas burguesas; multitudes van hacia Pantitlán y sus barrios populares. Aquellos vagones van cómodos; estos explotan de personas apiñadas; creo que Juanvilloro me mandó aquí para que viera que incluso entre los más pobres, los que toman el metro, hay clases: que México es, como todas, como pocas tanto, una ciudad de clases.)

El hombre tenía unos 30 años, era alto, grueso, moreno, su diamante en la oreja, ropa nueva. Estaba por pasar el molinete de salida de la estación de Merced cuando dos policías se le echaron encima. El hombre se debatía, se agitaba, gritaba qué pasa qué pasa oficial no sea prepotente; tenía un altavoz moderno en una mano y parecía que lo acusaban de robarlo pero él gritaba que no estaba haciendo nada, oficial, no estoy haciendo nada, déjenme, por favor, por favor, no sea prepotente. Otros dos policías se sumaron, entre los cuatro lo fueron reduciendo: le tenían las manos a la espalda, la cabeza vencida, trataban de esposarlo. El hombre gritaba, pedía ayuda: gente, por favor, ayúdenme, gente, por favor, yo no hice nada, me quieren llevar y no hice nada. Los policías al fin lo esposaron, se lo fueron llevando; alrededor muchos mirábamos sin saber qué hacer. Yo tampoco supe; después como un idiota, lo escribí.

     Se lo llevaron. Quizá fuera un ladrón, o quizá no.

 

En el metro de México todos los carteles incluyen, junto al nombre de cada estación, un dibujito que la identifica. Transporte para analfabetos. Y la historia que cambia, pero quedan los nombres: hay estaciones que se llaman Insurgentes, Revolución, Patriotismo. México fue gobernada casi un siglo por un partido que se llamaba Revolucionario Institucional; los nombres, restos de las cosas.

La ciudad de México es enorme: moverse en ella es un desafío que se renueva cada día. Pero hay, por supuesto, diferencias; hay, grosso modo, tres maneras. Millones y millones que viven en los barrios alejados y no tienen coche salen de sus casas cada mañana antes del alba para caminar hasta un bus que los acerque al metro y ese viaje amasados y después a veces otro bus; no suelen ser menos de dos horas de ida, dos de vuelta, o tres. Millones que viven en barrios más o menos alejados y tienen coche salen al alba para atravesar carreteras y trancones; suelen ser una o dos horas de ida, otras de vuelta, sentaditos, solos. Miles que viven en barrios elegantes y tienen coche y tienen un chofer salen cuando sea y despachan sus asuntos en sus coches, leen, hablan, resuelven en sus coches; el tiempo es largo pero pueden usarlo.

     En la ciudad de México ya no hay trancones –o atascos o tacos o colas o embotellamientos. La noción de trancón es optimista: supone que se detiene algo que fluía. Aquí hace mucho que nadie espera que los coches/carros fluyan: se sabe que son tantos –más de diez millones–, que no caben; que, a las horas señaladas, se moverán a marcha de peatón. No hay acuerdo en los efectos de ese sistema sobre mentes y cuerpos. Está claro que durante todo ese tiempo –durante, digamos, un cuarto de su tiempo despierto– la mayoría de los chilangos piensa. O, mejor: no puede hacer mucho más que pensar, recordar, amodorrarse, escuchar distraído una radio o una música, temer que los asalten. Eso está claro; lo que se ignora son los efectos de tanta introspección sobre la vida de una comunidad. No hay demasiados ejemplos previos; estamos en territorio incógnito. Y hay quienes temen lo peor –aunque tampoco terminan de explicarte qué sería.

Queda dicho: días y días de trayectos en metro y no he visto ni uno de esos seres que aquí llaman, con más aprecio, con más desprecio, güeros –para no llamar blancos.

     Pero la división en clases no es la única. En los metros y los metrobuses de México hay vagones o espacios reservados para las mujeres. Se instituyeron en 2000 y se presentan como la única forma de evitar tocamientos, acosos, los abusos.

 

(Juan Villoro me manda a esos suburbios que rodean la ciudad como un recordatorio, una memoria triste del futuro, y yo obedezco: voy a Ecatepec.

     Ecatepec es uno de tantos municipios que no forma parte administrativa de la Ciudad de México pero sí de su continuo urbano. Ecatepec se pobló en los ’80, con las grandes migraciones internas. En sus calles hay pobreza, pero no miseria: las casas son de material, suelen tener revoque, puertas y ventanas, alguna forma de agua y electricidad, y en una plaza sin árboles está varado un gran avión marchito; es un chiste y una biblioteca.

     Ecatepec es el mayor de estos poblados suburbanos: casi dos millones de habitantes pobres; los que tienen trabajo suelen tenerlo en la ciudad, horas de viaje. En los supermercados del centro de México un kilo de mandarinas está entre 15 y 20 pesos, casi un euro; aquí, en el mercado populoso, colorido, cuesta cinco pesos. En Ecatepec muchas casas están pintadas de colores: hay quienes dicen que el gobierno, en lugar de regalar pintura, podría cuidar más las vidas de sus ocupantes: En Ecatepec hay un teleférico que no trepa lomas ni salta cañadas, no salva obstáculos geográficos sino humanos: es la manera de avanzar a través del laberinto de casas y calles retorcidas. O fortificadas: en muchas calzadas hay topes altos, agresivos, que agregan los vecinos para parar los coches. La pelea es de todos contra todos y sobre todo contra las mujeres: Ecatepec es el distrito con más feminicidios del país. Quizás eso quería mostrarme Juanvilloro. O no, cómo saberlo.)

Todo empezó como empiezan esas cosas: con una extrañeza. Aquel día Lupita se extrañó de que su hija Arlet, tan cuidadosa, se hubiera dejado a su hijo en el kinder. Se preguntó si estaría mala, si se habría dormido, y fue a buscarla: en su pieza solo encontró a sus hijas de uno y tres años. Arlet vivía con sus chicos en un barrio de Ecatepec; semanas antes su marido había conseguido pasar la frontera americana. Le había dicho que era por un tiempo: lo que tardara en juntar la plata para comprarle por fin una casa, cosa de no vivir así toda la vida. Mientras, Arlet trabajaba en una estética. Pero ese día de abril no aparecía, y su madre la empezó a buscar por todas partes. La policía no le hacía caso; le decían que esperara.

     –Dos meses después seguían sin decirme nada. No sabe la impotencia.

     Lupita no descansaba: se juntó con otras madres, buscaron rastros, pruebas, empezaron a sospechar de un vecino. Ya desesperando terminaron por convencer a un comisario de que lo indagara; en octubre, cuando lo detuvieron, el fulano llevaba en un carrito de bebé unos trozos de mujer que iba a tirar un basural. En un rato confesó más de veinte asesinatos.

 

Ahora lo llaman el Monstruo de Ecatepec. Juan Carlos tiene 33 años y operaba con la ayuda de Patricia, 38, madre de sus tres hijos; entre ambos violaban, mataban y se comían a sus víctimas. Pero la barbarie de sus acciones es la punta de un iceberg. Hace tres años Ecatepec declaró una “emergencia de género” por la cantidad de feminicidios registrados. El año pasado fueron unos cuarenta –las cuentas son confusas. Y se denunciaron más de 500 violaciones, pero también más de 300 homicidios, más de 12.000 robos.

–¿Tantos meses después, usted todavía esperaba encontrarla viva?

     –Sí. Yo pensaba que se la habían llevado para trata.

     Me dice Lupita, voz muy baja. A muchas mujeres no las matan: las secuestran, las llevan a provincias, las obligan a prostituirse. Algunas aparecen años más tarde; muchas, nunca. Lupita, la sonrisa tan triste, dice que su esperanza era que su hija hubiera sufrido ese destino.

     –Pero no, la mató, dice que la mató ese mismo día. Y dice que se comió partes, de todas ellas, y huesos de ellas los ha vendido a los santeros.

     Lupita tiene cuarenta y tantos, la cara bellamente dibujada llena de granos y erupciones: el médico le dijo que era el stress. Hasta la desaparición de su hija trabajaba en una barbería, pero tuvo que dejarlo para ocuparse de la búsqueda; espera volver pronto, porque la ayuda que le dan no le alcanza.

     –Me robaron hasta las ganas de vivir, de sonreír, pero tengo que seguir por los niños. A mí me preocupa su educación. Nunca sabemos en qué momento nos vamos a retirar de esta vida, y quiero dejarlos más asegurados, pobrecitos.

