Los momentos que vivimos como humanidad, nos ponen a pensar muchas cosas. De entrada, haber llegado a la cumbre de la civilización, no supuso estar exentos de emergencias como la que estamos viviendo. Y, para llegar a este escenario, a la tierra prometida por la modernidad, el capitalismo y la ciencia (aun antes de la pandemia) se gastó más dinero en la industria militar que en la educación. Se devastaron enormes extensiones de bosques y selvas. Desaparecieron especies. El calor aumenta en forma alarmante. La migración de cientos de miles o millones de las poblaciones más pobres que tuvieron que buscar refugio en otras latitudes, regularmente, con empleos mal pagados y sufriendo las inclemencias de la discriminación, la violencia, la marginación, la cárcel, la muerte. Los caminos torcidos de la civilización.
La sociedad construyó un castillo de racionalidad y convivencia: hacia la irrupción de la ciencia, la educación como palanca para generar los cambios, el advenimiento de nuevas democracias. Pareciera que tendríamos los atributos necesarios para considerarnos un mundo de gente racional. Que podríamos aspirar a la libertad, al crecimiento ordenado, a la salud para todos o, al menos, para una buena parte de la humanidad. Pero resulta, que ni nos sentimos representados por quienes gobiernan, ni sabemos más cosas, ni obtenemos los beneficios que se supondría deberíamos tener a estas alturas de la civilización. Es decir, no hemos llegado al mundo de las oportunidades. Ricos y pobres. Marginados y opresores. Capital de unos cuantos que crece desbordadamente a la par de la miseria de millones que trabajan para sostener la aberración de formas insostenibles.
Y así, si pensamos en la sociedad de la información, nos daremos cuenta que el cúmulo de cultura, saber y conocimiento que se encuentra en las redes no están al alcance de todos. Se sabe que, como nunca, los grandes conocimientos que se han gestado a lo largo de la historia, así como todo lo que se sigue haciendo, está ahí, con solo un clic en la computadora, pero ¿cuántos habitantes del mundo no tienen alcance a dichos dividendos? Un buen número, millones. Tan es así, que ahora son más groseras las diferencias entre quienes saben y quienes no saben. Sí, justo ahora que disponemos de un capital cultural impresionante y de que están los medios para acceder a él, la diferencia entre lo que sabe la gente de África subsahariana, por ejemplo, con lo que sabe la población de Europa es enorme La diferencia (ojo, no lo que se sabe en sí, sino la diferencia entre lo que saben unos y otros) es mayor ahora que antes. La cultura, la ciencia, la democracia, la educación, las oportunidades no fueron, efectivamente, las mismas para todos. Lo anterior, nos lleva a cuestionarnos acerca del valor de la democracia, de la ciencia y, por supuesto de la educación.
Las democracias modernas suponen la participación de todos los ciudadanos de los países. Prácticamente – con las diferencias específicas: parlamentaria, representativa, etc- en la gran mayoría de los países se practica la democracia. Pero, no se refleja, ni en una participación real, ni en la deliberación de los asuntos públicos, ni todos los ciudadanos son tomados en cuenta. Se trata de élites, que deciden al amparo de una franquicia electoral, que deciden quiénes -de esa clase política, de esa franquicia- los han de representar y sobre qué postulados o plataforma política. No siempre, por desgracia, los que representan a las franquicias o partidos políticos representan, efectivamente, a la sociedad. Los hechos, se traducen en sociedades inconformes, resistencia, movimientos y, eventualmente, hay un tránsito hacia mejores escenarios sociales. Hay democracias más consolidadas que otras, en efecto, pero habría que buscar la instauración de una democracia que tome en cuenta a los ciudadanos, más representativa en muchos lugares del mundo, incluido México.
Si nos situamos en la educación, cabe pensar que a estas alturas, bajo los postulados de los funcionalistas, de los enciclopedistas, de la pedagogía de la liberación o de cualquier otra escuela, época o corriente ya tendrían que verse los beneficios de una educación que nos adaptara, nos liberara, hiciera funcionar en esa maquinaria sincrónicamente o nos proyectara hacia mejores escenarios. Parece que los marxistas tenían o tienen razón y los cambios importantes habrán de emanar de una verdadera transformación estructural mediante la lucha de clases. Más allá de ello, hay ejemplos, también, de países que apostaron por la educación y, a partir de ésta operaron grandes transformaciones que se reflejaron en una mejor calidad de vida. Desde luego, sustentadas en ciudadanías modernas con democracias, si no perfectas, sí mejores.
Luego entonces, es necesario -a contra corriente, incluso, de los planes y programas obsoletos o que atienden a intereses de grupos interesados en conservar sus privilegios-, empujar o seguir empujando, para forjar los nuevos ciudadanos que reclamen sus derechos, se manifiesten, abran canales de participación y gestionen espacios reales, partidos que sí los representen para modificar el estatus actual y recobrar la ciudadanía.