     Lupita está dolida porque hace unos días fue con otras víctimas a la puerta del Palacio Nacional a pedirle justicia al presidente y el presidente no las atendió, cuando pasó –me dice– les echó el carro encima.

 

–El otro día me preguntaron por el MeToo, si aquí también estaba funcionando, y casi me río. Aquí nadie habla de eso porque en Ecatepec denunciar las agresiones significa exponerte de nuevo a la violencia, que te ataquen, que te maten. No se puede hablar porque hay violencia, impunidad, olvido.

     Dice Manuel, un profesor de secundaria, sociólogo, agitador contra las injusticias de su zona.

     –Aquí matar es muy fácil. ¿Y sabes cuál es la razón principal por la cual lo hacen?

     No, le digo, para que lo diga.

     –Porque pueden. Menos del diez por ciento de los homicidios se resuelven. Así, en la justicia no hay quien crea.

     Aquí cerca, hace unos días, un hombre secuestró a una niña de 11, Giselle, la mató, lo detuvieron. La madre de la víctima dijo que esperaba que un juez lo encerrara para siempre, aunque “el castigo más justo”, dijo, “sería que lo quemaran vivo”. Hace un mes los pasajeros de una buseta atraparon y mataron a golpes a un muchacho que trató de asaltarlos; pasa cada vez más, cada vez más suponen que está bien que pase.

 –Y lo más horrible es que diario siguen desapareciendo las mujeres.

     Lupita tiene tres hijos más; la más chica está acabando la escuela, quiere ir a la universidad, y su madre no la deja salir a la calle.

     –Pobre, ella no tiene la culpa, pero yo no puedo dejarla que vaya por ahí. Ni yo ando por la calle, me da pavor. Y ya tampoco puedes estar afuera de tu casa, porque ahí mismo pasan y te asaltan. Mucha bandita se formó en este barrio. Ya es horrible vivir aquí. Y las autoridades ven que ese delito crece y crece y no hacen nada. Ya no somos libres, no podemos andar como antes. Ya no tenemos libertad.

     Este sábado le entregan los restos de su hija: Lupita dice que su agonía es que no sabe qué serán, qué habrá quedado de ella, me dice, y nos callamos.

     –Quiero saber pero no quiero.

     Dice, como si no dijera.

Lourdes Ruiz, la Reina del Albur en México, posa en su puesto de Tepito. Ella es promotora de 'albures', frases pícaras y con dobles sentidos.

Lourdes Ruiz, la Reina del Albur en México, posa en su puesto de Tepito. Ella es promotora de 'albures', frases pícaras y con dobles sentidos. HÉCTOR GUERRERO

(Juan Villoro me manda al Zócalo, y yo obedezco, porque el Zócalo es para obedecer.

     El Zócalo es la vieja plaza mayor colonial, el espacio todavía de los viejos poderes, a su escala: enorme. Alrededor del Zócalo hay una catedral en vías de hundimiento, un Palacio –del gobierno– Nacional, lleno de estatuas y patios y salones y frescos y brocados, y un Palacio –del gobierno– del Ayuntamiento, ídem de ídem pero más pequeño y aún enorme; también hay hoteles y comercios y la dureza de la piedra, la tristeza de las ventanas ciegas. En el medio hay 50.000 metros cuadrados –o, para decirlo en lengua actual, unos siete campos de fútbol– de vacío que intenta rellenar la bandera más grande de un mundo lleno de banderas. La bandera, cada tanto, se despierta y ondea: es mexicana. Y la plaza, cada tanto, se despierta y se llena por algún sobresalto cívico o político o recreativo –un grito nacional, una huelga salvaje, una pista de patinaje sobre hielo– pero dicen que nunca hubo tanta gente como en aquel concierto de Juan Gabriel el primer día del siglo XXI. Todo alrededor se despliega el centro histórico de la ciudad, un barrio módicamente feo, mezcla de edificios de los tres últimos siglos, realzado por algunas construcciones majestuosas, viejos palacios, colegios, iglesias y conventos con esa austeridad y autoridad que España quiso imponer en estas tierras desalmadas. El centro fue durante décadas territorio comanche hasta que uno de los hombres más ricos decidió repararlo en su beneficio; ahora es un paseo de negocios para turistas y clase media, donde los más ricos solo vienen para citas oficiales en sus camionetas blindadas custodiadas. Y a un costado del Zócalo yacen las ruinas del Templo Mayor donde los mexicanos de hace seis siglos arrancaban corazones de personas y tiraban el resto escaleras abajo para dar gusto a dioses –y que los mexicanos de hace cinco enterraron con sus propios templos y sus propios dioses, y que los mexicanos de hace dos cubrieron con himnos y proclamas, y que los mexicanos de ahora van desenterrando poco a poco, como si no quisieran. Así que sospecho que Juan Villoro me mandó para que viera que los poderes pueden cambiar de palabras, pero siguen siendo lo que son, y me sorprende que no supiera que yo ya lo sabía.)

–Sí, cada mañana, a las 7, sin falta.

     Yo tenía mis reparos. Me parecía injusto caer en el lugar común de pensar a México como un lugar sobre todo violento, sobre todo mortal. Pero después descubrí que sus autoridades tenían la misma idea.

     –Sí, aquí nos reunimos cada mañana. Yo empiezo antes, a las 6, recibiendo vecinos, escuchándolos. Pero después nos reunimos aquí con el gabinete de seguridad.

     Me dice Claudia Sheinbaum; es domingo, ya son más de las ocho en el Palacio y el gabinete acaba su reunión alrededor de una gran mesa, en un salón pomposo que el anterior jefe de gobierno volvió su biblioteca. Sobre la mesa hay papeles y pocillos, alrededor siete hombres y mujeres; en la cabecera, con un termo de té, la doctora Sheinbaum lleva dos meses como la primera jefa de gobierno electa de la Ciudad de México: es física, investigadora ambientalista, política con años en las huestes de López Obrador. Le digo que me impresiona que consideren la seguridad una cuestión tan decisiva como para merecer la primera reunión del día todos los días, y la doctora me dice que así responden a la demanda popular:

     –En las encuestas el 75 por ciento de la gente dice que el mayor problema de la ciudad es la seguridad. Y además es cierto que en los últimos tres años ha aumentado mucho la violencia...

     Dice, y que la culpa es sobre todo del gobierno anterior, “el más corrupto de la historia”, y que recién ahora están descubriendo la catarata de gastos inflados injustificados, permisos y empleos vendidos al mejor postor, extorsiones de todos los colores. Y que entre su corrupción y su incapacidad todo se fue arruinando.

     –No se ocupaban de la seguridad pública; abandonaron la gobernabilidad de la ciudad y lo sustituyeron por… pues por hacer negocios.

     Dice la doctora, y me cuenta que están haciendo esfuerzos para recuperar la policía, que tiene menos efectivos y más corruptelas. La doctora anda por los 50: flaca, sus pantalones grises, su camisa azul, saquito gris, zapatos bajos, pelo atado, un maquillaje que si está no se nota. Discreción, sería la palabra, por ahora.

     –Los mismos policías están hartos. Los ponían a sacar dinero en la calle pero no era para ellos, era para sus jefes…

     Dice Jesús Orta, secretario de Seguridad de la ciudad, y la doctora asiente y me dice que por eso ella se fue a los 70 cuarteles de policía a visitarlos uno por uno y a escucharlos. Y que sí, que cada mañana aquí analizan lo que pasó el día anterior caso por caso, muerto por muerto, para afinar las estrategias, y que ayer hubo más homicidios que otros días y necesitan ver por qué, si son riñas, ejecuciones, crímenes pasionales. Una mujer entra con cara preocupada.

     –¿Qué pasó?

     Le pregunta la doctora, casi ansiosa.

     –No, fue un accidente.

     Le contesta la señora: anoche murió alguien conocido y temían que fuera un crimen, pero no; es un alivio. La reunión sigue; se discuten tendencias, mecanismos, los casos, los puntos más calientes. Pregunto por los linchamientos, el apoyo que suele tener la “justicia por mano propia” y la doctora me dice que es por la impunidad, la corrupción de las fiscalías, las esperas infinitas para cualquier denuncia, que generan una gran desesperación ciudadana.

     –La gente no denuncia, siente que no hay justicia, se siente abandonada, y eso provoca esta respuesta: que lo quemen vivo, que lo maten. Yo creo que cuando empiecen a atenderse esos problemas esa respuesta va a bajar.

     Dice, y que la seguridad no se obtiene solo con policías y que, con lo que ahorrarán de la corrupción están armando programas de becas para que jóvenes empiecen a trabajar y un programa de construcción, en dos años, de 300 espacios comunitarios en las zonas más difíciles, que los llaman Pilares –Punto de Innovación, Libertad, Arte, Educación y Saberes– y que esta mañana va a inaugurar uno, que si voy. Yo voy, claro, y antes de levantarnos les pregunto si no los deprime empezar así cada día de sus vidas y todos dicen no no no, hasta que el secretario Orta dice sí:

     –Mi esposa dice que estoy perdiendo la sensibilidad, que ya hablo de estas cosas como si fueran lo normal…

     Si sigue así, le digo, se va a volver un periodista.

Pero antes de salir la doctora me muestra su despacho palaciego, donde el jefe anterior había hecho poner puertas y ventanas blindadas, como quien espera un ataque terrorista, un francotirador, la multitud enfurecida. Y que ella no quiere aislarse así, que ya las hizo sacar, dice, y se ríe.

     –¿Cómo era tu relación con la ciudad antes de gobernarla? ¿La querías o la detestabas?

     –Yo creo que todos los que vivimos en la ciudad de México le tenemos un amor enorme y al mismo tiempo mucho enojo: el tráfico, la violencia, todo eso…

     Nos llevan en un coche muy común; después me explican que es el suyo, que la austeridad también consiste en no usar los grandes carros del Estado. La doctora tiene modales suaves, habla suave, se sonríe suave, pero alguna risa se le desboca cada tanto, se le vuelve ronca; debe ser muy distinta cuando no es la doctora, cuando no lleva el pelo atado.

     –¿Y cómo es ser jefa?

     –Pues mucha responsabilidad… Bueno, primero es un orgullo. Pero yo no me asumo como que soy la jefa de gobierno, que me crea algo, sino más bien es el trabajo, la presión de generar resultados.

     –¿Te da placer?

     –A mí lo que me gusta es hacer cosas, que tengan impacto. Ese es mi motor.

     La doctora, además, se juega mucho. Dicen que, si no comete errores graves –y si el sexenio de López Obrador funciona– podría ser la próxima presidenta.

     –Debe ser fuerte la sensación de que a uno se le ocurre una idea y esa idea puede cambiar la vida de millones… Siempre me ha intrigado saber cómo es eso, cómo es tener poder.

     Le digo, y la doctora insiste en los efectos, la responsabilidad; le pregunto si para una mujer es diferente.

     –Pues… no, no lo he reflexionado.

     –Vamos.

     La doctora calla, piensa. Me pregunto si trata de entender o de saber qué le conviene decir o una mezcla de ambos. Después me dice que a veces sí, que hasta extraño les parece a algunos, por ejemplo, a veces los policías, que pueden ser bastante machistas.

     –Pero también te ganas cierto respeto. Será porque existe esta noción de que la mujer es más débil que el hombre, entonces cuando te ven que estás en todo, te respetan más, dicen no, la jefa sí se la rifa.

     Lo cual quiere decir, me explicarán después, que sí es valiente, que se atreve.

     –Pues sí, soy muy rifada.

     Dice, y se ríe con ganas. En Azcapotzalco, un barrio pobre, la esperan cientos de vecinos endomingados que la aplauden, se hacen fotos con ella, la llaman Claudia, le cuentan males, le piden soluciones, se hacen más y más fotos. El centro es un edificio de tres pisos que debería haber sido un comedor comunitario, pero nunca empezó; ahora lo arreglaron, lo equiparon, le pusieron talleres y computadores.

     –…para nosotros los Pilares son una forma de generar derechos para los jóvenes, que no anden en la calle, que no se metan en actividades delictivas, sino que puedan terminar la escuela y aprender un oficio y conseguir un empleo…

     Dice la doctora desde el estrado, y que todas las actividades son, por supuesto, gratis, y la aplauden más. Ella saluda, sonríe, se para en cada foto, besa niños, escucha a las personas, vuelve a sonreír. Después entra en el coche y desconecta.

Sería bueno si tuviera un nombre. Si no te insistieran en que ahora se llama CDMX después de haber llamado durante décadas DF o Distrito Federal y no te explicaran que CDMX significa Ciudad de México como si no pudiese llamarse México a secas, como si hubiera alguna duda de que es una ciudad –la mayor del idioma–, como si el peso y la osadía y el orgullo de haberle dado su nombre al millón de kilómetros que tiene alrededor, a los cien millones de personas que tiene alrededor, al país que tiene alrededor, la hubieran dejado sin su nombre: como si lo hubiera malgastado. México no tiene nombre, y es una pena y un incordio.

     Sus habitantes, en cambio, sí tienen. Nadie sabe de dónde viene la palabra “chilango”, el gentilicio que ahora aceptan. Sí sabemos que primero fue despectivo –como lo fue sudaca, como tantos– y después, poco a poco, los despreciados se lo fueron apropiando, lo convirtieron en su nombre. Y también podría ser el de ella: Chilangópolis, la llama su autobiógrafo.

Las ciudades son el gran invento de la civilización: formas de conseguir que unos miles de personas vivan juntas, se ayuden, interactúen, consigan en esa comunión mucho más que lo que cada una podría conseguir por separado. Tanto, que conseguimos pensar que la ciudad era la “escala humana”. Hasta que se dispararon y ahora superan cualquier espacio que pudiera abarcar una persona. Les sucede a todas las grandes; a ninguna tanto como a ésta.

 

Y el azar: las ciudades no son entes pensados. Son la suma de millones de acasos y el esfuerzo porque no se note: los intentos de ordenar el desorden creado por millones de iniciativas autónomas. Aquí se nota: se ve que es amontonamiento.

     Aunque hay un orden que la envuelve. México es lo que suele pensarse cuando se piensa en América Latina: un lugar donde las diferencias de clase son tajantes y se ven en las pieles, en las caras. O, dicho sin tanto miedo: una sociedad donde los blancos, los colonos, todavía son, en general, los ricos, y los indios y los negros, colonizados y esclavizados, los más pobres. No es teoría.

     –Maaande.

     Te dicen aquí cuando no entienden lo que dices: que los mandes.

Pero México es, también, una ciudad que siempre tuvo gobiernos y habitantes más “progresistas” que el resto del país: fue la primera en legalizar el aborto o el matrimonio gay, el uso medicinal de la marihuana o la muerte digna, entre otras de esas cosas que ahora marcan diferencias.

Al otro día fui a mirar a su jefe al palacio de al lado. Andrés Manuel López Obrador, presidente de México con el 53 por ciento de los votos, esperanza de muchos, irritación de otros, es un señor más o menos bajo, traje gris, corbata roja, el pelo gris, la cara común donde solo destaca un gesto raro, como si sonriera cuando no corresponde, que está diciendo que los mexicanos no son, “como ahora dicen algunos, un pueblo violento”; que son los efectos del neoliberalismo.

     –La inseguridad y la violencia son problemas que surgieron por el modelo neoliberal que se aplicó en beneficio de una minoría rapaz…

     Todas las mañanas a las siete el señor presidente da una conferencia de prensa –televisada en directo– de una o dos horas en esta sala de 50 metros de largo, diez de alto, donde lo escuchan más de cien periodistas, docenas de cámaras, millones de personas. El señor presidente está subido a una tarima, fondo rojo rabioso, y ahora dice que nunca va a usar la violencia para resolver los problemas sociales y presenta a su subsecretario de Gobernación, Alejandro Encinas, que explica cómo el Estado intentará encontrar a los 40.000 desaparecidos que, calculan, hubo en los últimos años.

     –Todo México es una fosa común.

     Dice, entre otras cosas. Después vuelve el presidente: va soltando las palabras de a una, despacito, como si fuera haciéndolas a mano. Parece banal, anodino; me pregunto si la falta de carisma clásico puede ser una forma de carisma en tiempos en que los políticos clásicamente carismáticos se han vuelto sospechosos.

El poder y sus formas: si miras a, por ejemplo, un empleado –a un “inferior”– el tiempo suficiente, te saludará con deferencia y voz domada:

     –Buenas días, señor, ¿cómo está usted?

     Y ni siquiera esperará que le contestes.