La escuela debe ser un espacio que signifique algo más que la reproducción de contenidos. Se debe convertir en un lugar desde el que se recree, cuestione, practique la democracia. Un espacio en el que el diálogo funde síntesis de entendimiento. En donde el conocimiento sirva para pensar en un beneficio que vaya más allá de cada quien. Adquirir sentido de pertenencia a la comunidad, conciencia de clase, identidad.
Si pensamos en la ciencia, la reconocemos como la máxima conquista de la razón. Con la ciencia desaparecen (debieran desaparecer) los pensamientos fundados en la superchería. La ciencia es luz, por cuanto nos abre los ojos, nos despoja de atavismos y prejuicios estériles o paralizantes. Solo avanza el pensamiento, y por ende las sociedades, a partir de la ciencia.
Sería importante que los postulados de la ciencia, realmente, acompañaran todo aquello que se enseña y se aprende en la escuela. Me explico, es importante que aquello que se enseñe tenga el rigor del pensamiento científico. Ya desde las llamadas ciencias duras como en las ciencias sociales, con sus propias leyes, desde luego. Pareciera que no siempre es así, y es algo que debiera estar instaurado ya en todas y cada una de las aulas y escuelas, en México y el mundo. Si pretendemos que nuestras escuelas sean foros en los que se practique la virtud y se ejercite la democracia, para ir sembrando al nuevo ciudadano capaz de emanciparse y construir el mundo que requerimos, también es justo pensar en que esos ciudadanos tengan las fortalezas de un pensamiento gobernado por el rigor.
Pensar en una educación científica, para la democracia y la construcción de una nueva ciudadanía, es de vital importancia, sobre todo en los tiempos que están corriendo, y que ponen en evidencia algunos lastres que no debieran existir. No es posible pensar que en ese enajenamiento del mundo por parte del gran capital (algo que, por cierto, no es nuevo), se nos haya despojado a una gran mayoría de la población mundial de derechos elementales o debamos padecer una serie de enfermedades o condiciones mínimas para sobrevivir. Solo basta revisar el mapa mundial para ver qué es lo que pasa.
La pandemia que vivimos nos debe poner a reflexionar la importancia de recuperar la ciudadanía mundial. Si bien es cierto que las grandes trasnacionales de medicina, han sido la vanguardia científica a la hora de desarrollar las vacunas necesarias para contener la pandemia, enfermedad y muerte, también lo es que la distribución de las mismas no ha sido equitativa. Primero se han protegido los países poderosos, lo que muestra que el capital científico está al servicio del capital económico. Por ello, la mentada civilización no nos ha alcanzado a todos por igual o, dicho de otra manera, a algunos nos o los ha arrollado sin piedad.
A las trasnacionales de la medicina, a los laboratorios farmacéuticos, nunca les ha interesado la salud. Más bien, buscan la manera de que los enfermos se conviertan en pacientes permanentes. No importa la salud sino la venta de medicinas, y para ello es importante que no se curen, sino que se controlen. Si eso parece una exageración, póngase a pensar en el lugar privilegiado que ocupan dichas empresas en el conglomerado mundial, por lo que se refiere al capital y sus activos. Ahí están cerca de las petroleras y las automotrices más fuertes, por ejemplo.
Aunque, hay que decirlo, hoy estamos en su manos, pues las vacunas son necesarias para contener la cantidad de infectados y muertos. Como se ve, el problema no es el desarrollo científico, ni las investigaciones en ese tenor que desarrollan las trasnacionales farmacéuticas, sino la preponderancia del dinero por sobre la salud o, en el caso actual, por encima de consideraciones éticas mínimas. Países que tienen y acaparan vacunas, mientras otros más pobres tienen que andar como limosneros esperando la buena voluntad de los poderosos. Eso no debiera ocurrir en un mundo civilizado. Tal vez, lo que haya que rehacer es el concepto de civilización o inventar uno nuevo. Esas y otras consideraciones, no podemos dejarlas de lado si aspiramos a la conformación de un país y un mundo más crítico, responsable y bien informado.
El mundo hoy está enfermo y estamos en manos de la ciencia. Ni el capital ni una política mezquina como la que han instrumentado algunos países debieran estar por encima de la salud y la vida. Por desgracia, así es. Es necesario conquistar, recuperar o poner al servicio de la población mundial todo aquello que logremos, realmente, un mundo equitativo y justo. La salud, como la educación deben estar al alcance de todos, y la ciencia debiera estar, también, al servicio de la humanidad, más allá de geopolíticas, criterios y jerarquías económicas.