Una ardilla de cola gorda y reluciente roba un papel plateado de un cubo de basura; alrededor un bosque viejo, mayoría de eucaliptos. La ardilla pega un salto: la asusta una voz de altavoz que dice que hay que darse prisa, que Los Pinos cierra en una hora. Los Pinos era la residencia presidencial mexicana; el señor presidente decidió convertirla en un museo y mudarse a otra parte. En el jardín, las estatuas de bronce de todos los inquilinos anteriores tamaño natural flanquean el camino; está hasta Enrique Peña Nieto, que hace tres meses todavía la ocupaba.

     La casa principal es mármol y boato, salones, saloncitos, sillones y sillones, más sillones, mucha madera, arañas de docenas de luces, cortinados de docenas de lises; así, perdido el brillo del poder, todo parece la sala de un vendedor de muebles cursis o un burdel de lujo. Los quichicientos tomos del Espasa Calpe aparecen varias veces, en varias bibliotecas; son los mejores para tapar esos huecos que solían llamar estantes. El comedor tiene una mesa larga para 30 personas, sus arañas. Si el nuevo presidente quiso poner en ridículo la casta de sus antecesores lo consiguió con creces. No se ve ninguna razón para que un hombre deba vivir en esto.

     –Bueno, si esta casa es así, imagínate cómo será la de Slim.

     Dice un señor muy corpulento; son los problemas de mostrar las cosas. En el piso alto, el cuarto presidencial no es mucho más grande que una casa grande; todo es enorme, todo tiene enchufes. De las partes más íntimas se han llevado los muebles; así, sin muebles, una casa no es una casa sino un mal recuerdo.

     –Y pensar que por estar acá se pelearon tanto.

     Dice una señora mayor, las trenzas canas. Es martes por la tarde y somos muchos. En los meses que lleva abierto, Los Pinos ha tenido más visitas que cualquiera de los 150 museos de la ciudad.

     –Bueno, sí que es raro estar aquí, que nos muestren todo esto, ¿no te parece?

     –Sí, yo no sé si será bueno o será malo.

     “Abrir al pueblo” la casa de gobierno parece un gesto fuerte; como casi todo en la política últimamente, ya había sucedido. Lo hizo Lázaro Cárdenas en 1934, cuando decidió dejar el castillo de Chapultepec, aquí a la vuelta, que había levantado 80 años antes el emperador Maximiliano y habían ocupado todos los presidentes mexicanos desde entonces. Tras aquel gesto, Cárdenas decretó la nacionalización del petróleo y la reforma agraria –que sí cambiaron la vida mexicana.

(Pero ahora Juan Villoro quiere que mire el poder en serio y me manda a Santa Fe, y yo obedezco.

     Hace diez años Santa Fe no existía: es el espacio más nuevo, más ajeno de una ciudad que se rehace todo el tiempo. Por Santa Fe no pasa nadie: está al final del camino y solo vas si trabajas ahí, vives ahí, tienes millones. Santa Fe es un barrio brilloso construido sobre un enorme basural: docenas de edificios novísimos carísimos y calles para coches, donde solo caminan los que limpian. En el medio hay un parque; en el parque, Paulina, 19, abrillanta un cartel con un trapo y se acalora. Paulina viene de un pueblo de Veracruz que se llama Triunfo, pero nunca nadie pudo saber por qué.

     –Pobres, ahí somos muy pobres, en mis ranchos. No tenemos nada de lo que queremos. Sufrimos del agua, del hambre, las cositas.

     En su pueblo, me dice, hay muy poca agua y los comerciantes se la cobran muy cara, pero su familia tiene un tanquecito que les dio el gobierno y juntan, y cuando alguien necesita le dan, porque entonces diosito los ayuda. Así que Paulina se vino para acá y trabaja por 1.100 pesos –50 euros– por quincena y se gasta mucho en el viaje hasta el cuarto que alquila con su hermana. Paulina también tiene un hermano que está acá y otro que se fue al norte, dice, para decir Estados Unidos. Ese ya es rico, dice: el suegro tiene un carro y le está enseñando a manejar.

     –Mi hermano que se quedó no es rico, no, qué va a ser, pobre.

     El parque está impecable; hay, de tanto en tanto, una hoja en el suelo. Tiene un estanque, un auditorio en medio del estanque, senderos de tartán, bancos de diseño, césped hecho a mano, cafecitos que querrían estar en San Francisco. Alrededor, el edificio más bajo tiene veinte pisos y el más viejo diez años; es probable que ninguno cueste menos de un millón, pero no todos tienen helipuerto. Mujeres y hombres pasan al trote, en patines, en perros, y Paulina los mira; las zapatillas de ninguno valen menos que un mes de su sueldo. La mitad de los habitantes de la ciudad no llega a ganar 200 euros por mes, y muchos mucho menos.

     –Antes yo limpiaba una casa. No sabe qué chiquita me sentía cuando iba.

     Los edificios son claros, mucho vidrio, y ostentan formas caprichosas, porque los constructores aprendieron a prescindir de la vertical o el ángulo recto y quieren que se note. Son altos: durante décadas, México fue una ciudad temerosa de su altura, de los sismos, que construía bajito, pero ahora se lanzó. Paulina friega el cartel con ímpetu; yo le pregunto qué quiere de la vida y me dice que un muchacho que la quiera.

     –Que un muchacho me diga te quiero vente a vivir conmigo, y entonces yo me quede aquí con él y tenga una familia, eso es lo que quiero.

     Dice, y se ruboriza. Si yo supiera escribir la candidez de su sonrisa ya podría retirarme. Quizá para eso me mandó aquí Juanvilloro: para que entienda que no puedo o, si acaso, para que sepa qué querría.)

–No, no es una ciudad particularmente bonita. Podría serlo mucho más pero yo creo que los mexicanos en general tenemos muy mal gusto, aquí mismo ves muchas casas horrorosas. Y la idea es que de mi barda pa’fuera me vale madre. Aquí la gente tira la basura en cualquier parte, no les importa nada. ¿Sabes qué es lo único que funciona para que no te tiren basura? Pues si pones en la puerta una Virgen de Guadalupe; a la Virgen sí que la respetan.

     Jaime habla incontenible, lo escucho interesado. Jaime es economista, estudió en escuelas y universidades privadas y extranjeras, y ahora produce proyectos de energía. Jaime vive en una casa llena de libros y de cuadros y me explica que sus vecinos no suelen tener libros, quizá cuadros. Sus vecinos tienen casas como la suya o mayores que la suya, cientos de metros, parque, muralla, rejas, alambradas eléctricas, custodios y en la puerta unos carteles que dicen “Yo sí pago por la seguridad de mi casa” –para que quede claro que en esas calles circulan las patrullas. Su barrio se llama Las Lomas de algo, no es lejos de Santa Fe y es rico: calles vacías, sinuosas, caserones, un espacio sin espacios públicos donde solo se llega si se conoce a alguien.

     –Aquí los niños van todos a escuelas privadas, a nadie se le ocurre mandarlos a la escuela pública, no existe. Son escuelas que a veces son buenas, pero lo que importa es que allí conoces a la gente correcta, la que después te puede servir para hacer tus cosas, tus negocios… Por eso la forma más clara de ascenso social es poder mandar a sus hijos a una escuela privada, hay empleados que se desloman para conseguirlo.

     Los ricos de la ciudad no necesitan la ciudad: la usan, si acaso, para llegar a su oficina o visitarse o ir a comer en sus coches blindados, custodiados. Cualquiera de sus restoranes ofrece, en la puerta, el espectáculo de docenas de “guaruras” –escoltas– con sus auriculares y sus bultos. En México el negocio de la seguridad emplea a cientos de miles de personas; nadie sabe la cifra exacta porque cuatro de cada cinco empresas no están registradas.

     –Algunos lo hacen para mostrar su status: como que si no tienes dos o tres guaruras no eres nadie. Quizá los necesitan, pero también les importa que se vean. El coche, la custodia, todo eso se han vuelto símbolos...

     Me dice Jaime. Su asistenta es mayor; nos trae café y unos chocolates artesanales con coco y frutos secos, deliciosos.

Es difícil caminar por México. Las distancias suelen ser disuasorias, y te topas con autopistas o avenidas rápidas que te cortan el paso, o con una explosión demográfica súbita que te lo corta más aún. Y con los coches, el poder de los coches. Hace tanto supuse que la civilización eran las rayas blancas: esos signos pintados en el suelo que hacen que un animal poderoso se detenga ante uno débil solo porque la sociedad ha creado esa regla. Si se acepta esa vara, México no es más civilizado que la mayor parte de América Latina: no hay conductor que pare ante unas rayas. Y muchos, por suerte, me insultan cuando intento usarlas.

Polanco es el barrio rico nuevo ya más viejo, con restaurantes, negocios, oficinas, aceras, sus paseantes. En Polanco hay tiendas a la californiana, calles a la californiana con personas a la californiana; hay cajas de metal y vidrio mezcladas con casas falso mediterráneo, falso toscano, francés falso; hay parejas con bebés, hay coches alemanes, hay muchachos con camisetas de polo y muchachas con manoletinas y cruces en cadenas y algo perro; el sol calienta con cuidado. Peter tiene en Polanco su oficina: un caserón de grandes salones que hoy, festivo, se ven abandonados.

     –Yo tengo muchos amigos extranjeros, y todos están felices aquí, sin excepción.

     Me dice Peter. Cuando era chico, en Suiza, Peter –llamémoslo Peter– soñaba con vivir en América Latina: pensaba en Brasil, en música, en mulatas, pero descubrió México y se quedó. Hace más de 30 años llegó como representante de un banco; con el tiempo se independizó, se nacionalizó, y ahora dice que es un mexicano orgulloso. O, si acaso, que tiene el corazón mexicano y el alma suiza.

     –Bueno, casi todos están casados con mexicanas. Las mexicanas son quizá más… accomodating que las europeas. Otra cosa es para hacer negocios. A veces son poco serios, hay muchos temas de corrupción que te complican todo. ¿Nunca escuchaste ese lema que tienen, que “el que transa, avanza”?

     Pero que aquí los extranjeros son bienvenidos, que la gente les tiene más confianza y que el clima es magnífico, la comida excelente y barata, los teatros y museos y espectáculos variados y baratos, las casas grandes y muy cómodas y más baratas, y que puede tener empleados domésticos, “que en Europa nunca podría, y es fantástico para la calidad de vida”. Peter tiene varios, repartidos entre su casa de las Lomas, su rancho de Jalisco, su villa del Pacífico, su oficina.

     –Yo soy una persona de buen nivel social, pero con ese nivel aquí puedo vivir como en un paraíso, como jamás podría vivir en Suiza.

     Peter anda por los sesenta con su sonrisa abierta y los pelos revueltos, la ropa casual elegante de financista en día festivo. Tres de sus cinco hijos viven en Suiza: tienen hijos chicos y allí los pueden criar mucho mejor, dice:

     –Aquí tienes que mandar a los niños a un colegio privado, toma horas llevarlos, y están siempre entre muros: en la casa, en el colegio, en los clubes, siempre encerrados.

     Su casa está aquí cerca, veinte minutos caminando. Uno de los grandes privilegios de los ricos de México consiste en vivir en una zona reducida, su pueblito; en hacer toda –casi toda– su vida a unos pocos kilómetros a la redonda: frente al caos y la amenaza, las formas del repliegue.

     –¿Vives preocupado?

     –No, preocupado no. Es cierto que la situación está peor, pero no es invivible. Te cuidas un poco más, no vas por todas partes, eliges los horarios. Sí, hay violencia, hay atrocidades, pero eso no es todo el país, es solo una pequeña parte, y eso no se percibe desde el extranjero. Y lo mismo pasa con la pobreza: es mucho menos que lo que muchos piensan.

 

(Juan Villoro me dijo que comiera por la calle, que no hay nada más mexicano que comer por la calle, y yo obedezco.

     Es fácil: la comida te ataca a cada paso. En un lugar –en todos los lugares– la señora se instala con un fuego y una cacerola, los platos de plástico y las servilletas de papel y enseguida le comen. Después, si le va bien, conseguirá su toldo, su mesa de trabajo, sus hornallas, quién sabe su sombrilla o un comal para hacer las tortillas, y su puesto pasará a ser –casi– permanente y ella a ser –casi– emprendedora. Aquí todo rebosa de comidas, sus olores, su tentación intensa.

     –Hay tlacoyos, gorditas, huaraches, tacos, sopes, pásele, joven, usted, joven, pásele, tlacoyos, gorditas.

     No hay forma –creo que no hay forma– del castellano más distinta de todas las demás que el mexicano: es el más rico de palabras propias, el más intervenido por sus cinco siglos de historias intensas y 130 millones de personas de docenas de culturas. Y en ningún asunto ese lenguaje propio es más propio que cuando habla –tanto– de comida. Te pueden ofrecer huarachas campechanas, tlacoyos de frijol, gorditas de chicharrón, tamal de huitlacoche, enchiladas, chilaquiles, cochinita, pozole, nopalitos y tantos otros vocablos imposibles, platillos improbables. En México, las dos artes de la boca –la comida, el lenguaje– se complementan para esquivar al forastero.

     –Una quesadilla con tinga, señora, por favor.

     –¿La quesadilla la quiere con queso o sin queso?

     –Bueno, es una quesadilla.

     –Por eso.

     No le entiendo, le digo que, con queso, después me explica que ambas opciones son posibles, me sorprendo, nos reímos, le pido que me cobre.

     –¿Es para comer aquí?

     –Sí.

     –Entonces primero coma y después le cobramos.

     México es un espacio hecho para comer, para dar de comer. Aunque hay, como en todo, clases: los más pobres comen en esos puestos callejeros de tacos y de tortas; los medios, en esos restoranes de menú que, por 60 o 70 pesos –menos de 3 euros– sirven una sopa y un plato de carne; y los más ricos en los restaurantes presumidos, variados, tentadores –donde, sobre todo, inician o concluyen sus negocios. Pero el olor del maíz está por todas partes. En la ciudad de mil olores hay uno que es el más suyo: el olor del maíz cocinado en tortillas. Ése es, si lo hay, el verdadero olor de México. Supongo que eso era lo que Juanvilloro quiso que supiera –que su ciudad tiene un olor– y le agradezco.)

 

Todo sea por hacer realidad el verso inmejorable. Nunca pensé que pudiera honrar así al maestro Quevedo. Siempre me divirtió saber que su poema más citado fuera una copia: “Nouveau venu qui cherche Rome en Rome/ et Rome en Rome même tu ne trouves”, había escrito Joachim du Bellay antes de que don Francisco escribiera, tanto mejor, “Buscas a Roma en Roma, oh peregrino,/ y a Roma en Roma misma no la hallas”. Era difícil pero lo logré: ya encontré aquí, en Roma –en la colonia Roma–, un cine donde poder ver Roma.

     El Tonalá es, más que un cine, un espacio –o algo así. A la entrada hay una librería que vende libros “con experiencia” –dice, por no decirles viejos– y que se llama, faltaba más, “La tiendita de la Nostalgia”. Adentro el Tonalá tiene mucha madera, sillones desparejos, una barra, botellas, sus afiches de películas viejas, sus sombras, sus vinilos, Louis Armstrong en los altavoces. El cine es variopinto: en estos días también pasan Puta y amada, Suspiria, Las tetas de mi madre; la entrada cuesta menos de tres euros, dos para los estudiantes, y un café uno y medio. Un cartel manuscrito pegado en la pared dice “Mamá: si necesitas amamantar a tu bebé, para y pide un té caliente GRATIS”, pero está en un rincón interior, medio borrado. El público parece contratado para rodar la escena: sus barbas –ellos, en general–, sus lazos en el pelo –más bien ellas–.

 Roma es el triunfo global que la cultura mexicana llevaba esperando mucho tiempo, tan atacada por imágenes horribles. Y, aquí, más allá de sus pinturas espléndidas, de su nostalgia suave, sirvió para reconciliar a muchos mexicanos de su clase con el recuerdo de haber sido servidos –lo cual se te hace útil cuando quieres que te sigan sirviendo.

     –Bueno, fue como una reparación sentimental, la posibilidad de creer que esa señora explotada y relegada era alguien de la familia, digamos.

     Me dice un amigo rencoroso, y yo le digo que siempre me impresionó la facilidad con que los mexicanos más o menos ricos dan órdenes y esperan ser obedecidos; la naturalidad con la que asumen que hay personas –domésticos, choferes, camareros, custodios– que están para servirlos.

 

A 200 metros del Tonalá, en la calle Tepeji –tan calma, tan callada, pajaritos–, la casa ya tiene su placa conmemorativa y dos parejas y una señora que le sacan fotos. O, mejor, que se sacan fotos con la casa: ahora las fotos sirven para eso. Cualquiera encuentra cualquier imagen en 0.82 segundos en la red; la diferencia está en meterse en esa imagen, decir yo estuve allí, yo tuve “la experiencia”, yo construyo memorias –que nadie recordará en un par de años. La casa donde se rodó Roma es rosita, ventanas enrejadas, su cartel de una empresa de seguridad. Pienso tocar el timbre para preguntar a los moradores si no están hartos de que les molesten, pero me parece una contradicción que ni siquiera el periodismo justifica.

     Y, sobre todo: ¿a quién le importa?

Gracias a la película la Roma se ha hecho, de pronto, famosa en el mundo. Aquí comparte ese lugar con la Condesa, la otra colonia –barrio– donde una clase media urbana intenta defenderse del caos de la ciudad. La Roma y la Condesa se (re)gentrificaron hace poco: habían sido casi abandonadas porque sufren mucho los temblores, pero últimamente hay muchos que decidieron arriesgarse. Y volvieron y la volvieron una pequeña ciudad europea, un dechado de cafecitos y de árboles, calles anchas serenas, espacios caminables, poca prisa, casas y edificios bajos, comida orgánica y drogas de recreo, bicicletas, saber vivir hipstérico. El hipsterismo fue, antes que nada, la primera gran moda post-feminista, una donde el look definitorio no lo encarnan las mujeres sino los hombres. O no; en cualquier caso, estoy harto de ver pelos cortos, barbas largas, pantalones del hermano pequeño, perros: las marcas de la Roma y la Condesa. Y todo con esa madera basta y ese papel madera y esos carteles en pizarras de madera que últimamente se ven tan naturales. Contra el yugo del plástico, que viva la madera –gritarían en la calle si gritaran. Pero nos queda esa quietud, la calma, el silencio que solo quiebra algún pájaro, pocos coches, el chiflido del afilador, el altavoz del vendedor de tamales oaxaqueños, la sirena de la policía.

     –Bueno, yo cada vez que salgo de aquí me da como una angustia. Esas calles tan secas, tan desnudas…

     Me dice un hipster en la Roma; aquí también los árboles son un privilegio de clase. La ciudad pobre no tiene árboles, pobre.

     –El Poniente de la ciudad tiene once metros cuadrados de área verde por habitante; el Oriente tiene menos de un metro cuadrado por habitante.

     Me había dicho la jefa de gobierno. Puede que el tiempo sea dinero, pero el dinero sin dudas es espacio. Lo primero que compra el dinero es el espacio, y aquí se ve mejor que nunca: hay aire. Y están, por supuesto, los forasteros: aquí se oyen tantas voces extranjeras, gente que habla en lenguas. Estas colonias son la meta de todos esos jóvenes americanos y europeos que persiguen el Mexican Dream: una ciudad mucho más barata que París o Nueva York, con mucho mejor clima, donde las cosas –creen– son reales, con una buena escena cultural, mucha comida con sabor y unas comodidades y unos privilegios y unas drogas que jamás encontrarían en sus lugares: helados con hash, chocohongos, gominolas con LSD. El teletrabajo y/o la cuenta de papá permiten eso y mucho más, y son casi felices.

En la Roma y la Condesa hay cines, bares, librerías, pero los grandes centros culturales –los museos increíbles, el Auditorio, los teatros, las universidades, las grandes bibliotecas– están en otra parte. O en todas partes: México es un caos y es, al mismo tiempo, la ciudad con la mayor oferta cultural del idioma.

(Juan Villoro me manda al estadio Azteca, alto lugar del fútbol mundial, y yo obedezco.

     El partido de hoy es menor: el América –“ufa, el equipo de Televisa”–, de mitad de la tabla, juega contra el último, Querétaro, y es sábado a la tarde y hace sol. Así que llego sin entrada; en la puerta una chica de 20, gordita, los jeans muy ajustados, me vende una entrada de 280 pesos en 250, unos 11 euros.

     –No es muy buen negocio, ¿no?

     –No se crea. No sería si la pagáramos a ese precio.

     Dice la revendedora y se ríe y me explica que tienen amigos adentro del estadio que se las venden más baratas.

     –¿A cuánto?

     –A 180

     Dice. Hay poca gente; la entrada es cómoda, los controles y cacheos puro compromiso. El Azteca es un estadio a la antigua: se le ven las nervaduras, el cemento, y los pasillos son largos, laboriosos. Hasta que salgo a la tribuna y veo el desierto: somos seis o siete mil personas en un estadio donde caben 90 mil. El césped está ralo, las tribunas vacías impresionan y el partido es puro tedio; lo animan, si acaso, vendedores: cervezas, refrescos, alitas de pollo, cocteles de fruta, gorros, banderas, pizza, alitas, totopos, palomitas, sopas, nubes de algodón. Pocos cantan y cantan poco; el ruido está a cargo de un par de bandas de tambores, y lo hacen. Pero es un ruido ajeno, un ruido que se pone, que se compra. Mientras, los jugadores hacen lo suyo casi bien; en ese casi está el abismo.

     De pronto me parece que, hasta hace poco, el fútbol era todo así, y que, ahora, ver por la tele a esos seleccionados del dinero que juegan en Europa nos ha hecho esperar otras cosas –que nunca existieron y que no pueden existir sin mil millones de euros al año. Pero esto es el estadio Azteca, así que me concentro en el lugar: aquí sucedieron los dos momentos más recordados de la historia del fútbol –sin mexicanos de por medio–: aquí jugó el que suele pensarse como mejor equipo, el Brasil de 1970; aquí se hicieron los dos goles más famosos, Maradona contra Inglaterra en 1986. Me pregunto un rato largo en qué arco fue; al fin me decido por uno y lo miro y lo miro. Es raro ver en la realidad eso que has visto tantas veces en fotos, videos, reconstrucciones varias. Como quien llega a un lugar donde pasaron cosas importantes de su vida y nunca estuvo; como ese que conoce, un suponer, el lugar donde sus padres se encontraron. El año próximo en el estadio Azteca, deberían decir los fieles –aún– de Maradona, como dijimos durante siglos los judíos; esto es esa Jerusalén de donde fuimos expulsados, adonde nunca más volvimos. No sé si Juanvilloro quiere hablarme de esto –del pasado que no vuelve, de cómo México produce tanto mito– o de la microcorrupción que me permitió entrar y sentarme. De Timoteo, por ejemplo.)

Dicen que son los Timoteos los que hacen que todo siga funcionando. Timoteo –llamémoslo Timoteo– “es el que tiene el control de esta calle”, me cuenta un amigo, dueño de una pequeña empresa. “Entonces nosotros le pagamos una cantidad para que nos reciba los coches y nos guarde lugares para aparcarlos. Él es el dueño de esos espacios, recibe pagos de distintas gentes, y luego la patrulla pasa y él le paga”.

     –Timoteo es un prototipo. Hay Timoteos de toda clase, en todos los niveles, personas que hacen sus trampas para que las cosas sucedan. Sin los Timoteos esta ciudad nunca funcionaría. Imagínate, en una ciudad donde la mitad de la economía es informal…

     Me dice, y que cada espacio de la ciudad tiene su dueño. Que aquí Timoteo es el que aparta los sitios para que aparques y es el dueño de esos sitios –y si no le pagas “te raya el carro, te poncha las llantas”–, pero que eso se reproduce en todo: todo tiene sus dueños, los que te cobran su cuota para dejarte usar las cosas.

     –Yo le pago 1.500 pesos al mes y él nos da el servicio de estacionamiento en las calles para cuatro o cinco coches, lo que se necesite.

     Timoteo vive en esa calle, a veces duerme en esa calle, guarda el dinero en los zoquetes para que no le roben y tiene tres muchachos que se encargan de mantener el orden. Cuando pasa la patrulla le da 200 pesos y todo está en su sitio.

 (Juan Villoro me manda a la plaza Garibaldi, y yo –que no creo que sea para escuchar mariachis– obedezco.

     A la entrada de la plaza Garibaldi hay un hotel que ofrece “habitaciones con agua caliente, televisión, sábanas y toallas limpias” pero advierte en otro cartel que “toda persona que sea sorprendida traficando o consumiendo estupefacientes será consignada a las autoridades competentes”. Después una Farmacia Vida y Salud propone, en otro cartel grande, “Viagra a 195 pesos”. También hay muchos policías, patrulleros de a tres, y al fin la plaza, grande, desangelada, cacofónica, rodeada de cantinas donde los mejores parroquianos pagan descargas de electricidad para demostrar que son muy algo. En la plaza Garibaldi abundan los señores de pantalones chicos y chalecos cortos, todos negros o todos blancos, todos bien tachados, sus sombreros alones, sus moños mariposa, sus botas puntiagudas, que llevan décadas repitiendo las mismas canciones con guitarrón, violín, trompeta, acordeón y falsete, y esperan que les den, por sus cantos, monedas; unos pocos, incluso, lo esperan a caballo.

     En la plaza las canciones se mezclan y se muerden y varias son la misma y hablan de un señor que no tiene nada pero sigue siendo el rey. Casi todas son quejosas; muchas las hizo un hombre que no sabía palabra de música y llenó los oídos de los suyos y se murió antes de los 50 de una cirrosis galopante. Y estos hombres de pantalones chicos que las cantan solían representar lo mexicano en su acepción más rancia: esa idea de que lo nacional es lo más viejo, lo que siempre fue, y que hay que preservarlo contra cualquier cambio. Eran, si acaso, una imagen de México en el mundo: machotes apenados en falsete. Pero ahora esa imagen tristemente cambió, y sospecho que por eso Juanvilloro me mandó a esta plaza. Aquí, hace unos meses, unos hombres vestidos de mariachis sacaron las ametralladoras de sus fundas de guitarra y mataron a varios en una de esas masacres narco que son, ahora, lo que más se escucha de México en el mundo. Aquí, esta noche, cada noche, los señores persisten, por supuesto. Pero saben, creo, que ya no son el símbolo sino un modo altisonante del olvido.)

 Aquel día, los que tiraban eran sicarios de la “Unión Tepito”, que querían recuperar la plaza –gran lugar de la venta de drogas– que les había arrebatado la “Fuerza Anti Unión”, una banda contraria. La ciudad de México no había tenido, hasta entonces, esos episodios de ejecuciones en la plaza pública que abundaban en otras ciudades del país.

Héctor de Mauleón, gran relator de la ciudad me cuenta la historia de los amos de Tepito. Que todo empezó con el error garrafal del gobierno, que emprendió su “guerra contra el narco” descabezando a los carteles –o, en mexicano, cárteles– para debilitarlos; que, ya sin jefe, sus segundos y terceros y cuartos empezaron a pelearse por el poder, y la violencia creció desenfrenada. Y que ese fue el origen de esa espiral de inventiva que desconfió de la muerte: de pronto ya no alcanzaba con matar a un rival para desalentar a los demás; había que decapitarlos, explotarlos, colgarlos de los puentes, descuartizarlos y repartir los trozos por el barrio –para tratar de producir algún efecto. La muerte se volvió, en el imaginario de estos muchachos mexicanos, un espacio de búsqueda. Y hubo, en los últimos diez años, en todo el país, unos 200.000 asesinatos –y el cambio radical de casi todo.

      Aquí en Tepito, la central de distribución de drogas de la ciudad, cuando la Marina mató a un Arturo Beltrán Leyva, que controlaba la región, sus esbirros se lanzaron a ocupar parcelas. Entonces un tal La Barbie –rubio, guapo, ojos azules–, que había empezado de sicario, mató a los suficientes para hacerse con el poder y formó la “Unión Tepito”. Su comando fue efímero, y los combates siguen. Y los combates siguen y los jefes se siguen matando y su nivel bajando y sus edades y calificaciones: ahora no es jefe –siempre provisorio– el que organiza un sistema sino el que acaba de matar al anterior. La estupidez y la violencia están servidas.

     –Y el crecimiento de estas bandas repercute en toda la ciudad, en todos los aspectos: aumentaron mucho los asaltos y robos y ya no hay delito que quede fuera de su jurisdicción. Y donde hay una tiendita de venta de drogas todo se complica alrededor. Esas tienditas están por todas partes. Puede ser la señora de las quesadillas, como por ejemplo la de aquí a la vuelta...

     Me dice Mauleón, y que todo esto se agrava porque la policía perdió toda autoridad.

     –Un jefe policial le decía a un amigo que sí, que quizás antes ellos también tenían un pie en el hampa, pero los respetaban: “Hace unos años, si yo iba a Tepito enseguida venían todos a decir mi comandante mi comandante qué pasó. A ver cabrones, hubo un robo con violación en la colonia Roma, a ver qué hijo de la chingada fue. No, no mi comandante, no se preocupe… y al rato me lo traían. Si yo me presentara hoy en Tepito ni siquiera salgo vivo”, decía el jefe.

 

Pero Tepito es, sobre todo, un gran mercado.

Creo que no hay, fuera de Asia, mercados mayores que los mexicanos: esa mezcla de olores, de colores, de gritos y de ritos, de falsificaciones. Esos mercados son el mayor emporio de las marcas falsas: falsificarlas es el mayor homenaje –y, aunque lo he oído, no creo que de verdad algunas se falsifiquen a sí mismas para evitar la deshonra de que nadie las copie.

     –¡Para esas chinches, para esas pulgas atrevidas que no lo dejan dormir, para que extermine a esos animales rastreros que le arruinan la vida, aquí les traigo Plaguifín!

     Grita una mujer con altavoz. Hay puestos y más puestos y más puestos, kilómetros –literalmente kilómetros– de puestos donde, un pantalón dizque Levi’s puede costar 130 pesos –seis euros–, unos lentes de contacto azules “ojos de muñeca” menos de cuatro euros, unas zapatillas dizque Nike casi siete, un dvd de Roma o porno o Narcos 50 céntimos, seis tacos de canasta otros 50, una tanga de colores casi 80, un Chanel bien logrado 15 euros, un frac completo con su chaleco verde loro 25, un cachorro de chihuahua apenas seis. Estos mercados son indispensables: permiten que más de la mitad de la población –los pobres– puedan vestirse, cuidarse, entretenerse: consumir. Aquí también se verifica la división habitual: los más ricos compran en los negocios exclusivos de Polanco o las Lomas; los medios, en las tiendas más comunes de varios barrios; la mayoría, en estos puestos. Donde también se encuentran, por supuesto, las armas y las drogas que cada quien precise. Y algunos dioses, claro.

     –…el Niño de la Salud, el Niño del Sagrado Corazón de Jesús, el Niño de las Palomas, el Niño de San Judas Tadeo, el Niño de la Fortuna, el Santo Niño de Atocha, el Niño Rey de Reyes, entre otros. Les repito, son más de 150 vestimentas diferentes que les vamos dando, le vamos vistiendo a su Niño Dios a los mejores precios, señora, ya no batalle más, ya no camine más, señora, porque somos su mejor opción para vestir a su Niño Dios bueno bonito y barato…

     Dice, incansable, Raúl, el vendedor de niños dios, tan acostados, tan desnuditos, tan ojiclaros ellos.

     –Pero no se crea, amigo, si se compra uno pero no lo lleva a bendecir a la iglesia no le sirve para nada.

     Me dice, honesto. Un muchacho de pelos azules toca un tango de Gardel en el violín; su amiga –pelo verde– recoge las monedas dentro de una chaqueta negra tipo béisbol que dice “México es la verga”. Yo avanzo esquivando muñecos, mochilas y braguitas que cuelgan a la altura de los ojos; el olor del maíz compite con el olor del chicharrón, el chancho frito, tantas personas, los perfumes malos; los ruidos se van mezclando –músicas, vendedores, regateos– y cambian con los pasos. Un poco más allá, en su puesto donde vende colchas, camisas, camisetas, reina la Reina del Albur.

En el puesto de magias, detrás de unas imágenes de santos y demonios, algún lobo, algún diablo, el aceite puro de alacrán, el murciélago seco, el pez globo inflado, un muchacho de 20, la mirada perdida, cara flaca, chupa con devoción una pipita.

La Reina supo llamarse Lourdes Ruiz, es nativa y habitante de Tepito y, desde niña, se interesó por esa forma rara del lenguaje que los mexicanos de estos barrios sabían llamar “albur”. El albur consiste en darle a todo lo que se dice algún doble sentido, hablar diciendo mucho más.

     –Si yo decía una mala palabra me lavaban la boca con jabón; tuve que aprender a hablar sin que me entendieran en mi casa.

     El albur es casi una estrategia de supervivencia: una manera de decir lo que no debe decirse. El albur solía ser cosa de hombres: sus doblesentidos están llenos de alusiones sexuales, cantos verdes.

     –La gente no se escucha. Cuando uno escucha lo que los otros dicen le encuentra unos sentidos increíbles… si supieran las pendejadas que hablan.

     Me dice la Reina. Porque el albur, me explica, no es solo un habla; es, antes que nada, una manera de escuchar: de descubrirle a cada frase sus sentidos posibles. La Reina, su cara bien cobriza, sus manos muy curtidas, me muestra mecanismos, se divierte, dice que es pura gozadera y parece que de verdad lo goza.

     –El albur es una gimnasia mental, nos hace funcionar los dos hemisferios del cerebro, todo el tiempo estás pensando las cosas ocultas que dices cuando hablas.

     –¿Y no es agotador?

     –No, es tan divertido. Lo que más me gusta es que nadie sabe qué digo pero sospechan, me escuchan de otro modo.

     La Reina se ríe sin parar, me muestra el libro en el que explica su sistema, Cada que te veo, palpito, y me cuenta cuánto le costó imponerse en un mundo de hombres, cómo la combatieron, cómo –a golpes de albur– los derrotó.

     –Había un alburero famoso que siempre quería que me callara. Y yo una vez delante de muchos le tuve que decir, pero qué chingón, ¿tú nomás quieres penetrar y no ser penetrado? El albur no es para agredir, es para divertirse.

     A cada rato llega alguien que le pide una foto con ella. La Reina es muy famosa, y muy celosa de su barrio: me dice que Tepito tiene muy mala fama, y que es injusto.

     –Aquí es muy tranquilo si no te metes con nadie, si no vas a algunos lugares. A la noche no tienes nada que ir a hacer a la calle, así que te quedas en tu casa y listo. Ahora todo el mundo habla de Tepito, que aquí te matan mucho... No se dan cuenta de que ahora todo México, toda la república, se nos ha vuelto el Tepito del mundo.

 

Y la cara de susto vigilante con que dos hombres grandes musculosos, zapatillas y ropa deportiva, barbas cortas, sentados en un banco de la calle, miran a otros dos –gordos, ropas negras, cascos– que llegan en sus motos y los miran, no se bajan, los rondan.

–¡Se ve, se siente, la Muerte está presente!

     Gritan, saltan, miran: miran feo. Saltan más alto, gritan, amenazan:

     –¡Se ve, se siente, la Muerte está presente!

     Hay ojos torvos, hay caras muy difíciles. Caras bruscas, brutales, caras partidas por la vida; caras que meten miedo, caras hechas para meter miedo, caras que ya han tenido tanto miedo –pero no pueden decirlo porque el miedo no es cosa de hombres. Caras de odio, caras de tristeza, caras de esperanza y cuerpos rotos, cuerpos trabajados, cuerpos muy gastados, muy tatuados, desconchados, flacos, cuerpos que han pasado mucho más que lo que deberían pasar los cuerpos.

     –¡Se ve, se siente…!

     Y las bocas sin dientes, los travestis mal hechos, los maquillajes toscos, los olores prohibidos, las voces destempladas, las voces embriagadas, las voces destrozadas y una pierna que falta, dos brazos que tampoco, los que van de rodillas, los que lloran, y cada cual con su Santa en los brazos, con su Muerte en los brazos. La Santa Muerte es la patrona oficiosa de Tepito: aquí está el epicentro de su culto.

     –¿Pero te puede ayudar para matar a alguien?

     –La santa te puede ayudar para lo que le pidas.

     Me dice un muchacho de mirada intensa. Cada cual lleva su Santa Muerte en brazos: un cadáver con la guadaña bien dispuesta, la calavera hosca, su ropón oscuro. Algunas miden 20 o 30 centímetros, otras dos metros; están hechas de yeso, hueso, de metales; todos las muestran orgullosos. Las han traído a bendecir: a presentársela a la Santa original para que las bendiga. Así que hacemos cola hasta que nos toca pasar frente al altar, chiquito, atiborrado. Solía ser un culto muy secreto y ha salido a la calle; los bajos fondos crecen.

     –Aváncele por favor, señora. Es entrar y salir, no se me queden.

     El altar está detrás de un vidrio y muestra una mujer vestida como novia: a la Santa Muerte también la llaman “la Niña Blanca” o si acaso la Flaca. Pasamos rápido, salimos aliviados, bendecidos, y nos volvemos a la romería. Todo consiste en caminar con la Santa en los brazos y cruzarse con otros y mirarlos y comparar las santas y echarles a las otras, amistosos, unas gotas de licor o el humo de un cigarro o un aerosol que dice Ven Dinero, otro que Abre Camino o que Contra Enemigos. Desde el principio alguien nos sigue. El Ojón, nos dice que se llama, y que nos cuida. El Ojón es mayor que casi todos, tiene ropas mejores, la barba recortada, los tatuajes bien hechos, y nos dice que si alguno molesta lo llamamos –pero no queda claro si él es la protección o la amenaza.

     –Yo no hice nada duro, solo la tengo para que me cuide y que no me deje caer otra vez en la droga. Está a la entrada de mi casa, ahí mero cuando entras, lo primero que ves la ves a ella, si alguien entra para hacerme un daño la ve y dice ah, este tiene más protección que yo, no voy a meterme.

     Dice un muchacho con muy pocos dientes, el pelo duro, los ojos casi abiertos. Siguen los gritos y los saltos; después de bendecirlas, los fieles se instalan con sus santas en la calle; allí se quedan, las exhiben, les prenden velas, fuman, beben, toman, les cubren el ropón con billetes de dólar. Un muchacho con un ojo roto me cuenta que estuvo en una cárcel demasiado tiempo, y que la Santa lo consolaba y al final lo sacó.

     –¿Cómo que te sacó?

     –Que me sacó, te digo, güey. No me preguntes.

     No le pregunto, claro.

México es esa violencia y esos tacos y esa desigualdad y esa cultura y esas palabras y esa música y siete siglos y millones y millones de coches, de cuerpos y de ruidos, la capital más grande de la lengua. México es la ciudad por excelencia, y una ciudad es materia desbocada, energía en movimiento incontenible, multitudes que se mueven, máquinas que se mueven, dineros que se mueven, afanes, apetitos, espantos que se mueven para nada, para poder seguir moviéndose. Tanta energía para crear más energía para gastarla para crear más energía para gastarla para. Algunos lo llaman capitalismo; otros, la vida.

     La ciudad nunca para; la tierra sí, a veces. Aquella tarde, al fin, pude entrar a la torre que bailoteaba en Tlatelolco. La torre tiene, en su primer piso, una muestra permanente que recuerda que allí mismo, en esa plaza que se ve por las ventanas, el 2 de octubre de 1968 el gobierno mexicano mató a cientos de estudiantes. La plaza se llama “de las Tres Culturas” y las muestra: un templo azteca espléndido, una iglesia cristiana ennegrecida, un conjunto habitacional del optimismo sesentista; falta la cuarta, la actual, la que no sale en los textos patrióticos. En la plaza hay recuerdos: el año pasado se cumplió medio siglo de esas muertes y alguien pintó en una pared una frase perfecta: “Ni un minuto de silencio”.

     Qué envidia, tanta síntesis.

Sacapuntas

Ivan Illich

El timbre de las 8

Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández

Mentes Peligrosas

Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández
Leonardo Sciacia

Sala de maestros

José de Jesús González Almaguer y Norma Olivia Matus Hernández
Gabriel Humberto García Ayala

Tarea

Emilio Gómez Ozuna
Gillian Welch
Mario Antonio Ramírez Barajas
Mario Antonio Ramírez Barajas
Melody A. Guillén
“pálido.deluz”, año 10, número 126, "Número 126. Repensar la escuela: A un año de Pandemia por Covid19. A 50 años de "La sociedad desescolarizada" (Marzo 2021)", es una publicación mensual digital editada por Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández,calle Nextitla 32, Col. Popotla, Delegación Miguel Hidalgo, Ciudad de México, C.P. 11420, Tel. (55) 5341-1097, https://palido.deluz.com.mx/ Editor responsable Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández. ISSN 2594-0597. Responsables de la última actualización de éste número Rafael Tonatiuh Ramírez Beltrán y Armando Meixueiro Hernández, calle Nextitla 32, Col. Popotla, Delegación Miguel Hidalgo, CDMX, C.P. 11420, fecha de la última modificación agosto 2020
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